CONVIVIR CON VIRUS
CONVIVIR CON VIRUS
› Por Marta Dillon
Todos queremos la paz, qué duda cabe. Y sí, resultan emocionantes esas imágenes editadas en la tele con niños cantando en pos de la esperanza y gente que blande sus banderas argentinas en los minutos destinados a hacer ruido pidiendo paz. Es una causa justa de esas que ya no abundan o al menos cuesta identificar. Pero sería bueno recordar que no estamos en guerra, lo que sucede en nuestro país está muy lejos de parecerse a una guerra, mal que les pese a quienes hacen todos los días el recuento de secuestros, robos y violencias varias, que son terribles, pero propias de este mundo en que preferiría esconder bajo la alfombra a todos los que han dejado en el margen. No quiero caer en obviedades. Sólo me gustaría hacer un llamado a la cordura: ¿cómo podemos soportar esta psicosis colectiva que pretende establecer que ya no se puede salir a la calle? ¿Por qué someternos todos al miedo de los que parece tienen mucho por perder y andan aferrados a sus cosas como si fueran la vida misma? Me desesperan esos adolescentes que aparecen en los medios de comunicación resignados a que sus padres ya no los dejen salir de noche, arrancados de toda aventura para permanecer entre las cuatro paredes de la seguridad, sin peligro, sin sorpresas, porque todos los que penetren en el sagrado recinto serán conocidos y aprobados por padres y maestros. No es cierto que no se pueda caminar por la calle. Esto no tiene nada que ver con Colombia, ni siquiera con Brasil, a donde los jóvenes acudían año a año mientras la ilusión de la moneda fuerte nos hacía ricos en el país vecino. Los índices de violencia están por debajo de los de México DF, San Pablo, Caracas y tantos otros lugares que, es cierto, no sirven de consuelo, pero podrían ayudar para no dejarse llevar por la corriente del pánico. Esta historia del miedo es como la serpiente que se come la cola. De pronto estamos todos dispuestos a matar o morir por unas pocas cosas. A los chicos se les enseña a alejarse de las figuras sospechosas. Los comerciantes, en lugar de contratar seguros, compran armas. El que carga un arma sabe que tiene que disparar primero porque su vida, lo sabe de chiquito, no vale para nadie. En la última semana, vaya a saber por qué, he notado el miedo en la cara de alguna gente cuando mis amigos y yo entramos en algún lugar. Es fácil ver cómo se decoloran los rostros porque nuestro aspecto parece inapropiado para determinados lugares. Es loco darse cuenta que ese otro al que se le tiene miedo podría ser una, yo misma. Es desgarrador que a mi hija la requisen una y otra vez cuando se junta con sus amigos en una esquina. No digo que la calle no esté dura, pero esta psicosis la está convirtiendo en una estepa inhóspita para quienes se animan a cruzarla porque la aventura es más poderosa que el miedo. Apaguemos un rato la tele, ya verán qué fácil es disfrutar de la paz que todavía tenemos.