El agua está alta en el Parque Nacional Chaco y sus alrededores. Pero alta, eh: a los caballos les llega hasta la panza y a los jinetes, hasta las suelas, de las botas si son baqueanos, de las zapatillas si son turistas. Los water-caballos cruzan muy despacito y como pisando huevos (al estilo Rooney) el pantano infinito en que se convirtió el parque. Y no son los únicos bichos afectados por la inundación. Los monos carayá miran el agua desde arriba, con cara de Discovery Channel, aferrados a los paraavalanchas de los árboles. Los yacarés ñatos nadan, chochos, allí por donde antes sólo caminaban. Todo bien, el agua hasta les aporta un touch de aventura, para qué negarlo. Pero lo malo es que con el paisaje tan revolucionado va a ser difícil ver a la gran vedette de la fauna local: de la escudería de los mamíferos, desde Chaco, Argentina, con ustedes, midiendo 130 centímetros de largo, el lobisón del monte... ¡el aguará guazú! El mismo; esa especie de lobo flaco y de patas tan largas que la tradición confundía con un hombre peludo, puesto en cuatro. Y no en plan sexual sino en plan lobisón. Este falso hombre-lobo siempre es difícil de ver; hasta el del zoológico parece invisible dentro de su jaula. Y seguro que con esta inundación del orto –justo una vez que venimos hasta acá, se inunda todo, ¿o estará siempre inundado?– va a ser todavía más improbable encontrarlo sereno y despreocupado. Va a haber que preguntarle al guardaparque matriculado cómo hacer para verlo. Parco, contesta cosas que ya sabíamos: que el aguará guazú es muy tímido, que está amenazado, y que “saben pasar meses sin ver ninguno” (sic). Pero tira un dato revelador. Hace tres semanas, en el medio del camino, mataron a uno. “Dicen que fue un accidente.” Aclaración: no fue con una bala de plata sino por el accionar criminal conjunto de la parrilla, el paragolpes y el guardabarros derecho de la camioneta del hijo del intendente del pueblo que está ahí nomás del Parque, viniendo por la Ruta 9.