Le pagaron cuarenta pesos por trabajar una noche en la Creamfields. Y, al final, se ganó como trescientos. Estaba en uno de los camiones que no dejó de vender Speed y agua mineral, y algunos tragos más fuertes, durante toda la noche electrónica. Quince tragos por minuto durante diez horas, lo que duró su turno. El mundo electrónico se abarrotaba contra el camión, no le daba respiro, pero él se mantenía firme. Haciendo movimientos mecánicos, como en Tiempos Modernos, la película de Charles Chaplin. Uno detrás de otro. Sin parar. Para saciar la sed. Para calmar el fuego. Mientras, el resto baila desenfrenadamente en cada una de las nueve carpas de la increíble infraestructura montada allí donde alguna vez iba a funcionar una ciudad deportiva. Y algo de deportivo hay en la gente que usa joggings y zapatillas para bailar, que usa musculosas ajustadas y salta sin parar. Que recorre el campo como boy scout desentrenado. “Lo que más conviene es entregar Speed o el agua, porque no perdés tiempo. Sirviendo ron se pierde tiempo, hay menos propina”, cuenta el pibe que se vino en tren desde Córdoba, y se tuvo que pagar el pasaje, para trabajar en la fiesta electrónica y si no era por la abundante propina iba para atrás. “¿No es ilegal que no haya agua potable?”, cuenta que le preguntó él a uno de los compañeros, que había bajado al “piso” a revender tickets que la gente le entregaba en la barra a cambio de su trago. “Y sí, es ilegal...”, le dijo el casual compañero de trabajo. “Pero todo es medio ilegal en esta fiesta, ¿no?”. Y sí. Es al menos abusivo que por una noche de trabajo paguen lo que valen menos de tres tragos vendidos en un rato. Menos de treinta segundos de tickets, demasiado poco para tanto, en la fiesta electrónica más grande de la Argentina. El pibe triunfó: se volvió a Córdoba ganando más plata de la que pagó por el curso de barman, que hizo entre sus clases de física teórica. Todos sacaron su tajada. El podría haberse vuelto en avión.