› Por Mariano Blejman
En la era pre-internet, cuando no había soportes digitales como para generar fenómenos hypeados por la web, desde el ‘92 y hasta la salida del primer casete cuyano La kulebra (‘95), ocurrió un fenómeno prácticamente inédito para el rock mendocino: una banda local que no sonaba en las radios nacionales, ni había grabado un solo disco todavía, llenaba los sótanos más impresentables del subsuelo sísmico patalarrastra, pero también tocaba en la Fiesta de la Vendimia y lo que era todavía más extraño: sus seguidores cantaban todos los temas de memoria. Era, también, el pogo más cariñoso que podía encontrarse en esa época, más acostumbrada a los gargajos del punk o al merodeo violento de cabelleras del thrash mientras el mundo abrazaba al grunge. Los shows de Karamelo Santo han sido siempre su fuerte, el motivo por el cual la banda nunca bajó de 7 u 8 integrantes y ahora ronda los 9: del mestizaje hardcore post-Clash ochentoso a la cumbia-reggae colombiana que cuajó primero en la casa de La Boca comunitaria, y después en Europa, iban a salir a contarle al mundo lo que pasaba en el barrio, justo cuando el barrio se derrumbaba y también mucho tiempo después. Karamelo Santo sigue siendo una excusa para la comunión, un código de acceso para un dreadlock austríaco, una cerveza bien fría para un alemán saltarín, la llave de la casa para la artista callejera que viene llegando de México y necesita donde parar. Sus discos son excusas para subirse al bote de la aventura; y este bote siempre estuvo lleno de caramelos ácidos. Con el paso de los años y de los públicos incorporados por la era digital, Karamelo Santo ha logrado que sus canciones se sigan cantando (el CD-DVD El baile oficial, que incluye increíbles imágenes de los comienzos, de sus shows en Buenos Aires y de sus viajes por Europa, es la muestra de ello), aunque ahora sea con los más variados acentos internacionales.
La amistad entre Karamelo Santo y Manu Chao arrancó una noche de verano en La Boca, cuando el francés andaba recorriendo Buenos Aires solito. La banda del Goy fue de las primeras que eligió el ex Mano Negra para abrir sus primeras giras por Latinoamérica, allá por fines de los ‘90, y los subió al escenario de Mendoza en mayo de 2000. Y desde entonces los seguidores de Manu Chao identificaron a Karamelo Santo como uno de los más fieles exponentes del camino mestizo delimitado por el franco-español. “Estuvimos comiendo juntos”, cuenta Goy, sobre la última visita al país de Manu. “Lo que pasa es que generalmente está con mucha gente alrededor y entonces tratamos de que sean ellos los que lo aprovechen, porque, ¿qué es lo que podemos sacarle nosotros, más allá de la admiración y el afecto?” El cantante se imagina, sí, compartiendo una velada de camaradería musical y guitarras, tal vez con una nueva canción como resultado. “La amistad es como el vino, tiene que pasar un tiempo para agarrarle el gusto. Y creo que con los años es cuestión de estar ahí. Si él ve que estoy con la guitarra y se acerca, creo que sería el mejor brindis que podríamos hacer.”
Goy mantuvo, desde adolescente, una relación difícil con su padre. Más específicamente a partir de que eligió formar y dedicarse a una banda de rock. Sin embargo, el vínculo cambió bruscamente hace un año, cuando su padre enfermó gravemente. “Cuando elegís el rock, te rodeás de amigos que a los padres no les gustan: llegás tarde a tu casa, te llevás las botellas de vino, por ahí te tienen que ir a buscar a una comisaría, todas esas cosas típicas de los rockeros. Por eso, que él me haya dicho antes de morirse que terminaba contento conmigo, que me reconocía la convicción y la voluntad había tenido, me reconfortó.” De todos modos, Goy confiesa que su muerte lo marcó más de lo esperado: “Ahora tengo muy claro que tengo un límite vital. Y me aumentó esta urgencia que tengo de hacer canciones, de producir bandas amigas que no llegan al primer disco”.
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