En las venas abiertas del conurbano profundo, una postal anacrónica: patio con sol, árbol de palta, huerta con tomates, horno de barro. A seis cuadras de la estación de Monte Grande vive Nacho Vidal. No, el actor porno de anatomía godzillezca, no; el skater del sur. Nacho (“Monte”, para los amigos) promueve un discurso sólido: “El skate es más que un deporte, es una filosofía de vida”. Y, coherente con ese postulado, aboga por la causa desde distintos rincones, arma sus propias trincheras para combatir a los fantasmas de todo aquello que no representa al skate.

Es patinador profesional, docente y, estirando hasta el límite la idea del romanticismo, lleva a cabo dos proyectos que son pequeños cambios para dar con grandes cambios. Uno, en ese mismo patio de sol, palta, tomate y horno, construyó una pista de skate. Dos, lucha contra burocracias de viento para construir un skatepark público en su municipio. Incluso, hasta armaron –junto con otros entusiastas– un documental fatto in casa para darle musculatura al reclamo. “Las pistas públicas generan libertad, un fluir diferente: compartir, ante el stress de lo cotidiano”, arremete fanatizado. Y subraya fuerte: “El skate es para compartir”.

Este deportista de 35 años se bajó tempranamente de la neurosis por ser el mejor y, así, quemó las naves del desparpajo: “Formo individuos que sepan respetar, evitar competir y divertirse”. Nacho lleva adelante una embestida casi oracular: quiere que los pibes pateen y entiendan que hay un mundo más allá de las tablas. Y que, por extensión, los padres vean en el deporte un espacio de contención y progreso. Así las cosas, da clases personalizadas en su pista de madera terciada, tornillos, costillas y tirantes y, desde hace unos días, le aprobaron el expediente: Monte Grande tendrá –sí o sí– su propio skatepark.