FAN › UN DIRECTOR DE TEATRO ELIGE SU PELíCULA FAVORITA: ARIEL FARACE Y EL SéPTIMO SELLO, DE IGMAR BERGMAN
› Por Ariel Farace
He tenido suerte. A los tres años cuando huí de mi familia en un camping de Magdalena y me encontraron en un campo vecino acariciando el muslo de un caballo que nadie podía domar. A los cuatro cuando Tekla, nuestra vecina, llegó justo a tiempo con un balde de agua y se lo tiró a Duque, un perro enorme, cuya mandíbula no soltaba mi rodilla. A los ocho cuando crucé la calle sin mirar para mostrarle a mi tía Teresa la casa de Maxi y un Ford Sierra colorado frenó a tiempo y apenas me empujó la cadera. A los diez años cuando salté de la terraza de mi casa a la del vecino convencido de ser un mutante (tanto episodio de los Thundercats encima) y vencí la ley de gravedad. A los doce cuando todo análisis indicaba que sufría una enfermedad terrible y el doctor Nobile, que además de médico era iriólogo, me miró el ojo con su linternita y le dijo a mi madre: Quédese tranquila, a este chico no le va a pasar nada. Desde niño, la suerte fue creando en mí varias escenas de muerte: yo en el pasto con el cráneo roto por la patada de un caballo salvaje, yo muriendo desangrado frente a los tarascones de Duque, yo atropellado en la calle Itapirú frente a la casa de mi amigo Maxi, yo estallado contra las baldosas del pasillo de los vecinos, yo respirando por última vez en una cama de hospital. Todo, todo, todo un drama. En El séptimo sello, la más que clásica creación de Ingmar Bergman, la peste acecha y la muerte también muestra la cara, parece que viene por todos y, si bien el protagonista no logra evitarla, al menos consigue burlarla y que no alcance a una pareja de actores y su bebé. En la película, como en las escenas de muerte que narro, todo tiene algo de artificial: la muerte tiene la cara maquillada de blanco mimo, la ropa medieval parece vestuario de teatro, las expresiones de los actores son marcadas y solemnes, los cambios de planos sugerentes y la música acompaña la trama con impostada gravedad. Todo en la película es grave, severo, metafísico. Pero, de repente, antes de que acabe la primera de hora de film, una escena alegre y sencilla tiene lugar. En un prado junto al mar, el protagonista, un caballero del medioevo, está frente a su tablero de ajedrez (el mismo de la conocidísima imagen del caballero jugando su última partida con la muerte) cuando un llanto de bebé le llama la atención. Es el hijo de Mia, la actriz de una compañía nómade que él vio fracasar ante el público del pueblo unas escenas atrás. El caballero se acerca y comienzan a hablar. Él le dice que no es feliz y ella dice que lo entiende y que a menudo se pregunta por qué la gente vive tan atormentada. Llega Jof, su esposo, el cómico de la compañía. Los actores, entonces, convidan al caballero lo poco que tienen: histrionismo, frutillas silvestres y leche recién ordeñada. Se improvisa un picnic sobre el pasto, se sientan sobre una tela, conversan, se ríen. Una máscara de calavera cuelga de un palo junto al carromato precario donde viven los cómicos, a su lado pasta un caballo, en frente está el mar. Llegan el escudero y una mujer, a la que salvó de ser violada, y se suman al grupo. Todos tienen en la mirada un dejo infeliz; menos, claro, los actores y su creación: Jof, su mujer y el bebé Mikael. ¡Esto es vida!, dice Mia, tirada en el pasto bajo el rayo del sol. Habla del atractivo que tiene cada día que pasa, cada estación del año; dice que ella prefiere la primavera. Jof compuso una pieza sobre la primavera y a cuento del comentario la toca en una especie de lira o un pequeño laúd. Sobre ese fondo de cuerdas, el caballero habla de su mujer, que ya no está; de lo feliz que era con ella, de cómo se sufre cuando se ama a alguien, y de cómo ahora sentado ahí, acompañado y conversando, todo eso pierde su importancia. Dice que siempre va a recordar ese día, esa paz, y a cada uno de ellos. Mientras sucede todo esto la actuación despliega otro tono, los rostros se ablandan, las miradas se distienden y la película encuentra un remanso donde desplegar su cúspide de emoción y sentido: es la escena más vital la que habla de la muerte, la que nos encuentra acompañados, en un acto banal: comer, tomar; la del tiempo que pasa sin peso bajo el sol. Como mis pensamientos de niño sobre la muerte, el resto de la película no es más que un puñado de escenas: artificio, gesto teatral: Ficción. Vi esta película en la adolescencia. Desde allí, la ficción y la muerte quedaron profundamente ligadas. Después volví a ver la película montones de veces, en una época hasta regularmente. En el último tiempo, El séptimo sello tomó un nuevo rol acompañando la obra de teatro que ensayo: Constanza muere. Como nosotros en las vidas que nos preceden, la obra se espeja en la escena de Bergman para construir la suya. Tras tantas muertes verdaderamente acontecidas, tantas escenas nuevas, tristes, de fatal y real dramatismo, dialogo con la película desde una pieza que habla de la muerte propia como ficción. A los treinta y tres años, mientras paso el tiempo ensayando, creando escenas de muerte, compartiendo la fruta, acompañado y conversando, celebro: por ahora, he tenido suerte.
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