FAN › UNA CANTANTE ELIGE SU CANCIóN FAVORITA: AGUSTINA PAZ Y “VIERNES 3 AM”, DE SERU GIRAN
› Por Agustina Paz
Los primeros años de mi vida tuve la suerte de pasarlos en Norberto de la Riestra, un pueblo de la provincia de Buenos Aires donde el tiempo y el espacio abundaban, tanto como la siesta y los arenales. En aquella atmósfera tuve mi primer contacto con la música de Charly García, a través del disco Vida de Sui Generis, un vinilo de mi papá. Era chica y recuerdo que cuando aquel disco sonaba, me zambullía en las canciones, las habitaba, las sufría, “Mariel y el Capitán”, “Natalio Ruiz”, “Necesito”, cuánta belleza tenían. Por aquellos días no había Internet, ni siquiera podía verse con nitidez la tele, entonces se cantaba. Recuerdo tocar esas canciones en un viejo piano Erard heredado de mi bisabuela, concertista en Francia, y unos años más tarde, cuando incorporé la guitarra a mi paisaje sonoro, las cantábamos con Mariel, una amiga que vivía cruzando la calle. En esos años no resultaba tan sencillo conseguir un disco. Recuerdo la emoción que sentía cuando mi padre viajaba a Buenos Aires y volvía con alguno nuevo. Yo reproducía con total libertad esa música en el piano de mi bisabuela y me sentía realmente plena y feliz.
Luego llegaron los 15, el primer sintetizador y las primeras sombras. Entonces fue cuando otro grupo de canciones de Charly se instalaron en mi alma, lideradas por “Viernes 3 AM”. Fue con esta joya de La Grasa de las Capitales de Serú Giran con la que tuve mi relación más estrecha y profunda. Sin embargo no podría precisar de qué manera llegó a mi vida, es probable que la haya escuchado por la radio. Algo había en sus acordes que me capturaba. En los primeros versos, “La fiebre de un sábado azul y un domingo sin tristeza” desde un planeta conocido, Do Mayor, simple y familiar, te hacía sentir en confianza y te advertía: “Esquivas a tu corazón y destrozas tu cabeza”, te abría el pecho parado en esa novena y luego, te sorprendía con un giro a un acorde muy lejano generando una incertidumbre total, que te dejaba sin suelo, “te hace bien, tanto como hace mal”, un escalofrío subía para aterrizar luego en el mismo planeta, pero ahora todas las luces estaban apagadas, todo el paisaje estaba ensombrecido por la modalidad menor, la garganta atrapada en esa oscuridad y de pronto, al final del trayecto, la luz te rescataba con dos acordes mayores, esperanzadores, como señalando el camino de vuelta a casa. Pero no volvía. Retomaba la otra estrofa, repetía la hazaña hasta la misma semicadencia y se diluía. Diría que ese quinto grado recién toca tierra firme en la versión del Unplugged, versión que conseguí por los 90, ya por cuenta propia y en formato de CD. Cada vez que ponía la canción, sentía que me hablaba directamente, como si se abriera el cielo y una voz cuasi chamánica me volviese a advertir: “Esquivas a tu corazón y destrozas tu cabeza...”. La canción actuó como escondite y bálsamo, hasta podría decir que me rescató de uno de los capítulos más trágicos de mi vida. Me hundía en el escenario del sueño de un sol y de un mar y una vida peligrosa y cambiaba lo amargo por miel y la gris ciudad por rosas y salía de allí, nueva, aliviada. Esa magia hizo que yo la ame y ame a su creador.
Los años fueron pasando, hasta llegar el momento de abandonar el pueblo y mudarme a la gran ciudad. Estaba bastante sola y confundida acerca de que camino seguir. Cursaba piano en el Conservatorio Nacional y Musicoterapia. Vivía aturdida, sumergida en una gran angustia. Yo, que había conocido el éxtasis de entregarme a una canción, estaba obsesionada con Bach, desconcertada con Debussy e indignada con Bartók, me había convertido en una suerte de máquina desquiciada. Vivía en un departamento en la calle Uriburu y extrañaba muchísimo. Cada tanto tomaba un descanso y salía a caminar por Santa Fe rumbo a Coronel Díaz, para ver si podía cruzar a Charly. Pero no, no tenía suerte. Hasta había podido conseguir su teléfono, pero lo guardaba como un antídoto mágico, como una oportunidad para huir de mi locura cotidiana. Al fin un día tomé coraje y llamé. Una voz respondió del otro lado, mi corazón explotaba: “Hola”. “Hola, Charly”, dije. “No, soy Javier.” No era el día.
El tiempo siguió pasando, los primeros años del 2000 corrían cuando por fin tuve la suerte de cruzarlo en carne y hueso, más huesos que carne. Me invitaron a una fiesta en el Soul Café, él estaría de invitado de Molotov. Fue así, rodeada de fans de los mexicanos que le pedían que deje el escenario, que lo escuché en vivo por primera vez. Ahí estaba, desde sus propias sombras, hablándome nuevamente, volviéndome a meter el corazón en un puño. Desde sus falanges de “Say no more” volvía a decirme: “Esquivas a tu corazón y destrozas tu cabeza...”. Entonces el cielo nuevamente se abrió. Esta vez sentí claramente que necesitaba volver a mis raíces de canción. Cuando desperté de ese momento epifánico me encontré con el mismísimo Charly señalándome con su uña despintada e invitándome a salir a fumar con él, afuera. Yo, desde mi conmoción, solo atiné a decir: “No. Gracias, no fumo”.
Hoy, que he cambiado de tiempo, de amores, de color y de banderas, sé que si algo no cambió es mi amor por esa canción y que si pude empezar a componer las mías fue porque finalmente logré escuchar aquello que “Viernes 3 AM” insistía en mostrarme. No sé si vuelva a cruzar al maestro, pero me gustaría aprovechar esta columna para agradecerle profundamente por haberme señalado el camino de vuelta a casa.
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