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Un pintor elige su obra favorita: Felipe Pino y “La iglesia de Auvers-Sur-Oise”, de Van Gogh
› Por Felipe Pino
“Esos cuervos pintados dos días antes de su muerte, no le abrieron a Van Gogh, como tampoco sus otras telas, la puerta de cierta gloria póstuma, pero a través de la puerta, por él abierta, de un enigmático y triste más allá, abren a la pintura pintada, o mejor dicho a la naturaleza no pintada, la puerta oculta de una más allá posible, de una posible realidad permanente.
No es común ver a un hombre, que lleva en el vientre el tiro que lo mata, poner en una tela cuervos negros sobre una especie de llanura quizá lívida, vacía en todo caso, en la que el color borra de vino de la tierra se enfrenta desesperadamente con el amarillo sucio de los trigales”.
Antonin Artaud, Van Gogh, el suicida de la sociedad
A veces pasa así con la pintura: la pintura te lleva a un lugar, pero el lugar también te lleva a la pintura. Cuando estuve frente a L’église D’Auvers-Sur-Oise en el Musée d’Orsay, sentí una singular emoción. Me refiero a una obra de Van Gogh que simultáneamente hiere y acaricia el alma.
Unos días después fuimos con mi mujer a Auvers-Sur-Oise. Visitamos el pequeño cuarto donde Van Gogh vivió, el cuarto y la humilde silla de paja, como la de Arlès. Es un lugar que está a 35 kilómetros de París, al que llegás después de un trasbordo en un antiguo tren de dos pisos. En el Ravoux se puede comer y ver un video con fotos muy viejas del albergue, que es albergue desde hace muchos años. Es muy emocionante: creo que Van Gogh pintó un cuadro por día, durante los dos meses que vivió ahí. Y en los lugares en los que se instaló para pintar, hay una reproducción del cuadro que pintó: por ejemplo, en el lugar desde el cual observó la iglesia para pintarla, está la reproducción del cuadro de la iglesia.
Al salir, vimos pasar un hombre anciano con overol, transportando su carretilla, como en aquel tiempo. Es como si el tiempo en este lugar estuviera completamente detenido. Luego nos trasladamos hasta el cementerio para ver su tumba y la tumba de Theo, juntas como si fuesen una. En ese mismo lugar los cuervos volaban y se posaban en los árboles, crías de las crías que Van Gogh pintó en las últimas horas de su vida. Uno los ve y piensa: “Estos son los mismos cuervos que pintó Van Gogh”.
Al fin de la tarde descubrí la iglesia, recordé la pintura y lamenté que no estuviese exhibida allí, para verla nuevamente y sentir el espíritu del paisaje con mayor profundidad. Porque el cuadro es algo más, más que la naturaleza misma. Está el paisaje, y está el espíritu del hombre que lo pintó: la arquitectura de la iglesia es recta, sólida; pero la iglesia pintada tiene un dibujo blando, dramático, y una luz extraña, surreal. Es algo que pasa con el arte, que contiene a pesar de la tragedia, de su enorme dramatismo, una enorme belleza; es el valor de una obra, que te sacude y que a la vez gozás. Que hiere y al mismo tiempo acaricia el alma.
La iglesia de Auvers
1890
Oleo sobre tela, 74 X 94 cm.
Museo d’Orsay, París
Cuando Vincent van Gogh abandonó el asilo de Saint-Rémy de Provence en mayo de 1890, partió rumbo al norte de Francia, visitó a su hermano Theo en París y se mudó con él a Auvers-Sur Oise, donde el doctor Gachet podría vigilar de cerca su frágil condición. En Auvers, Vincent pasaría sus últimas diez semanas de vida. La iglesia local que pintó en ese tiempo expresa, para algunos de sus biógrafos y estudiosos, y al igual que muchos de los setenta óleos que realizó en esa época, cierta nostalgia por los paisajes del norte, de la infancia y la juventud del pintor. Diez años antes, le había escrito a Theo una carta en la que hablaba de su obra evangélica en la pintura, y del oscuro vacío interior de las iglesias, algo que algunos han visto reflejado en esta tela: la luz que ilumina tenuemente en el primer plano, pero el edificio eclesiástico que permanece en sombras.
Campo de trigo con cuervos
1890
Oleo sobre tela, 50, 5 X 103 cm.
Museo de Van Gogh, Amsterdam
Es común interpretar en esta pintura, una de las últimas del artista holandés, realizada durante su estancia final en Auvers, los signos del perturbado estado psicológico de su autor, a partir de la ominosa oscuridad del cielo, los caminos divergentes y, por supuesto, los propios cuervos. No fue su última pintura como se ha dicho alguna vez —incluso en uno de las biopics que le dedicó el cine— pero sí parece ser cierto que la pintó en julio de 1890, el mismo mes en que, el día 27, salió a caminar campo adentro y se disparó a sí mismo con un revólver, para morir dos días más tarde en su cama, a los 37 años, acompañado de Theo. Sus últimas palabras fueron, según contó su hermano (quien moriría seis meses después): “La tristeza durará por siempre”.
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