Domingo, 2 de diciembre de 2007 | Hoy
FAN › UN DRAMATURGO ELIGE SU ESCENA DE PELíCULA FAVORITA
Por Mauricio Kartun
Los superagentes y el tesoro maldito se filmó en el ‘77. Yo no sabía muy bien qué hacer de mi vida. Dos años desorientado, sin escribir una letra. Cualquier bondi me dejaba bien, así que me conchabé ahí como actor. Hacía de malo joven. El otro era Juan Leyrado (creo que fue su primera película). El malo mayor, Nathán Pinzón, y el capocómico Osvaldo Terranova. Verano bravo. Filmábamos en un circo en Pablo Podestá. Hacía tanto calor que el polaco Woinsky, que hacía de Yeti con un traje de piel, se desmayaba a cada rato. Le sacaban la máscara, le tiraban un poco de agua y seguía. Yo lo miraba a Terranova, que era un monstruo del teatro, un bronce, y pensaba: la vida no puede ser así. No daba bola Terranova. Tiburón, Delfín y Mojarrita, tampoco. Tomaban tragos frescos con unas chicas preciosas. Yo me hice amigo de una contorsionista flaca. Se llamaba Dorka y la fui a visitar una vez a Mar de Ajó donde su circo había armado carpa. Me regalaba sus fotos sobre cartón azul haciendo un puente perfecto para atrás. Todo era triste. Dirigía Mario Sabato con seudónimo. El asistente era Aristarain. Me hablaba de su entusiasmo por llegar a dirigir alguna vez y yo pensaba: “Pobrecito, sueña con ser director y está a la parrilla acá como todos nosotros”. Los hermanos Videla hacían un bolo de extras de acción. Tenían escondida siempre una botella de tinto de litro fría.
De la película mucho no supe. Vi cachos en tele una vez muchos años después.
Una noche filmábamos en Tigre y terminamos de madrugada. Nos volvíamos con Juan en mi Citroën y lo vimos a Terranova renegando con un Chevy que tenía y que no había cómo hacerlo arrancar. Sabía que era de mi barrio así que me ofrecí a llevarlo. Nos preguntó qué hacíamos. Empezamos a hablar de teatro. De grandes textos. Le dije que escribía. Una niebla tan cerrada que el 3CV iba como entre nubes. Entonces pasó: Terranova, que venía de hacer He visto a Dios en el San Martín, empezó a recitar cadenciosamente con esa voz rarona que tenía los monólogos de Carmelo. “¿Tu crei que Dio e el de la tua biblia? ¡Pobreto! Me da lástima. Dio non e aquilo de la barbeta. Non e aquilo llorone del tuo libro santo. ¡Io so cual e il vero Dio! Sa precisa habere recebido due bastonate seguido como lo ho recebido io. Seguedito. Do gole sin tocare l’arco. ¡Páfate! La morte del mio figlio e la burla de quizo miserábile. Io so dónde está Dio. No soy más iñorante, no. ¡Basta! Se acabó il mondo. Mirame como sono sereno e maestuoso. ¡Ecco il huomo nuovo!” Bello e interminable. No sé si fue la Panamericana desierta, la neblina, o esa voz que desde el asiento de atrás parecía venir de ninguna parte. O si fue a lo mejor el vino de los Videla. Pero en esa representación íntima e inaudita de aquellos parlamentos de Defilippis Novoa se me apareció algo semejante a una revelación. Hallé una belleza en ese grotesco como nunca había encontrado en otro texto. Y una teatralidad en ese instante que me daban ganas de volver a casa y ponerme a escribir. Y mandar al carajo las películas con las que changueaba. Y los electrodos de soldadura que correteaba en las mañanas por talleres y herrerías.
No podría decir por dónde íbamos cuando Terranova terminó de actuar. Sé que lo dejé en Forest y Jorge Newbery y que amanecía en el balcón de mi departamento de Carranza y Loyola y yo estaba como un cabalista enfermo, con el libro de Eudeba en la mano releyendo esa pieza en voz alta. Comiendo una milanga fría que me había dejado Mónica. Y soñando con escribir alguna vez algo así.
No salí a vender electrodos esa mañana. Tecleé en la Lettera como un desesperado.
Había visto a Dios.
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