Dom 16.03.2008
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FAN › UN DIRECTOR DE TEATRO ELIGE SU ESCENA DE PELíCULA FAVORITA: RAFAEL SPREGELBURD Y WERCKMEISTER HARMóNIáK (2000), DE BéLA TARR

Las armonías del caos

Rafael Spregelburd

No existe algo así como “la película favorita”. A la hora de elegir, todo recorte es injusto. Mi memoria está atiborrada de escenas arbitraria y falsamente “perfectas”. ¿La inmigrante ilegal que recorre la calle en tiempo real buscando dónde sentarse a mendigar, en Code Inconnu, de Haneke? ¿El bombardeo al zoológico, en Underground, de Kusturica? ¿El discurso de Gabriel a la mesa de sus tías en The dead, de John Huston? ¿El pajarraco mítico que viene a recoger a La dama en el agua de Shyamalan? ¿Julianne Moore en la escena de la farmacia, en Magnolia, de P.T. Anderson? ¿La carrera deseperada del niño que debe salir segundo para ganar las añoradas zapatillas en Niños del cielo, de Majid Majidi? ¿El plano final de Taurus, de Sokurov, que inmediatamente después de mostrar la muerte de Lenin, señala al vasto y ridículo cielo? ¿La llamada misteriosa que el monstruoso hombre sin cejas le hace a Bill Pullman en Carretera perdida, de Lynch? ¿La lluvia afortunada que salva a Kokura del bombardero yanqui y decide la suerte de la pobre Hiroshima, en Buttoners, del checo Petr Zelenka? ¿El encuentro entre Totoro y la niña desmadrada en Mi vecino Totoro, de Hayao Miyazaki? ¿El niño robot hundido bajo el agua, rezando un milenio entero frente a la impasible hada de yeso, en Inteligencia artificial, de Spielberg?

Importa poco, decidámonos por una. Se trata del plano final de Las armonías de Werckmeister, de Béla Tarr. La elijo sobre todo porque la he visto alrededor de nueve veces, y sin ser capaz de dar una sola pista clara sobre la película, debo reconocer que la imagen tiene el poder mágico de acompañarte por el resto de tus días.

Es el día más frío y más corto del año, en un pueblo ínfimo de las planicies húngaras. No sabemos qué año será. Los acontecimientos parecen medievales, pero todos visten ropas actuales, y hay lavarropas y helicópteros. János (el actor 7alemán Lars Rudolph) ha ejemplificado a sus vecinos, borrachísimos, en un bar a punto de cerrar, cómo ocurre un eclipse. Luego, durante la espera, una ballena muerta arriba a la ciudad. La trae un misterioso circo, con el que además se presentará un supuesto Príncipe. De este falso profeta sólo veremos una sombra enana; un dudoso traductor habla en su nombre. El tétrico carromato es compañero de la desgracia: en cada pueblo en que el Príncipe ha arengado a las masas, éstas enloquecen y arrasan con todo.

El plano final del que hablo es justamente el de la plaza arrasada, desierta, en el día más frío del año: humea el pueblo en gélidas llamas, y el carromato destruido, abierto como una caja de zapatos, sostiene en vano el cadáver inmenso, atroz, de la ballena, muerta hace años en mares lejanísimos.

Toda la película es una húmeda caja de resonancias: lo uno es, extrañado, lo otro: una revolución sin norte, un hospital saqueado en pleno silencio, unos borrachos maquetando un eclipse, un príncipe hablando en lengua ignota entre frascos de fetos en formol. Béla Tarr, silencioso y soberbio a la hora de callar sobre sus películas, ha bromeado diciendo que la decisión de Kodak de enlatar película virgen de 11 minutos es una forma de censura. Si por él fuera, cada escena duraría una eternidad. Le concedo que lo ha logrado. Sus películas no viajan en una única dirección, y las pausas abismales, en las que se hunden los significados, rebosan de sentido. “¡Qué misterioso es el Señor, que se divierte con criaturas tan extrañas!”, dirá János. “Va a traer problemas”, le contestará alguien, justo antes de desaparecer entre la turba.

Rafael Spregelburd es autor y director de teatro. Actualmente tiene en cartel las obras Lúcido, los viernes a las 21, y Acassuso, los sábados 20 y domingos 19.30. Ambas en Andamio 90, Paraná 660, 43735670.

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