Dom 12.08.2012
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FAN › UN MúSICO ELIGE SU CANCIóN FAVORITA: ALVY SINGER Y LAS INCREíBLES AVENTURAS DE JUAN ANTONIO CANTA

Acunando a las almas perdidas

› Por Alvy Singer

A mediados de los ’90 descubrimos (siempre todo lo que uno descubre verdaderamente importante es entre los quince y los veinte años), junto con mi eterno amigo cancionista Tomi Lebrero, este disco.

Yo era un adolescente snob. Me había peleado internamente con el rock. Lo intuía lleno de gestos vacíos, aburrido y agotado. No me representaba, no hablaba de mí, ni de mis amigos, ni de las cosas que nos pasaban. Me sonaba demagogo y futbolizado. Un poco snob, pero estaba en otra: estudiar jazz, tango, música clásica, caminar por la ciudad con un contrabajo, ir al viejo Subsuelo a escuchar a Walter Malosetti, o Salgán-De Lío en el San Martín, Gandini, Beethoven o lo que fuera en el gallinero del Colón. Eso era lo mío, mi forma de diferenciarme, de rebelarme a mi contexto.

Por más amor que les tuviera, las canciones de mi época me habían desilusionado. O al menos las que conocía a esa altura. Mi curiosidad, tanto a la hora de escuchar como a la hora de intentar escribir, siempre llegaba hasta los callejones sin salida de sonidos obvios y letras crípticas (en el mejor de los casos) o vacías de misterio y contenido (en la mayoría de los casos). Estaba perdido. No conocía nada contemporáneo que me llamara la atención y no podía desentrañar qué era lo que me aburría tanto de todo este asunto. Y ahí fue cuando escuché Las increíbles aventuras de Juan Antonio Canta.

No puedo explicar del todo la cantidad de barreras internas que me ayudó a derribar. Me devolvió la fe en las canciones.

Lo primero que me impactó fue el sonido y los ritmos: era el primer disco contemporáneo, recién hecho, en el que escuchaba canciones tocadas con instrumentos no convencionales del rock. Ahí estaban el kazoo, el peine, la melódica, el banjo, el cajón, la guitarra española, los aires de vodeville, de chanson, de rock y rap, de balada y vals. Ahora suena un poco obvio hablar de estas cosas, el underground de Buenos Aires es una catarata de estos ritmos y sonidos. Pero a fines de los ’90 era un desierto pop-electrónico. Luego las letras: ¡había historias! Humor, drama, delirio, psicodelia fumona, romances tortuosos, traiciones, coitos detrás de arbustos... ¿Cómo podía existir alguien como ese español limado mencionando a Mazinger Z, a Hitler y a Greenaway en sus temas? ¿Cómo hacía para hablar del grito tenístico de Arantxa Sánchez en una canción? Por último, lo más importante, su voz: rota, como la mía, me dio permiso para animarme a cantar. Hasta ese momento no había conocido cantantes-no-cantantes. No sabía que los no-cantantes podíamos cantar. Aún no había descubierto a los mejores no-cantantes: Dylan, Cobain, Reed, Yupanqui. Los cantantes eran Gardel, Freddie Mercury, Caetano y tantos otros que me encantan, pero están en la vereda de la técnica.

En los años pre-Google, el boca a boca era clave para formarse musicalmente. Con mis amigos, mientras no parábamos de escuchar a Juan Antonio, averiguamos tres datos que cayeron como un maná del cielo que venía a saciar nuestra necesidad de información. El primero fue: “Parece que su nombre es Juan Antonio Castillo, de Pabellón Psiquiátrico, ese grupo de los ’80 que cantaba: ‘Le metí una mano, le metí una pierna’...”. El segundo: “Parece que ahora un programa de tele usó una de sus canciones como cortina musical y esa fama banal le hizo muy mal psíquicamente”. Tercero y último: “Parece que se suicidó”.

Tiempo después, en el booklet de un disco de Martirio, encontramos la reproducción de una apasionada carta que le había escrito Juan Antonio después de verla en un concierto. Hoy me apropio de algunas de sus frases y se las dedico (en vez de a Martirio, a Juan Antonio): “Yo, que me paso el día rezando al dios de las canciones con desigual resultado, de mayor quisiera ser como él, más grande, más hermoso, más caliente. Trajo la crónica de un mundo de corazones desgarrados que confirma que la pasión nunca es un error, siempre es un derecho que hay que exigir con el corazón en la mano y el culo apretado. Ojalá su disco siga acunando las almas perdidas de los que pensaron que había que apostar por lo que no se tenía”.

Todos mis discos son hijos de este disco. Me empujó a cantar por ahí mis propias aventuras.


En estos tiempos en que los discos como objeto están en retirada, Alvy Singer Big Band festeja la reedición de su cuarto volumen: El Tiempo del Amor (Los Años Luz, 2011). Orquesta de amigos incansables, encaran la segunda mitad del año grabando su próximo disco y tocando seguido. Jueves 30, a las 21.30, en la Oreja Negra, Uriarte 1271. Entrada $ 40.

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