Dom 21.04.2013
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FAN › UN DRAMATURGO ELIGE SU PELíCULA FAVORITA: IGNACIO APOLO Y LA GUERRA DE LAS GALAXIAS, DE GEORGE LUCAS

EL POZO DE LOS HEROES

› Por Ignacio Apolo

Soy muy poco capaz de mentir, sobre todo en público. Sería genial poder inventar una loca relación con una película, para goce del lector y construcción de la propia imagen, pero de tanto inventar diálogos, historias, personajes y situaciones a lo largo de los años, en las entrevistas me da un ataque de perezosa sinceridad. No obstante, mi padre, el doctor Angel Virgilio Apolo Ramírez, nacido en Piñas, El Oro, Ecuador, en 1936 (dato que viene a responder la pregunta de si en serio mi apellido es Apolo: oh, sí, lo es), nos solía proponer, a mi hermano Angel y a mí, de niños, el siguiente dilema: “¿Les cuento una historia o les miento una historia?”. Creo que es obvio que siempre elegimos la segunda opción. Mi hermano es psicólogo; yo, escritor.

Los recuerdos de mi infancia son particularmente borrosos, o mejor dicho, fragmentarios: consisten en breves flashes de pocos segundos. El primero, el más remoto, debe ser mi recuerdo más arcaico. Son unos molinos de viento, en una pantalla gigante, y los brazos de mi padre protegiéndonos. A mi hermano y a mí. Una locura, si lo pienso ahora. Yo no debía tener más de dos años. Mi hermano tres. Y, por reconstrucción posterior, había un tercer hermano en aquel momento, de pocas horas de vida, internado en agonía en el hospital. Había nacido Ceferino Apolo; moriría pocas horas después, envenenado por los anticuerpos de la sangre materna contra el factor RH de su propia sangre –algo similar me había ocurrido a mí, pero mediante dos transfusiones completas vía cordón umbilical, apenas nacido, lograron salvarme–.

Evidentemente, mi padre estaba a cargo de nosotros en aquel momento. Empiezo a comprender, padre yo de niños pequeños, recién ahora, a los 44, algo de aquel hombre. Comprendo poco: no sé qué se siente ver morir a tu bebé. Pero también mucho: sé lo que se siente proteger a tus hijos con tus brazos. Contarles una historia. Llevarlos a pasear. Evidentemente, mi padre nos llevó al cine. No era el cine de ahora. Angel Virgilio no tenía posibilidades de encontrar rápidamente un producto Disney o Pixar adecuado a nuestra edad. De modo que, por lo que entiendo, nos llevó a ver El Quijote. ¿Cuál versión? Lo desconozco. Alguna versión proyectada en cines de Buenos Aires en el primer o segundo año de la década del ’70. ¿Por qué la recuerdo? La vida, la muerte, la paternidad de entonces, mi paternidad actual, me traen los brazos de mi padre protegiéndonos de las enloquecidas aspas de los molinos.

Pero me fui de tema. El propósito de este artículo es ponderar una película que sea parte, por ella misma o por alguna condición vinculada, de una experiencia de vida relevante. Pero la experiencia que narré es, ciertamente, sentida, ajena. Es mi padre y su sombra sobre mí; sombra protectora, claro, pero, como toda sombra, también oscura. Por lo demás, en mi infancia yo no distinguía películas buenas de películas malas; tampoco me parecía que las películas pudieran tener algún efecto duradero, más allá del momento de la exposición, del entretenimiento. Esto fue así hasta 1977, cuando mi padre me llevó a ver La guerra de las galaxias. Es todavía la primera entrega de la vieja, clásica (para mí la única válida) trilogía de George Lucas. En ella aparece, inolvidablemente contrastada con el blanco circundante (ese blanco que de adulto me remite a Melville y a la blancura de la pesadilla de Arthur Gordon Pym) la terrible negrura de Dark Vader. Aún no sabemos, por supuesto, que él es el padre de Luke. Todos somos Luke todavía. Todos los niños (yo tenía ocho años) somos Luke Skywalker, ese caminante de los cielos. Todos tenemos un robot Arturito de amigo. A todos nos gusta Leia, la princesa, y como buenos niños, el gusto es profundamente incestuoso. La guerra de las galaxias (la primera, el extrañamente numerado episodio IV), es la primera película que me gustó, que personalmente me gustó, que individualmente me gustó, y que pensé, y que disfruté, y esperé, y pensé y repensé durante mucho tiempo, desde entonces. De grande me topé con las lecturas en clave de mito de Joseph Campbell, con la maravillosa digitalización en pantalla grande, con las torpes precuelas que no lograron disolver la estatura de la original. Y cada reedición, cada recuerdo, cada lectura, cada mutación, remitieron a aquella primera situación grabada en mi experiencia: la de estar sentado en aquella butaca, sentirme a bordo de esas naves, combatir con un sable láser, es una primera transmutación. Estoy allí y llega esa escena... Campbell la refiere como una reedición del mito de Jonás y la ballena, como el descenso al interior del monstruo, a la cloaca devoradora de lo inconsciente. Luke, Han y Chewbacca intentando escapar de la nave enemiga, caen en un compartimento parcialmente inundado, hediondo y lleno de desechos metálicos, cuyas paredes comienzan de pronto a estrecharse. Es, comprobamos, un inmenso compactador de basura. Han caído (Campbell tiene razón) al fondo del aparato digestivo del monstruo-máquina, y no sólo los ha devorado: está a punto de digerirlos, aplastándolos. Leí en Poe esta misma escena, hacia el final de El pozo y el péndulo, muchos años después. Pero la original, para mí, es la de Lucas. Tiene algo que me parece genial: la cloaca no luce como tal. No es viscosa, no parece tener elementos orgánicos en descomposición. Es metálica. Es líquida y metálica. Y los héroes están disfrazados de soldados enemigos, también metálicos. Ignacito en la platea mira la pantalla y se zambulle en ella. Y queda atrapado allí. Y las paredes empiezan a cerrarse. La máquina es inconsciente y está más allá de la voluntad, no es amiga ni enemiga, es como la ballena, es como el universo. Simplemente nos devorará.

Todos recordarán que Arturito nos salva. Hackea (avant la lettre) el sistema, frena la compactadora y los libera. Chewbacca grita y Han interpreta ese límite de lo animal como un lenguaje, y todos festejan. El mito funciona: en la mayor oscuridad brilla la luz. La desesperación alberga la esperanza. La muerte no prevalece. Una vez más.

Lo demás, todo lo demás, se monta sobre estas imágenes.

Actualmente se puede ver El mal recibido, de Ignacio Apolo, jueves a las 21, en Machado Teatro, Antonio Machado 617. Entrada: $ 50.


Star Wars: Episode IV - A New Hope, escrita y dirigida por George Lucas, fue conocida durante su estreno en 1977 como Star Wars en su idioma original y como La guerra de las galaxias en Argentina. Fue la primera de la serie Star Wars y la cuarta en términos de cronología interna: dos filmes siguientes continuarían la trama original (El imperio contraataca y El retorno del Jedi), mientras que la segunda trilogía (La amenaza fantasma, El ataque de los clones y La venganza de los Sith), estrenada a partir de 1999, describiría los eventos previos a La guerra de las galaxias, girando en torno de cómo Darth Vader llegó a ser quien fue.

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