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› Por Mariana Enriquez
Contra todo molde clásico, Conor Oberst se está convirtiendo en un ejemplar único de cantautor 2.0: sello propio, banda y alter ego solista
Conor Oberst tiene 24 años, graba desde los trece, tiene siete discos editados oficialmente y casi diez entre grabaciones caseras y grupos paralelos. Nació en Nebraska, allí fundó su propio sello –Saddle Creek Records– y plantó la base de operaciones de Bright Eyes, nombre de su proyecto solista. Y ahora está enfrentando lo que en la jerga periodística se llama backlash, es decir, efecto rebote. Cuando en 2002 editó su cuarto disco, el ambicioso Lifted. The Story is in the Soil, Keep Your Ear To The Ground, el grito unánime fue que se trataba del “nuevo Dylan”, sanbenito que resultó una verdadera carga. Porque no lo es. No puede serlo. Es hijo del indie rock de la primera mitad de los ‘90, entre depresivo e ingenuo, y sus letras confesionales parecen arrancadas de un diario íntimo, sin mayor cuidado estilístico. Entiende a la perfección el country, pero lidera una banda punk (Desaparecidos) y canta de forma muy dramática, parecido a Robert Smith de The Cure. Los críticos se decepcionan porque Oberst no responde a los moldes clásicos de un cantante-compositor, pero no comprenden que en 2006 un cantante-compositor es como Oberst, porque pasaron 40 años desde Bringing It All Back Home y, como decía Dylan, los tiempos están cambiando.
Este año, Oberst editó tres discos. Dos fueron lanzados el mismo día: I’m Wide Awake It’s Morning y Digital Ash In A Digital Urn. El primero es un disco de country acústico; Emmylou Harris lo acompaña en temas como “We Are Nowhere and It’s Now” y tiene dos grandes y tristes canciones de amor, “Lua” y “Poison Oak”. El segundo es un experimento indie con melodías sobre bases electrónicas, y no funciona, salvo en canciones hermosas como “Theme for Piñata”. ¿Un desperdicio? A lo mejor, poco importa. En la era del i-pod y el MP3, cuando un disco se puede hacer en casa con un cd-r, es más bien anacrónico quejarse de los músicos prolíficos –ya nadie, ni músicos ni escuchas, parecen estar buscando el disco perfecto–. Lo nuevísimo de Bright Eyes, lanzado hace días, se llama Motion Sickness y es en vivo. Sobre el escenario, Oberst no es errático en absoluto, y tiene una gran banda: el grueso de las canciones son de Lifted... (incluye la excelente canción country de amor-odio “Make War”) y de I’m Wide Awake..., pero hay perlas nuevas como “When The President Talks To God”, una canción de protesta a la antigua, pero con un espíritu completamente contemporáneo.
Bright Eyes, I’m Wide Awake It’s Morning, Digital Ash in a Digital Urn y Motion Sickness (importados).
Tres discos en un año, y los tres extraordinarios, prueban –si todavía hacía falta– por qué Ryan Adams es el mejor compositor del momento.
A principios de 2005, Ryan Adams anunció que editaría tres discos en el año. Cold Roses, el primero de la saga –doble, además, y en compañía de su nueva banda, The Cardinals– resultó una verdadera maravilla, a la altura de trabajos anteriores como Heartbreaker y Gold (también doble). Por incontinente, Ryan Adams recibe críticas: por qué no selecciona canciones y edita discos más “redondos”, es imposible seguirle el rastro, etc. La hiperproductividad, cierto, lo lleva a terrenos donde su enorme talento no brilla –el garagero Rock’n’Roll o el indie Love is Hell–, pero cuando da en la tecla es casi insuperable. Por eso fue proclamado el nuevo Dylan, aunque siempre estuvo más cerca de Neil Young, Gram Parsons o Springsteen. En realidad, es un representante fiel del country alternativo de los ‘90 y la escena No Depression, mitad country mitad punk, una de las canteras más importantes de talentos de la pasada década (de allí salió también Wilco). No hace falta compararlo con los popes: tiene su propia historia.
La saga de Adams ‘05 acaba de completarse con los lanzamientos de Jacksonville City Nights y 29. El primero es un disco clásico de country, muy años ‘70 y con bastante euforia: empieza con la habitual nostalgia de chicas perdidas y borracheras con “A Kiss Before I Go”, y enseguida le sale un clásico, “The End”, homenaje agridulce a infancia triste y pueblo natal (Jacksonville), con estribillo glorioso y voz quebrada. Sigue una de esas canciones de amor perdido que sólo él sabe hacer: “Hard Way To Fall”, de desvergonzada melancolía, y un tema muy bueno con Norah Jones (“Dear John”).
El recién editado 29 es una criatura diferente. Salvo la apertura muy stone (“29”), es introspección pura, y ninguna de las canciones está firmada por The Cardinals. Hay temas etéreos lejanos al country como “Blue Sky Blues” (En esta casa nadie duerme por días/ Es como trabajar en el costado de una montaña, tratando de no resbalar”) y hasta se atreve a aires flamencos en “The Sadness” y consigue hiperdramatismo y una gran canción. Ryan Adams está en un pico creativo. Y hasta sus altibajos son fascinantes, porque se trata de acompañar el derrotero del compositor más importante del momento.
Dos maneras de conocer a Iron & Wine, el alias artístico de Sam Beam,
un talento del Sur norteamericano en jardinerito.
Iron & Wine es el nombre que usa Sam Beam, un peculiar compositor nacido en Florida, hombre de enorme barba pelirroja y ojos azules, que usa enteritos de jean y parece más un mecánico sureño que un alma sensible. Durante años, grabó discos de lo que podría llamarse lo-fi en casa, hasta que envió sus grabaciones al sello Sub-Pop, que decidió editarlas como estaban; así tuvo su primer disco, The Creek Drank The Craddle, en 2002. Y desde entonces no paró de editar. Al debut le siguió un disco ya alejado del lo-fi pero con la sensibilidad folk y melódica intacta: Our Endless Numbered Days. Y el año pasado, en plan hiperproductivo, Iron & Wine editó dos EPs. El más importante fue In The Reins, un disco en colaboración con Calexico, colectivo de músicos de Tucson, Arizona, que abrevan en todo, desde las bandas sonoras para el spaghetti western de Ennio Morricone hasta el fado portugués, la música surf y el country. Son famosos por su eclecticismo, y por usar instrumentos poco convencionales como cellos, marimbas y vibráfonos. La reunión con Beam, un compositor influenciado por Nick Drake, de voz y melodías etéreas, sin pretensión experimental, rockera o punk alguna, parecía a primera vista un engendro. Pero el resultado es impecable, y hermoso. La apertura, “He Lays in the Reins” tiene el susurro típico de Sam Bean, pero el color que le da Calexico parece arrancarlo de la calma sureña para arrojarlo, vía pedales y samplers en castellano, a un mundo de desiertos y fronteras. “Prison on Route 41”, el segundo tema, es country llevado a la excelencia sobre un hombre salvado de la cárcel por amor,pero lejísimos del espíritu oscuro de Johnny Cash. Cuando Calexico arregla con vientos y piano “A History of Lovers”, una canción pop con final filorockero, Beam llega a alturas que, seguro, él solo jamás hubiera alcanzado. Y sin embargo no resigna sus viñetas melancólicas, como en “Sixteen, Maybe Less”, el típico recuerdo-miniatura hecho canción que es firma de Iron & Wine.
Woman King, el otro E. P., es ideal para introducirse en el Iron & Wine crudo. Lo que hace Sam Beam es sencillo en forma –acústico, coros femeninos mínimos, voz pequeña, algún detalle eléctrico o un banjo– pero exquisito: “Jezebel” es el ejemplo de canción Iron & Wine, algo que parece llegar con el viento, como una caricia lejana.
Iron & Wine y Calexico, In The Reins;
Iron & Wine, Woman King (importados).
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