MIRá
Inaugurada por el gobierno militar de Jorge Rafael Videla el 23 de abril de 1979, la Cárcel de Caseros se presentó como la “niña mimada” del sistema penal argentino. Con 85 mil metros cuadrados cubiertos, dos torres de 22 pisos, dos subsuelos, mármoles, ventanas con vista al río y detalles de inédito lujo, se elevaba en plena ciudad como macabro “hotel cinco estrellas” que pronto revelaría sus facetas más siniestras.
Caseros, en la cárcel, de Julio Raffo, descubre parte de esta historia. También abogado y escritor, Raffo rodó contra reloj: en el 2001 reunió a 19 ex detenidos que 20 años después volvieron al penal para reconstruir su historia cuando ya comenzaba el proceso de demolición.
Algo de ese dramatismo se ve en el film. Sus protagonistas –la mayoría militantes de Montoneros y ERP-PRT, y todos detenidos antes del golpe del ’76– fueron recluidos en dos pisos especiales, aislados de los presos comunes y condenados al más absoluto silencio en ínfimas celdas de 2 x 1,3 metros. Un “modelo” de institución (construido a imagen y semejanza de la cárcel de Alcatraz, cerrada 14 años atrás por inhumana) que funcionó como “campo de concentración legal” para doblegar a aquellos presos políticos que, por su visibilidad legal, la dictadura no podía hacer desaparecer.
Ahora, ellos son los que recorren celdas, pasillos, patios de recreo, locutorio, enfermería. Y escenifican ardides, evocan anécdotas, se burlan, vacilan y sufren ante la cámara: la tuberculosis, el mate pasado celda a celda, las requisas, el amanecer robado a una ventana, las charlas por el inodoro, la “absoluta soledad en la proximidad”, los castigos a base de cumbia y marchita militar, la visita de las madres, el recreo de ir a misa, el avistaje de bikinis en terrazas, la resistencia y la solidaridad sostenidas pese a todo, el sadismo y la perversa persecución que condujo a dos de ellos al suicidio.
Un documental magnético que revela el secreto más oscuro de esa inmensa mole urbana que pronto será destruida.
Caseros, en la cárcel se estrena el jueves próximo en cines comerciales (Hoyts Abasto, Gaumont y Arteplex Belgrano).
Cuando en el Festival de Mar del Plata del año pasado se anunció una película del director responsable de la secuencia de animación de Kill Bill, nadie se esperaba algo como El sabor del té. Pero incluso quienes conocían a Katsuhito Ishii, no sólo por esa secuencia cuya coartada dibujada le permitía exacerbar la violencia hasta pedir una película propia, estaban preparados para la contemplativa historia de la familia Haruno. Antes de El sabor del té, Ishii había dirigido dos películas de culto, una de ellas un policial tan proto-Tarantinesco (Sharksjin Man and Peach Hip Girl, de 1999), que el propio Tarantino se hizo amigo suyo después de verlo. Pero Ishii explicó que, gracias a que su parte en Kill Bill y su largometraje se realizaron al mismo tiempo, toda su violencia fue a la película de Tarantino y así quedó afuera de esa maravilla que es El sabor del té. En sus dos horas y veinte minutos, Ishii cuenta las pequeñas historias de cada uno de los integrantes de la familia Haruno: la madre, una animadora que intenta volver al trabajo; el padre, un hipnotizador profesional; el hijo, un tímido manojo de hormonas adolescentes; la hija, una pequeña que se imagina vigilada por una versión gigante de sí misma; el tío, ingeniero de grabación sin trabajo y, por último, el abuelo, que según Ishii fue modelado a imagen y semejanza de cómo le gustaría ser cuando llegase a la vejez. Acompañando a sus queribles personajes, protagonistas de escenas que por ser cotidianas no son menos bizarras, y que transcurren en un bucólico suburbio campestre al norte de Tokio, Ishii le da forma a una película que homenajea a su manera al maestro del cine japonés, Yasujiro Ozu.
El sabor del té se estrena el jueves próximo en unas pocas salas, en copia en DVD.
Hijo de un coronel de la revolución mexicana y de una mujer de origen kikapú (una tribu aborigen norteamericana), Emilio Fernández Romo, alias “Indio” (1904-1986), era apenas un adolescente cuando se unió al levantamiento de Adolfo de la Huerta contra el gobierno de Alvaro Obregón. Su militancia le valió una condena a veinte años de prisión, pero escapó a los tres y permaneció los siguientes siete en el exilio en los Estados Unidos, donde llegó a trabajar para Hollywood como doble de riesgo y forjó parte de su inagotable leyenda, según la cual conoció a Al Capone y a Valentino, y fue novio de Greta Garbo. Lo que sí se sabe de él, el más prolífico de los cineastas mexicanos de los ’40, es lo que ha quedado marcado a fuego en sus películas, obras de exaltación nacionalista e indigenista. El mismo declaró haber descubierto, a través de dos films de Eisenstein, El acorazado Potemkin y ¡Que viva México!, el potencial del cine para expresar “la inquietante dualidad de (su país): un pueblo de máscaras y de total transparencia”. Muchos de sus títulos tienen algo de culebrón; filmó con sentimentalismo y fuerza melodramática las tragedias de la clase humilde, sus amores contrariados, el cabaret y la prostitución como un estigma; y consagró su cámara a las figuras de Dolores del Río y de María Félix como protagonistas. El ciclo que empieza esta semana abarcará su producción entre 1943 y 1950, incluyendo algunos de sus títulos más populares, tales como María Candelaria, Enamorada, La perla (basada en un relato de John Steinbeck) y Salón México. Para el Indio fueron valorados por ser “fragmentos de la vida mexicana”, pero el escritor Carlos Monsiváis –que participó hace dos años en los homenajes por el centenario de su nacimiento– vio algo más en sus películas: una obsesión por la que todo se tiñe de epopeya, y una “fe en el cine como revelación de un pueblo”.
Del 4 al 12 de mayo, en la Sala Lugones (Av. Corrientes 1530)
Buenos Aires - Nueva York en Chevrolet: ese recorrido y a bordo de esa machina hicieron los hermanos Adán y Andrés Stoessel en 1928 con su cámara encima para registrarlo (casi) todo. Los acompañaban los mecánicos Ernesto Tontini y Carlos Díaz, pero el único testimonio “vivo” que se conserva de esta travesía épica de dos años de duración es el material en 35 mm de la filmación que, depositado en la Fundación Cinemateca Argentina por una descendiente de la familia Stoessel, fue restaurado mediante un acuerdo con la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. El viaje –y la primera road movie latinoamericana, según se la promociona– comenzó el 15 de abril del ’28 en la localidad bonaerense de Arroyo Corto, y entre las imágenes capturadas por el camino hay unas de especial valor histórico: las de la antigua Managua, destruida por uno de esos terremotos que han sacudido a la capital nicaragüense varias veces, apenas dos años después del paso de los Stoessel. La película funciona como documental, pero también como film de aventuras (se ve al flamante Chevy cruzando un río torrentoso, empujado por laderas y atravesando tormentas, de las de la naturaleza y de las políticas). Es más: parte del registro fílmico del viaje –que era enviado cada tanto a Buenos Aires para su revelado en los laboratorios del pionero Federico Valle– se perdió irremediablemente cuando los Stoessel fueron asaltados en México por una banda que se llevó la cámara, pero no el auto. Además de la película restaurada, que se estrenó en el último Festival de Mar del Plata y se exhibe esta semana en una única función en la Lugones, el viaje de los Stoessel dio lugar a un libro publicado en 1930 con el título 32.000 kilómetros de aventuras.
Miércoles 3 de mayo, a las 19.30, en la Sala Leopoldo Lugones (Av. Corrientes 1530), con acompañamiento musical en vivo a cargo de Axel Kryeger. Entrada gratuita.
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