VALE DECIR
Ni el teatro Bolshoi, ni la catedral de San Basilio, ni el Kremlin, ni el Mausoleo de Lenin, ni el parque Gorki, qué va, ni los viejos cuarteles del Komitet Gosudarstvennoy Bezopasnosti (léase, KGB). Cuando el fotógrafo israelí Tomer Ifrah (1981) llegó a Moscú, lo que verdaderamente atrapó su atención fue el subte. O, en honor a la exactitud, las 195 estaciones distribuidas en 12 líneas, con diez mil vagones yendo y viniendo, amén de trasladar a la nada despreciable cifra de nueve millones de pasajeros. Cada santo día y desde que fuera inaugurado, en el ’35. Entonces, aunque más económico y veloz que otros medios de transporte moscovitas, el metro roba suspiros con sus símbolos soviéticos, el constructivismo ruso, capítulos de su historia representada en cada parada... Y opulencia palaciega en ejemplares dignos de museo. Ya sea la estación Kropotkinskaya, con sus paredes y columnas de mármol; la Novokuznetskaya con sus mosaicos de la Catedral de Cristo Salvador; la Komsomolskaya y su techo estilo barroco, los moldes florales...
“Los aspectos visuales del subte de Moscú son sencillamente impresionantes; la luz, el estilo de las personas, los símbolos distribuidos por doquier”, destaca el muchacho Tomer, que pasó tres meses –repartidos en distintos viajes entre 2012 y 2014– documentando la insospechada maravilla. Maravilla que se completa con su gente. Que, a cantar del fotógrafo, se muestra gentil pero introvertida. Desde veteranos del Ejército Rojo hasta chicas jóvenes con abrigos de piel, todo lo ha registrado Ifrah. Con la expuesta intención de “mostrar una pequeña ventana a una realidad diferente, que busca dar nueva perspectiva a la cotidianidad de la ciudad”.
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