VALE DECIR
“¿Debemos ser más cautelosos respecto al papel que la tecnología tiene en la vida de los niños? ¿Está justificada la tecno-paranoia? Sin importar qué adminículos poseemos, ¿nuestros problemas siguen siendo humanos?” Con tamaños interrogantes entre ceja y ceja, la fotógrafa australiana Donna Stevens –que actualmente reside en Brooklyn, Nueva York– armó serie y, bajo el nada innovador título Idiot Box (“Caja Boba”), capturó los rostros en trance de purretes viendo tevé. El resultado –perturbador, inquietante– presenta una seguidilla de caras vacantes, inexpresivas, hipnotizadas que, como advierte el sitio Dangerous Minds, “son producidas por el efecto relajante del tubo de rayos catódicos, amén de su poderosa capacidad de inducir un estado de quiescencia en el más rebelde de los jovencitos”. Algo que agradecen los padres estadounidenses, según estadísticas que marcan un consumo infantil de más de 24 horas semanales. Y que, desde que la tierra es tierra (o la tevé es tevé), ha sido cuestionado por sus consecuencias de codependencia, empobrecimiento, adicción. “El televisor es sólo uno de los espejos negros que intervienen en nuestra realidad cotidiana; yo sólo intento explorar el lado oscuro de nuestro amor por la tecnología”, amplía flancos una artista que, aún sin dar respuestas, las induce. En otras palabras: ¡larga vida a la tecno-paranoia!
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