VALE DECIR
“La frase leña al mono, que es de goma puede cambiar su connotación de la misma manera que es posible que también cambiemos, en breve, nuestra moralidad acerca de los que gozan con estos placeres que hoy nos aparecen aberrantes”, sentenciaba El País tiempillo atrás sobre la creciente obsesión por cierto –controvertido– juguete sexual: el sex doll hiperrealista, customizado para satisfacer predilecciones, ejercitar posturas, simular compañía. Humanoides –articulados, con caras intercambiables, cubierta de silicona, pelo real y detalles pudendos que harían sonrojar a don Geppetto– que despiertan suspiros y expresiones de desaprobación en igual medida; y que han despertado además la intriga del fotógrafo estadounidense Robert Benson, más interesado por desentrañar cómo se fabrican los muñequitos fetichistas que por editorializar su consumo ascendente. De allí que, para saciar tamaña curiosidad, el artista decidiera capturar el interior de una fábrica de la marca Real Doll, en California, donde “escultores” profesionales, Frankensteins de la industria erótica, dedican a razón de 80 horas para completar un ejemplar, creando entre 300 y 400 detallistas unidades por año. Unidades que luego ansiosos compradores abonan alrededor de 7000 dólares, desconociendo el laborioso proceso que Benson retrata, parte por parte, desde la formación de las uñas hasta la elección de los pezones, mostrando el inquietante lado B de maniquíes sexuales.
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