VALE DECIR
“El humilde pueblo agrícola Oamaru, en Nueva Zelanda, solía ser conocido por su población de pingüinos azules y por tener la arquitectura victoriana mejor conservada del país”, recuerda el medio británico The Guardian; pasando nota, claro, acerca de lo que destaca al sitio hoy día: haberse convertido en la –inesperada– capital del steampunk. Así, entre las montañas Kakanui y el océano Pacífico, Oamaru reverdece gracias al torrente de entusiastas retrofuturistas que se acercan a curiosear sus calles, sus parques públicos, su arte callejero, galerías temáticas y personajes. Personajes como Iain Clark, autobautizado Agent Darling, un nativo que se vanagloria de haber instalado el germen del movimiento en 2010, a pesar de las reticencias iniciales.
“Algunas personas no pueden soportarlo, pero la mayoría han entendido la importancia del steampunk, que ha permitido salir de la sombra a muchas personas tímidas con intereses poco usuales”, esgrime el señor de estética acorde e intereses afines, que seis años atrás lograse que la empresa Weta Workshop –encargada de los efectos especiales de films como El Señor de los Anillos– donase parafernalia anacrónica para lookear la ciudad. De cara a lo cual, “agricultoras marcharon al hogar y comenzaron a juguetear con objetos que tenían, creando sus propias máquinas steampunk”.
Por lo demás, el pueblo que encarna a este subgénero sci-fi –inspirado, en buena parte, por las fantasías retrofuturistas de clásicos de Julio Verne y H.G Wells; que mira el futuro desde el siglo XIX con maquinolas y tecnología disponible en aquel entonces– ya tiene placa que certifica sus imaginativos esfuerzos. La de los Récord Guinness, como no podía ser de otro modo, que atestiguan que durante el 2016 allí se ha dado la reunión más grande de damas y señores steampunk del globo. En fin, el que quiere celeste... que reinvente un globo aerostático circa 1800.
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