VALE DECIR
Facial vampiro, oxígeno intracelular, mascarillas de veneno de abeja, bótox, láseres, facial geisha a base de excremento, peelings, lifting quirúrgico, relleno con ácido hialurónico, son algunas de las —no tan bondadosas— bondades que ofrece hoy día el mercado de belleza a batallones de féminas de piel plástica —resplandeciente— que buscan/padecen el imperativo de eterna juventud. Así y todo, mucho han de envidiarle las coquetas de décadas pasadas a las del presente si se repasan algunos de los mortificantes tratamientos de belleza para los que predisponían el cuerpito a comienzos y mediados del siglo XX. Al menos, tal como lo demuestra una reciente nota del periódico británico Daily Mail titulada inequívocamente “¡Y vos creías que tu régimen era difícil!” —posiblemente inspirada en un artículo de Adrienne Crezo, de The Atlantic— y multiplicada por la blogosfera.
Brutales fabricantes de hoyuelos y permanentes de terror son algunas de las opciones vintage que, en seguidilla, no hacen sino poner los pelos de punta y disparar preguntas como “¿Por qué?” o “¿Para qué tanto dolor?”. Como la Max Factor, máscara con cubos de hielo adheridos que iban al freezer antes de hacer puerto en el rostro de populares estrellitas hollywoodenses del ’40. O la máquina de succión de los años ’30 que, con la promesa de una piel tersa y sin manchas, adhería sus boquillas de vidrio y sus tubos de goma y los conectaba a una aspiradora que metía presión.
Ni qué hablar de la banda para el cuello y la banda para los pies que, unidas por un resorte de metal, emulaban los logros de una máquina de remo. O del —ya mencionado— hacedor de hoyuelos para el rostro, un artilugio creado en 1936 que se colocaba en la mandíbula con dos botones que presionaban las mejillas a la hora de dormir. O el Glamour Bonnet, un sombrerete donde la señorita metía la cabeza, bajaba la presión atmosférica y, voilà, pituca tez sonrosada.
En fin, tratamientos que harían temblar a los más recalcitrantes doctores Mühlberger y sus Cathy Fulop, mejor preparados para los actuales —y mejor disfrazados— dolores que brinda la ciencia moderna. Y sí, el que quiera celeste... bien podría redireccionar los pesos a una buena terapia.
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