Dom 29.02.2004
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PáGINA 3

Por qué el hombre metrosexual es un fraude

› Por Claudio Zeiger

Cuenta la leyenda: cansado de tener que mantener todo el día los bíceps en tensión, de eructar, escupir, maltratar a la esposa, regar con gotitas de orina el inodoro, prender cigarrillos después de eyacular con notable precocidad, rascarse los sobacos, destapar cervezas con los dientes y gritarle barbaridades al referí, el hombre sintió el llamado de sus ancestros y se retiró al bosque a meditar. Se reunió con otros hombres alrededor de una fogata, tocó la pandereta, se golpeó el pecho e hizo sonar los tambores, leyó Hombre de hierro de Robert Bly y –entre nosotros– El varón sagrado de Juan Carlos Kreimer. Se abrazó a los demás hombres como si fueran osos conmovidos y lloraron todos juntos; luego, al amanecer, mearon en círculo la fogata aún tibia, obviamente la apagaron y volvieron a la ciudad convencidos de que se habían convertido en los hombres de la “nueva masculinidad”.
¡Ah! Nuestros años felices. Eran los primeros noventa. Cualquiera podía ser un hombre nuevo. El rústico y el elegante. Habrá sido por reacción a décadas de tiranía feminista o por reacción a años de yuppismo con su exigencia de rendimiento maquínico, lo cierto es que apareció esa tendencia que venía a revisar el machismo irredento. Era fácil: bastaba con lloriquear un poco, pedirle disculpas a una dama después de quedarse dormido en la cama o hacer un taller de reflexión sobre la masculinidad, o un retiro en el campo donde se llevaban a cabo esos ritos de tamboriles y fogatas. Mientras se conectaba con su ser primitivo, el hombre asumía sus límites, admitía que se sentía presionado para ser un macho proveedor, y confundiendo los términos, creía reconocer su lado femenino porque ahora también era sensible. Pero la mala noticia la dio la siempre sensata Elizabeth Badinter en su libro XY La identidad masculina, advirtiendo la categoría vacía que es eso –la identidad masculina– que la nueva masculinidad quería venir a rellenar de sentido. Lo siento, señores, dijo Badinter, pero debo recordarles que –freudiana y culturalmente hablando– masculino sigue siendo lo que no es mujer, ni bebé ni homosexual. Lo que queda. Restos. Lloren si quieren, o sigan tragándose las lágrimas, muchachos. No tiene remedio.
Una década y pico después de aquella nueva masculinidad que se fue evaporando sin pena ni gloria, ya hay quien la reemplace: hoy son los metrosexuales. Para no abundar, se pueden reproducir dos o tres definiciones de las que circulan por Internet y poner algunos ejemplos glamorosos. Metrosexual es:
l Un hombre moderno que no tiene reparos en manifestar su lado femenino.
l Un hombre heterosexual del que todo el mundo piensa que es gay porque hace cosas que evidencian su lado femenino.
l Un hombre sensible y bien educado, atento al cuidado personal y con suficiente plata como para arreglar muy bien la su ya de por sí portentosa osamenta.
Los iconos por excelencia son David Beckham, Johnny Depp, Brad Pitt o George Clooney, lo cual debería desalentarnos a todos. “Metrosexual” se ha convertido en un término divulgado en todas partes (es más fácil de decir, menos difuso que “nueva masculinidad”) y está fuertemente asociado al consumo y la publicidad. Se niega el hecho de que “metrosexual” haga referencia directa al fucking sexo, pero la palabra tiene claras resonancias de potencia, fuerza y hasta medida. Podríamos liquidar todo el asunto diciendo que es puro consumo, pura trampa, pero creo que vale la pena discutir el tema como valía la pena discutir la nueva masculinidad.
Retengamos básicamente que el hombre metrosexual viene a ser un tipo sensible que asume su lado femenino haciéndose las uñas, usando perfumes caros, siendo medianamente educado y sobriamente culto, usando ropa que combine, haciendo las compras con placer, cambiando los pañales al bebé.
Digámoslo claramente: ser un varón –heterosexual u homosexual– es otra cosa. Otra cosa muy distinta y mucho más compleja. Y ser mujer, dicho sea de paso, también es otra cosa más compleja. Primer estereotipo: la homosexualidad es una cuestión de proporción o cupo femenino en el cuerpo del varón. Un hombre que llora o se emociona es puto o mariquita y, a la inversa, no hay gays insensibles o duros de acostar. Segundo estereotipo: la feminidad es hacer las compras, ir a la peluquería, ser sensible y, básicamente, reventar la tarjeta del marido millonario. El cruce de estos dos estereotipos viene a producir el metrosexual, esta nueva pelea del macho por supervivir reinventándose, otro round después de la nueva masculinidad, con la diferencia de que el paso del tiempo nos va volviendo cada vez más astutos y cínicos. Antes, cualquier pobre tipo podía ser, con tesón y pandereta, un hombre nuevo. Ahora no. Ya no.
Aclaremos por si hace falta: la culpa no la tienen Beckham o Depp o Pitt. Ellos han sido cosificados, congelados. Tendrán vida real en sus respectivas intimidades o en los círculos donde se mueven, sudan y –ya que hablamos de masculinidad– eyaculan. Pero en términos masivos son fríos hologramas. No es que ellos no existan sino que no hay hombres reales que sean como ellos.
Hay algo que ha perdido el metrosexual y que sí conservaba todavía el hombre de la nueva masculinidad: un cierto aire de huérfano desarraigado que pide a gritos protección. Era lo que el escritor Harold Brodkey (cuando, enfermo terminal de sida, indaga sobre su propia masculinidad en el autobiográfico testimonio Esa salvaje oscuridad) llama “el mito de la irresistibilidad”: “Durante un tiempo actores como Paul Newman, Marlon Brando y William Holden encarnaron la figura en términos de estafadores y forasteros bien plantados que pasaban por la ciudad, siempre mal vestidos y objeto de humillación, en varios papeles para Hollywood; bellos huérfanos derrotados y rechazados, dependientes de viejas estrellas de cine o de Anna Magnani como tendera rica de una ciudad pequeña o de la hondura femenina de Kim Novak; por definición, esos huérfanos sexies, sin un céntimo, con algo de Cristo, esos portadores y proveedores de falo carecían de poder en el mundo”. Sí: como Brad Pitt en varios de sus papeles, especialmente en Thelma y Louise pero nunca como Pitt erigido en inmaculado e intocable estereotipo metrosexual. El metrosexual vino a reemplazar el mito de la irresistibilidad por el de la lejanía cínica: “Míralo, míralo hasta que te canses, si pudieras acercarte verías que una lágrima furtiva se escurre por la mejilla de ese hombre sensible e inalcanzable para ti, chica gorda”.
Ayer, nueva masculinidad, hoy metrosexuales. Nada más que una década atrás quedaba la ilusión de que un hombre voluntarioso podía llegar a construirse como una bella persona. El varón abriría la puerta y gritaría: “Hola, querida, soy hermoso porque así me hice a mí mismo”. El metrosexual se construye con un espejo y mucha mucha plata. Ya no más bellezas proletarias, flores de basurero, pícaros sin un peso pero irresistibles. El metrosexual combinará la fría genética con el dinero. Así, la sensibilidad se vuelve un lujo y el lado femenino se torna una propina.
Queda el consuelo de que cualquier intento de construirse como metrosexual caerá invariablemente en el ridículo. Es un fenómeno de originales, no de copias. Piensen ejemplos de metrosexuales argentinos y compárenlos con los iconos antes citados. Verán los resultados.
Varón argentino: no compres metrosexual. Sé tú mismo. Macho o macho menos, pero real.

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