Dom 27.03.2005
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PáGINA 3

¿Dos totalitarismos?

Por Slavoj Zizek
Una nota más bien pequeña apareció en los diarios del 3 de febrero: como respuesta a la prohibición de exhibir esvásticas y otros símbolos nazis, un grupo de miembros conservadores del Parlamento Europeo, en su mayoría de países ex comunistas, exigió que lo mismo se aplicara a los símbolos comunistas: no sólo a la hoz y el martillo, sino también a la estrella roja. Esta propuesta no debería ser despachada a la ligera, ya que sugiere un cambio profundo en la identidad política de Europa.
Hasta ahora, el estalinismo no ha sido rechazado de la misma manera que el nazismo. Somos conscientes de sus aspectos monstruosos, pero todavía nos parece aceptable la nostalgia por la RDA: se puede hacer Goodbye Lenin!, pero Goodbye Hitler! es impensable. ¿Por qué? Otro ejemplo: en Alemania, se consiguen con facilidad CDs con canciones revolucionarias y partidarias de la vieja Alemania del Este. Pero es casi imposible encontrar una colección de canciones nazis. Incluso a este nivel anecdótico, la diferencia entre el universo nazi y el estalinista es clara, tan claro como cuando recordamos que en los juicios del estalinismo, el acusado tenía que confesar públicamente sus crímenes y dar cuentas de cómo llegó a cometerlos, mientras que los nazis nunca le exigirían a un judío que confesara su participación en un complot contra la nación alemana. La razón es clara. El estalinismo se concebía a sí mismo como parte de la tradición del Iluminismo, según la cual la verdad es accesible a todos los hombres y por lo tanto todos –sin importar cuán depravados sean– deben ser considerados responsables por sus crímenes. Pero para los nazis la culpa de los judíos formaba parte de su constitución biológica: no había necesidad de probar que eran culpables, dado que lo eran en virtud de ser judíos.
En el imaginario ideológico estalinista, la razón universal es objetivizada en la forma de leyes inexorables del progreso histórico, y todos somos sus sirvientes, incluido el líder. Tras pronunciar un discurso, un líder nazi se mantenía de pie y aceptaba silenciosamente el aplauso, pero bajo el estalinismo, cuando el aplauso obligatorio explotaba al final del discurso del líder, éste se ponía de pie y se sumaba al aplauso. En Ser o no ser, de Ernst Lubitsch, Hitler responde al saludo nazi levantado su mano y diciendo: “¡Heil a mí mismo!”. Esto es puro humor porque nunca podría haber ocurrido en la realidad, mientras que Stalin efectivamente se saludaba a sí mismo cuando se unía a los otros en el aplauso. Consideremos el hecho de que, en el cumpleaños de Stalin, los prisioneros le enviaban telegramas de felicitaciones desde los más oscuros gulags: no es posible imaginar a un solo judío en Auschwitz enviándole a Hitler semejante telegrama. Es una distinción de mal gusto, pero apoya el argumento de que bajo el estalinismo la ideología gobernante presuponía la existencia de un espacio en el cual el líder y sus sujetos podían encontrarse como siervos de una Razón Histórica. Bajo Stalin, todos eran, en teoría, iguales.
No encontramos en el nazismo ningún equivalente a los disidentes comunistas que arriesgaron sus vidas combatiendo aquello que percibían como la “deformación burocrática” del socialismo en la URSS y su imperio: no hubo nadie en la Alemania nazi que abogara por un “nazismo con rostro humano”. Aquí reside la falla (y la distorsión) de todos los intentos, tales como aquel del historiador conservador Ernst Nolte, de adoptar una posición neutral –por ejemplo, preguntar por qué no les aplicamos a los comunistas los mismos estándares que les aplicamos a los nazis–. ¿Si no se lo puede perdonar a Heidegger por su flirteo con el nazismo, por qué sí se los puede perdonar a Lukács y a Brecht y otros por su mucho más extenso compromiso con el estalinismo? Esta postura reduce al nazismo a una reacción ante, y una repetición de, prácticas encontradas previamente en el bolchevismo –el terror, los campos de concentración, la lucha a muerte contra los enemigos políticos–, de tal manera que el “pecado original” es aquél del comunismo.
Lo que cambia en el pasaje del comunismo al nazismo es una cuestión de forma, y en esto reside la mistificación ideológica nazi: la lucha política se naturaliza como conflicto racial, el antagonismo de clase inherente a la estructura social se reduce a la invasión de un cuerpo enemigo (judío) que perturba la armonía de la comunidad aria.
Es apropiado, entonces, reconocer la tragedia de la Revolución de Octubre, tanto su potencial emancipatorio único como la necesidad histórica de su final estalinista. Debemos tener la honestidad de admitir que las purgas estalinistas fueron en un sentido más “irracionales” que la violencia fascista: sus excesos son un signo inequívoco de que, en contraste con el fascismo, el estalinismo fue el caso de una auténtica revolución pervertida. Bajo el fascismo, incluso en la Alemania nazi, era posible sobrevivir, mantener la apariencia de una vida diaria “normal”, si uno no se involucraba en alguna actividad política opositora (y si, por supuesto, uno no era judío). Bajo el Stalin de los años ’30, en cambio, nadie estaba a salvo: cualquiera podía ser denunciado inesperadamente, arrestado y fusilado por traición. La irracionalidad del nazismo estaba condensada en el antisemitismo, la creencia en un complot judío, mientras que la irracionalidad del estalinismo invadía todo el cuerpo social. Por eso la policía de investigación nazi buscaba pruebas de oposición activa al régimen, mientras los investigadores estalinistas fabricaban alegremente evidencia e inventaban conjuras.
También debemos admitir que aún no tenemos una teoría satisfactoria sobre el estalinismo. En este sentido es un escándalo que la Escuela de Frankfurt no haya podido producir un análisis sistemático y exhaustivo del fenómeno. ¿Cómo pudo una escuela de pensamiento marxista que aseguraba focalizarse en los condicionamientos del fracaso del proyecto emancipatorio, abstenerse de analizar la pesadilla del “socialismo que existía actualmente”? ¿Y acaso su preocupación por el fascismo no fue admitir silenciosamente la imposibilidad de enfrentarse al trauma real?
Aquí es donde hay que hacer una elección. La actitud pura hacia los totalitarismos de izquierda y de derecha es que ambos son malos, basados en la intolerancia de las diferencias y el rechazo de los valores democráticos y humanitarios es un falso apriorismo. Es necesario elegir entre los bandos y proclamar que el fascismo es fundamentalmente peor que el comunismo. La alternativa, la noción de que es siquiera posible comparar racionalmente los dos totalitarismos, lleva a la conclusión –explícita o implícita– de que el fascismo fue el mal menor, una comprensible reacción a la amenaza comunista. Cuando, en septiembre de 2003, Silvio Berlusconi provocó una reacción violenta al observar que Mussolini, a diferencia de Hitler, Stalin o Saddam Hussein, nunca mató a nadie, el verdadero escándalo fue que, lejos de ser una expresión de la idiosincrasia de Berlusconi, su declaración fue parte de un proyecto en desarrollo de cambiar los términos de la identidad de la posguerra europea hasta entonces basada en una unidad antifascista. Este es el contexto apropiado para entender por qué los conservadores europeos piden la prohibición de los símbolos comunistas.

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