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“No creer en Dios no es excusa para ser virulentamente anti-religioso o ingenuamente pro-científico”, dice Dylan Evans, profesor de robótica en la Universidad de West England en Bristol. Evans ha escrito un artículo para el Guardian de Londres cuestionando el ateísmo anticuado y decimonónico de prominentes pensadores como Richard Dawkins y Jonathan Miller, proponiendo uno nuevo y moderno que “valora la religión, trata a la ciencia simplemente como un medio para un fin y encuentra el significado de la vida en el arte”.
De hecho, dice, la religión en sí misma debe ser entendida como “una especie de arte, que sólo un niño puede confundir con la realidad y que sólo un niño podría rechazar por ser falsa”. La posición de Evans se ubica cerca de la del filósofo de la ciencia Michael Ruse, cuyo nuevo libro La lucha de la creación-evolución, culpa del crecimiento del creacionismo en Estados Unidos –y a los crecientes y estridentes intentos de la derecha religiosa por sacar la teoría evolucionista de la currícula escolar y reemplazarla por el nuevo dogma del “diseño inteligente”– a los científicos que han tratado de competir con (e incluso suplantar) a la religión. Él mismo es un evolucionista, pero sin embargo, altamente crítico de modernos gigantes como Dawkins o Edward O. Wilson.
Atheism Lite, de Evans, que persigue negociar una tregua entre visiones del mundo religiosas y laicas, es fácil de demoler. Semejante tregua sólo tendría una oportunidad de funcionar si fuera recíproca: si las religiones del mundo se pusieran de acuerdo en valorar la posición atea y concederle su base ética, si respetaran los descubrimientos y logros de la ciencia moderna, aún cuando estos descubrimientos desafíen las santidades religiosas, y si se pusieran de acuerdo en que el mejor arte revela los múltiples sentidos de la vida, al menos tan claramente como los llamados textos “revelados”.
Semejante arreglo recíproco no existe, ni hay la más mínima chance de que pueda ser alcanzado.
Entre las verdades consideradas evidentes por los seguidores de todas las religiones se cuenta esa que iguala la falta de Dios a la amoralidad, y esa otra según la cual la ética requiere de algún árbitro último, una especie de absoluto sobrenatural, sin el cual el secularismo, el humanismo, el relativismo, el hedonismo, el liberalismo y todo tipo de impropiedades permisivas inevitablemente seducirán a los no creyentes a caer en actitudes inmorales.
Para todos aquellos de nosotros perfectamente preparados para caer en los vicios mencionados pero que aún así nos consideramos seres éticos, la falta de Dios igual a posición amoral es algo difícil de tragar.
El actual comportamiento de la religión organizada tampoco le aporta confianza a la actitud “dejar hacer / dejar pasar” de Evans y Ruse. En todas partes, la educación está acechada por ataques religiosos. En años recientes, los nacionalistas hindúes en India intentaron re-escribir los libros de historia nacionales para apoyar su ideología anti-musulmana, un esfuerzo sólo detenido por la victoria electoral de la coalición secular liderada por el partido del Congreso. Mientras tanto, las voces musulmanas del mundo afirman que la teoría evolucionista es incompatible con el Islam.
Y en Estados Unidos la batalla sobre la enseñanza de diseño inteligente en las escuelas está alcanzando su pico. El “diseño inteligente”, una teoría pensada para imponer la antigua idea de un Creador sobre la belleza de la creación, está tan basada en pseudociencia, tan llena de falsa lógica, tan fácil de atacar que hasta pide un poco de rudeza. Sus defensores argumentan, por ejemplo, que la complejidad y perfección de las estructuras moleculares-celulares es inexplicable mediante la evolución gradual.Ver a la religión como “una especie de arte”, como propone dulcemente Evans, es posible sólo cuando la religión está muerta o cuando, como la Iglesia de Inglaterra, se ha convertido en una serie de amables rituales.
La vieja religión griega sobrevive como mitología, la vieja religión noruega nos ha dejado los mitos, y sí, hoy podemos leerlos como literatura.
La Biblia también contiene gran literatura, pero las voces literales de la cristiandad son cada vez más estentóreas, y uno duda acerca de si podrían darle la bienvenida a la aproximación de libro de cuentos infantil que le da Evans.
Mientras tanto, la religión continúa atacando a sus propios artistas: las pinturas de plásticos hindúes son atacadas por turbas hindúes, los dramaturgos sikh son amenazados por la violencia sikh y los novelistas y cineastas musulmanes son amenazados por fanáticos islámicos con vigorosa ignorancia de cualquier parentesco. Si la religión fuera una cuestión privada, sería más sencillo respetar el derecho de sus creyentes a buscar su consuelo y alimento espiritual. Pero la religión de hoy es una gran cuestión pública, que usa eficiente organización política e información de avanzada para lograr sus fines. Las religiones juegan duro todo el tiempo, y esperan que a cambio se las trate con suavidad. Como Evans y Ruse deberían reconocer, los ateos como Dawkins, Miller y Wilson no son inmaduros ni culpables por atacar a religiosos de ese tipo. Están haciendo algo vital y necesario.
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