Domingo, 5 de febrero de 2006 | Hoy
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Por Margaret Atwood
Querida América:
Esta es una carta difícil de escribir, porque ya no estoy demasiado segura de quién eres; quizás alguno de los tuyos tenga el mismo problema.
Creía que te conocía; después de estos últimos 55 años casi somos de la familia. Eras los libros de comics de Mickey Mouse y del Pato Donald que yo leía a finales de los años ‘40. Eras los programas de la radio. Eras la música que yo cantaba y con la que bailaba: las hermanas Andrews, Ella Fitzgerald, los Platters, Elvis. Eras muy divertida.
Escribiste algunos de mis libros favoritos. Creaste a Huckleberry Finn y a Hawkeye, y a Beth y a Jo en Mujercitas, valientes, cada una a su manera. Más adelante, fuiste mi querido Thoreau, padre de la ecología, testimonio de la conciencia individual, y Walt Whitman, trovador de la gran república, y Emily Dickinson, guardiana del alma secreta. Eras Hammett y Chandler, héroes de las malas calles; más tarde incluso fuiste un trío extraordinario, Hemingway, Fitzgerald y Faulkner, que trazaron los laberintos oscuros de nuestros corazones. Eras Sinclair Lewis y Arthur Miller, quienes con su personal idealismo estadounidense denunciaron tus falsedades, porque ambos creían que podías hacerlo mejor.
Eras Marlon Brando en Nido de ratas, eras Humphrey Bogart en Cayo Largo, eras Lilian Gish en La noche del cazador. Te alzaste por la libertad, la honestidad y la justicia; protegiste a los inocentes. Yo creía en la mayoría de esas cosas. Creo que tú también. En aquel momento parecía auténtico.
Incluso cuando pusiste a Dios en el dinero, aun entonces. De acuerdo con tu forma de pensar, las cosas del César eran también las cosas de Dios; eso te daba confianza. Siempre quisiste ser una ciudad en la cima de la colina, un faro para todas las naciones, y durante un tiempo lo fuiste. Que vengan a mí los que estén cansados, los pobres, cantabas, y durante un tiempo fuiste sincera.
Me resulta difícil escribirte esta carta: no estoy segura de saber qué está pasando. En cualquier caso, tienes una enorme banda de cercenadores de tripas que no hacen otra cosa más que analizar todas tus venas y todos tus lóbulos. ¿Qué puedo decirte sobre ti misma que aún no sepas?
Quizá la razón de mis dudas sea la vergüenza, fruto de un oportuno pudor. Pero es más probable que sea por otra clase de vergüenza. Cuando mi abuela, que se educó en Nueva Inglaterra, oía algo desagradable, cambiaba de tema y se ponía a mirar por la ventana. Y yo tiendo a hacer lo mismo.
Pero me arriesgaré, porque tus asuntos ya no son solamente tus asuntos. Parafraseando al fantasma de Marley, que se dio cuenta demasiado tarde, la humanidad es asunto tuyo. Y viceversa: cuando el Sonriente Gigante Verde se tambalea, aplasta muchas plantas y animales menores.
No voy a exponer las razones por las que creo, a la vista de lo sucedido, que tus recientes aventuras en Irak han sido un error táctico garrafal. Cuando leas esto, Bagdad puede haber sido arrasada o no, y quizá otras muchas entrañas de cordero han sido examinadas. Hablemos, pues, no de lo que les estás haciendo a los demás, sino de lo que se están haciendo a ustedes mismos.
Estás destruyendo la Constitución. Tu casa puede ser asaltada sin permiso, sin previo aviso, te la pueden arrebatar y te pueden encarcelar sin motivo, pueden intervenir tu correo, registrar tus documentos personales. ¿Por qué no consideras eso como una fórmula para el negocio del robo a gran escala, la intimación política y el fraude? Ya sé que te han dicho que es por tu propia seguridad, para protegerte, pero piénsalo un minuto. En cualquier caso, ¿desde cuándo tienes tanto miedo? No solías asustarte con tanta facilidad.
Tienes un nivel de deuda altísimo. Sigue gastando a ese ritmo y pronto no podrás pagar ninguna de tus grandes aventuras militares. O eso, o te pasará como a la URSS: muchos tanques, pero sin aire acondicionado. Tu gente va a enfadarse mucho.
Se enfadarán aún más cuando no puedan ducharse, pues tu ciego rechazo a las medidas de protección medioambiental ha contaminado casi toda el agua y ha secado el resto. Para entonces, las cosas estarán realmente más calientes y más sucias.
Estás devastando la economía estadounidense. ¿Cuánto tardarás en responder a eso no produciendo nada por ti misma, para apoderarte de lo que producen otros a precios obtenidos por la diplomacia de las armas? ¿Se va a convertir el mundo, dentro y fuera de tus fronteras, en un puñado de reyes? ¿Midas megarricos y todos los demás en sus siervos? ¿Será el sistema de prisiones el sector de negocios más grande de Estados Unidos? Esperemos que no.
Si sigues bajando por esta pendiente resbaladiza, la gente del resto del mundo dejará de admirar las cosas buenas que tienes. Decidirán que tu ciudad sobre la colina es una pocilga y tu democracia una mentira, y entonces no podrás hacer negocios intentando imponer tu sucia imagen. Pensarán que has desertado del respeto por la ley. Pensarán que has ensuciado tu propio nido.
Los británicos tenían una leyenda sobre el rey Arturo. No estaba muerto, sino durmiendo en una cueva: cuando llegara la hora de mayor peligro para la nación, él volvería. Tú también tienes grandes figuras del pasado a las que puedes recurrir: hombres y mujeres valientes, conscientes, visionarios. Acude a ellos ahora para que estén a tu lado, para que te inspiren, para que defiendan lo mejor que hay en ti. Los necesitas.
Esta carta, escrita después de la invasión a Irak, cierra La maldición de Eva, el libro de ensayos sobre literatura de la escritora canadiense Margaret Atwood que Lumen acaba de editar en España.
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