PáGINA 3
› Por Claudio Zeiger
Frente a la magnitud de la epidemia que se expandiría en los 25 años siguientes, frente a la magnitud de la globalización, a la capacidad disparadora de Internet para difundir al instante noticias verdaderas o falsas, el dato no puede sino parecer menor; pero en su chiquitez tan anónima como explosiva, tiene todas las características del “datito envenenado”, una efeméride anónima y lejana pero que opera como el primer desprendimiento de un derrumbe mayúsculo: hace 25 años, el 5 de junio de 1981, se dio a conocer el primer indicio del sida en Estados Unidos, cuando el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de dicho país reportó la insólita presencia de pneumocistis carinii en cinco varones de Los Angeles (homosexuales, para más datos). El germen de la tragedia se revelaba tan misteriosa como carente de nombre. Era evidente que se trataba de un síntoma oportunista de una enfermedad mucho más compleja y que sólo dos años después adquiriría el nombre de cuatro letras letales: S-I-D-A. Y aún así, el nombre completo de “síndrome de inmunodeficiencia adquirida” se mostraba tan esquivo como desconsolador, casi un eufemismo como los otros, más descalificadores (cáncer gay, peste rosa, etcétera, esas hermosas metáforas de época) pero igual de ineficaces a la hora de nombrar lo desconocido.
La perspectiva actual nos aleja de la tragedia y el melodrama que campearon en los relatos de los 80 y primeros años 90, convocando historias de rutinas médicas, dramas íntimos y menores, pero además, hoy, a un cuarto de siglo, llama la atención la falta de memoria sobre el sida, mientras, dicho de paso, la infección avanza a pasos agigantados, es una tragedia volcánica en Africa y si bien la medicación trajo enorme alivio y soluciones concretas, no aparece la vacuna en el horizonte.
Algunos especialistas dedicados a la relación entre literatura y enfermedad advierten que el sida está un tanto demodée y que hoy en día cotizan mucho más los desarreglos neurológicos, el mal de Alzheimer y los tumores cerebrales. Dejando el humor negro de lado, proponemos una humilde reivindicación, no del sida, desde luego, sino de la necesidad de no perder las palabras del sida, que fueron y pudieran ser jodidas, pero que quizá nos sirvan para no anestesiarnos frente al blindaje de la corrección política (hace un tiempo, escuché a un crítico de cine diciendo que en el cine el sida es la enfermedad políticamente correcta por excelencia, lo cual implica que alguien se lo ha apropiado de alguna forma); sí, aquella parafernalia del terror (sida, virus, semen, sangre, grupos de riesgo, vías de contagio, y la emblemática pregunta de una Doña Rosa norteamericana en los años 80: ¿qué pasa si un mozo gay eyacula en mi ensalada?) debería ser reapropiada y resignificada, pero no olvidada. En tiempos de memoria, a 25 años del comienzo sin nombre de la enfermedad del sexo y las jeringas, con tantas víctimas y un futuro contenido pero nada resuelto, podríamos llamar a ciertas cosas por su nombre, y no olvidar que las enfermedades no son ideológicas hasta que se encarnan en seres de carne y hueso (y sangre).
Gran parte de la memoria del sida en el mundo es la historia de la discriminación, el rechazo y el miedo de la humanidad. Y también su contracara, el recuento de las hazañas valientes de muchos seres anónimos, pacientes, amigos y familiares, médicos y científicos, enfermeros y voluntarios. No sólo se trata de tragar pastillas; también hay que asimilar mucho de lo que sucedió, de lo bueno y de lo malo.
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