PáGINA 3
› Por Orhan Pamuk
La primera vez que me llevaron a la mezquita me sirvió para confirmar mis prejuicios básicos con respecto a la religión y al Islam. No fue una visita oficial: una tarde en que no había nadie en casa, la señora Esma me llevó a la mezquita sin pedirle permiso a nadie, más que por amor al culto, porque se aburría sola. En la mezquita de Tesvikiye, un grupo de veinte o treinta personas formado por criados, cocineros y porteros que servían a los ricos de Nissantassy, y propietarios de las pequeñas tiendas de las calles de atrás, estaban sentados en las alfombras más en un ambiente de solidaridad y compañerismo que de oración, y esperaban la hora del rezo cotilleando entre susurros. Recuerdo que, mientras rezaban, yo paseaba entre ellos, que corrí hasta los lugares más recónditos de la mezquita para jugar y que nadie me paró ni me riñó, más bien al contrario, algunos miembros de la comunidad me sonreían dulcemente, como siempre me pasaba en mi infancia. Descubrí de nuevo que la religión era algo de los pobres, pero también que, al contrario de lo que se deducía por las caricaturas de los periódicos y por el ambiente republicano de casa, los piadosos eran personas inofensivas.
Pero por el ambiente despectivo de casa, que a veces se convertía en una furia autoritaria, también podía comprender que, aunque aquella gente fuera buena y pura, existía una contradicción entre su bondad y las cosas en las que creían, que dificultaba grandes proyectos como la modernización, la europeización y el desarrollo. No tanto como propietarios de bienes materiales sino como poseedores del derecho a juzgar, ya que éramos “positivistas” y occidentalizados, debíamos oponernos violentamente a que aquellos “ignorantes” se vincularan excesivamente a sus creencias, no sólo para defender nuestros intereses sino también los del país. Incluso con mi mente infantil podía comprender que los hirientes comentarios de mi abuela, cuando se enteraba de que un electricista que debía estar trabajando se había ido a rezar, tenían como blanco, más que el que hubiera dejado la tarea a medias, las tradiciones y los hábitos que impedían el progreso del país. (...)
Yo vivía en una casa en la que se pasaba de puntillas y en silencio por problemas más graves que esas contradicciones e incongruencias espirituales. Las carencias morales, que tan a menudo he visto en las familias estambulíes occidentalizadas, ricas y laicas, se manifestaban sobre todo en esos silencios más que en su desdén por la religión: mientras que se podía hablar de todo lo que se refiriera a temas como las matemáticas, el éxito escolar, el fútbol y las diversiones, en cuanto se mencionaban cuestiones fundamentales como el amor, el cariño, la religión, el sentido de la vida, los celos o el rencor, todo el mundo se encerraba en el ensimismamiento y en una soledad patética; y cuando alguien sufría y quería hablar de esos temas y comunicarse, manoteaba desesperado y nervioso sin decir una palabra, como los sordomudos. Luego se dejaban llevar por alguna melodía de la radio, encendían un cigarrillo y se retiraban en silencio a su mundo interior.
(...) Mi torpe relación con la religión nunca me mantuvo alejado de los temas metafísicos y religiosos. Siempre mantenía en un rincón de mi mente el razonamiento de que si Dios, aunque no pudiera creer en él como a mí me habría gustado, era un ser omnisciente como decían, sería sin duda muy inteligente y entendería por qué yo era incapaz de creer y me perdonaría. Si no convertía mi falta de fe en un desafío, Dios me comprendería, consideraría circunstancias atenuantes el sentimiento de culpabilidad que me provocaba el no poder creer y el sufrimiento de la falta de fe, y no le daría demasiada importancia a un niño como yo.
Lo que yo temía no era a Dios sino la rabia que sentían los que creían demasiado en El hacia gente como yo. La estupidez de aquella gente excesivamente pía, cuya inteligencia nunca podría compararse –que Dios me perdone– con la de ese Dios en el que con tanto amor creían, era la segunda razón de mi miedo. Durante años tampoco me abandonó el temor a ser castigado por no ser “como ellos”, y ese pensamiento tuvo una influencia más decisiva en que durante mi primera juventud me atrajeran las ideas de izquierda que todos los libros teóricos que leí.
Este fragmento pertenece a Estambul (Mondadori), el nuevo libro de Orhan Pamuk, que acaba de editarse en castellano.
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