PáGINA 3
Informe para una academia
› Por Daniel Link
El martes pasado, a la 1 de la noche, el canal de documentales Animal Planet exhibió, en el contexto de la serie de programas “Safari”, un especial presentado por Alan Alda sobre la inteligencia de los animales. Un loro que habla en mexicano, una chimpancé de 17 años, un mono tití sudamericano de cabeza blanca adicto a las pastillas, un cuervo y una foca hambrienta permitieron a los guionistas del programa “demostrar” que los animales razonan sin lenguaje y que el abismo que separa a los animales de los seres humanos (es decir, veinticinco siglos de filosofía occidental) quedaba invalidado por una serie de experimentos pavlovianos de los que podía deducirse que no somos radicalmente diferentes de las impúdicas bestias sin lenguaje que pueblan el planeta.
De acuerdo con los experimentos que mostraba Animal Planet ante un Alan Alda siempre atónito y maravillado, una foca hambrienta puede diferenciar una letra de un número y, todavía más, puede reconocer la tecla numeral (eventualmente, bien entrenada, podría llegar a hacer una llamada telefónica). Cada vez que la foca se equivocaba en pulsar con el hocico el número, la letra o el símbolo de numeral, nos decían, se enojaba, se tomaba un descanso y se iba a bañar. Cada uno de sus aciertos era premiado con un bocado de arenque. A eso, los animalistas de Animal Planet llamaban inteligencia.
En rápida sucesión, Alan Alda pudo observar cómo un chimpancé puede contar duraznos (3 + 3) y señalar el número (6) que designa el resultado. Más aún, dado que se trataba de demostrar que los animales tienen pensamiento lógico y capacidad de abstracción, el entrenado animalito (un futuro general Thade de las huestes simiescas) podía sumar números (1 + 3) y señalar el numeral resultante (4) y hasta ¡reconocer fracciones!
Por cierto, los animales pueden también utilizar herramientas y aprender técnicas: así, el cuervo y el mono tití empastillado podían comer lo que quisieran. Y mucho más importante sería la capacidad de los chimpancés adultos (hastiados por décadas de repetición) para ser conscientes del pensamiento del otro (mono o humano), lo que demostraba (¡oh, Descartes, cuánto te extrañamos!) que la inteligencia del simio adulto, debidamente hambriento, drogado y entrenado, supera la del niño promedio de dos años y medio.
Lo mejor estuvo al principio y fue el loro, capaz de reconocer y nombrar objetos. Le ponían un llavero en el pico y el loro decía (con voz de loro mexicano) “iavero” (y no “iave”), le ponían un tornillo en el pico y el loro decía “torni-io”. Le mostraban dos llaves diferentes y ¡le preguntaban cuál era la más grande! “Amari-ia”, contestaba el loro dialéctico, destinado ya a un doctorado honoris causa en cualquier universidad de París. Le mostraban una serie de objetos y le preguntaban: “¿De qué está hecho el objeto de cuatro lados de color azul?”. “Madera”, contestaba el loro (con voz de loro mexicano).
Alan Alda, fascinado. “¿Se puede deducir alguna generalidad de estos experimentos?”, preguntaba a los entrenadores de animales. Por supuesto, le decían, “porque verificamos que diferentes animales tienen un comportamiento similar respecto de nuestras manipulaciones”.
Nuestras manipulaciones. Manipulaciones con las que vivimos a diario y que nuestros hijos miran en la televisión. Partidario fanático de la lingüística cartesiana, Noam Chomsky ha demostrado hasta qué punto la psicología de la conducta es subsidiaria de una antropología fascista. No es demasiado grave (aunque sí triste) que una mona vieja y medio ida se haya pasado diecisiete años buscando una lata de Pepsi en una habitación y en su réplica en miniatura para ver si los animales son capaces de comprender que una es representación de la otra. Lo grave (lo fascista) es que se pretenda hacernos creer que eso ilumina nuestra forma de pensar o que los animales podrían participar del cogito cartesiano.
No somos como los animales: ellos no pueden elegir entre una lata de gaseosa o un jugo de naranjas, ellos no saben que desean (o que podríanser libres), ellos no pueden evaluar éticamente un experimento que los involucra, ellos no pueden decidir entre presionar la tecla numeral con el hocico o no hacerlo. Ellos, como la luz del cielo, el ruido del mar en una noche de verano o el color verde de una planta tropical, no saben que son.