Dom 03.12.2006
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PáGINA 3 › POR QUE VOLVER A ESCUCHAR LOS BEATLES

Beatlesjuice

› Por Diego Fischerman

En lugar del Moisés podría tratarse de la Madonna dell’orto. Si se partiera de un bloque de mármol exactamente igual al que dio origen al David, sacando un poquito más por aquí y picando un poco más por allá podría llegarse a obtener una bella Diana cazadora. Componer, ya se sabe, es elegir. Por cada obra escrita, grabada en disco, esculpida, pintada, filmada, actuada o interpretada en un concierto, existe una multitud de otras obras descartadas, en todo o en parte, para que ellas vieran la luz. Los procedimientos –escribir oraciones, picar el mármol, mezclar colores, elaborar parámetros sonoros– son conocidos. Se estudian en las academias. Los transmiten los maestros. Se aprenden con la propia experiencia de la recepción. Pero no todos los usan exactamente de la misma manera. Todavía, a pesar de todo, se cree en el artista. En que hubo, en un momento, una serie de decisiones que sólo podría haber tomado esa persona en especial y que convirtieron a ese retrato de alguien de sonrisa apenas insinuada en algo único, inimitable y sublime conocido como la Mona Lisa. Aún es posible sostener, en todo caso, que la distancia entre el relato sobre la caza de una ballena y Moby Dick es infinita y se llama Herman Melville.

Los Beatles, en parte, tienen la culpa. La idea de virtualidad, o la puesta en escena de esa naturaleza electiva de la composición, empezó allí. Fueron John Lennon, Paul McCartney, George Harrison, Ringo Starr y, trabajando codo a codo con ellos, George Martin, quienes por primera vez en el campo de las músicas de tradición popular pusieron tan claro que una obra era la que era, pero también podía ser muchas otras. Ellos desplazaron la composición compleja, que hasta ese momento necesitaba de la lecto-escritura tradicional, de la partitura al estudio de grabación. Ellos convirtieron la canción en un laboratorio experimental en el que todo podía caber y todo podía llegar desde cualquier lado. Pero está lejos de ser un dato menor que fueran Los Beatles quienes decidieran esas operaciones, quienes imaginaran esos saltos al vacío, quienes inventaran esas canciones a veces a partir de simples retazos pregrabados, como en el lado B de Abbey Road.

Love, el injerto imaginado como banda de sonido de un espectáculo circense, funda su legitimidad como “nuevo disco de Los Beatles” en el uso de los mismos procedimientos que Los Beatles usaban. Pero hay un pequeño problema. Ellos ya no están para usarlos. George Martin está sordo y en su lugar aparece su hijo. Yoko Ono –que, recordémoslo, algo tuvo que ver con la separación del grupo–, Olivia Harrison, Paul y Ringo autorizan –lo que es bastante comprensible desde el punto de vista económico– y eso es todo. Los programas de grabación hoy permiten cambiar las tonalidades y las duraciones. Podrían componerse otros 77 cuartetos de cuerdas de Haydn –o muchos más– simplemente combinando los violines de unos con la viola y el cello de otros. Se podría, pero no serían cuartetos de Haydn. La Idea Beatles genera la fantasía de que todo lo que se relacione con ella será genial –y hasta cierto punto Anthology lo fue–. Pero ya no es así. Love es, en el mejor de los casos, pueril. Ni siquiera sorprende desde el punto de vista tecnológico. Las versiones no son suficientemente distintas pero suenan invariablemente menos imaginativas que las originales. Y, salvo que alguien piense que acoplar un arpegio de “Julia” al doble cuarteto de cuerdas de “Eleanor Rigby” es una gran cosa, la cuestión no pasa de ser un fraude pergeñado por viudas y herederos. Tal vez algún día, Wilbur McCartney, Dorothy Harrison, Sigourney Starkey y John Lennon IV se encontrarán alrededor de viejas cintas y algunos dirán: “Se reúnen Los Beatles”. Pero no será cierto.

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