Dom 08.07.2007
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PáGINA 3

Puig, al costado del camino

› Por Juan Goytisolo

A mediados de los sesenta, cuando ejercía mis modestas funciones de lector de español en la Editorial Gallimard, recibí una visita del cineasta Néstor Almendros. Llevaba bajo el brazo un manuscrito dactilografiado y lo puso en mis manos diciendo: “Es la novela de un amigo argentino que trabaja de steward en Air France. Léela. Estoy seguro de que te gustará”. Néstor, como siempre, tenía razón. Pocas veces en mi vida he calado en un texto literario de un desconocido con tanta sorpresa y delicia. Al cabo de la lectura, tenía el pleno convencimiento de hallarme ante un auténtico novelista, atrapado, como lector, en las redes de un mundo originalísimo y personal. Escribí inmediatamente a su autor para comunicarle mi opinión y darle la buena nueva de que Gallimard editaría el libro. Pero éste planteaba un problema: el título. Manuel Puig –que luego destacaría en la elección de títulos brillantes y a veces geniales– había confiado el manuscrito a Néstor con una docena de ellos, provisionales y de escasa enjundia. En su respuesta a mis líneas –que, desdichadamente, no conservo–, el novelista me resumía la educación sentimental de su protagonista y mencionaba la impresión causada en él por “la traición de Rita Hayworth”. La frase me cautivó: tal era, debía ser, el título. Así éste fue obra de Manuel Puig, pero descubrimiento mío.

Una vez firmado el contrato de la edición francesa, aproveché uno de mis viajes a Barcelona para llevar la novela a Carlos Barral. “Te traigo aquí el próximo premio Biblioteca Breve”, le dije. La cara de Barral, de ordinario amena, expresó el semblante desapacible de quien acaba de recibir una mala noticia. Su actitud –el escasísimo entusiasmo de mi hallazgo– se aclaró semanas más tarde a raíz de la concesión del premio.

La traición de Rita Hayworth no fue premiada y, lo que es más lamentable aún, Barral no quiso publicarla siquiera. Su impresión personal de Manuel, quien, ingenuamente, había corrido a verle a Barcelona en calidad de finalista, fue tan negativa como tajante. Con su probado olfato literario, decidió que aquel argentino afeminado, vulnerable y frágil no era un escritor digno de figurar en el prestigioso catálogo de la editorial. La novela se publicó en Buenos Aires, en donde obtuvo el éxito que merecía.

Pese a la excelente acogida de sus primeras novelas por parte del público y la crítica, los sinsabores político-literarios de Manuel no cesaron. En una época en la que la imagen de Latinoamérica como un continente en lucha convertía plumas en metralletas y a los escritores en portavoces de la revolución en marcha, una figura y obra como las suyas suscitaban recelo, desdén y rechazo. La ex compañera de Julio Cortázar vetó la publicación de El beso de la mujer araña en Gallimard porque dañaba sin duda la consabida imagen del militante machista-leninista al presentarlo enternecido y cautivado por las artes de Sherezada cinematográfica de su compañero de celda apolítico y homosexual. Desde los mismos supuestos moralizadores y sectarios otras editoriales europeas de izquierda siguieron su ejemplo. Con todo, el error no podía ser más grosero.

Este apoliticismo aparente de Puig –condenado entonces por la mayoría bienpensante de sus colegas– le evitó no obstante caer en la trampa de quienes celebraron el retorno de Perón como un primer paso indispensable al triunfo de la revolución en Argentina.

Una nueva prueba de la inteligencia e integridad de Puig la tuve la última vez que lo vi, a fines de mayo o primeros de junio de 1982. Yo estaba en Berlín, disfrutando de una beca de la DAAD y él había venido a participar en las festividades de Horizonte-82, centradas en torno de Latinoamérica. Era el momento de la guerra de las Malvinas y la colonia de exiliados argentinos y otros países hispanohablantes había redactado un manifiesto de condena al imperialismo inglés y su agresión a una nación hermana. Recuerdo que cuando me presentaron el documento me negué rotundamente a firmarlo. La previsible derrota de los espadones era una bendición para sus compatriotas pues debía liberarles de su yugo e imponer el retorno a la democracia. Algo tan sencillo y claro no cabía sin embargo en la cabeza de muchos obnubilados patriotas: uno tras otro se sucedían en la tribuna de Horizonte como en un púlpito o barricada desde los que sus voces de patria o muerte (sin que ninguno de quienes las proferían se enfrentara, que yo sepa, a tan terrible dilema) arrancaban salvas de aplausos. Llegó el turno de Manuel con las inevitables preguntas sobre la guerra. Adoptó con humor un tono entre familiar y comedido, sabia mezcla de comadre de pueblo y de alumna del Sagrado Corazón: “¿Qué son las Malvinas? Cuatro islas desiertas que descubrió un barco inglés que, por puro capricho, plantó su bandera en ellas y allí se quedaron los marinos con unas cuantas ovejas y nada más. Pero, como en Argentina nos han dicho siempre que las islas son nuestras, las cantamos en nuestros himnos y escuelas y todos tenemos una prima que se llama Malvina, nos lo hemos creído de verdad y las hemos liberado. Pero esa Mrs. Thatcher, tan antipática ella, no ha comprendido nuestros sentimientos y ha enviado su Armada. ¿Qué va a pasar? Yo no lo sé. Pero una vecina mía que, como yo, tampoco entiende nada de política, me dijo ‘eso de recuperar las islas me parece bien; pero si los militares tienen éxito, creo que se quedarán en el poder no diez sino doscientos años’”. Un silencio incómodo premió sus palabras.

En la hora de su muerte quiero recordar así no sólo al gran escritor que fue sino también al tenaz defensor de los derechos de las mujeres y homosexuales en un mundo ferozmente machista y a quien, con entereza y dignidad, supo discernir y captar la realidad a pesar de las brumas del miedo y los ojos vendados de las ideologías.

Este texto escrito en 1990 con motivo de la muerte de Puig, está incluido en la antología Ensayos escogidos, que Fondo de Cultura Económicaacaba de distribuir en Argentina.

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