Dom 02.09.2007
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PáGINA 3

El sueño de Constantino

› Por J.-B. Pontalis

El hombre que duerme se llama Constantino. Es un emperador romano, un conquistador, un guerrero sin cuartel. Su sueño parece apacible, a pesar de que deberá luchar al día siguiente. Se percibe en el ángulo superior izquierdo del cuadro un ángel, se diría el trazo de un rayo atravesando el cielo nocturno, o un gran pájaro de vuelo certero. Este visitante de la noche le asegura al Emperador que saldrá vencedor del combate que lo enfrenta con su rival Majencio. Este ángel, precedido por una cruz, también es el anunciador de la próxima conversión de Constantino. Su luz alumbra el rojo sangre del acolchado y el blanco mortuorio de la sábana.

Al lado del hombre que duerme, hay un jovencito sentado. Un sirviente que no tiene nombre. Un centinela, pero abandonado a su propia ensoñación. Es el que duerme despierto. Su cabeza ladeada se apoya sobre su mano. Es un soñador un poco melancólico; quizá duda acerca del resultado del combate: el ángel no lo ha visitado, no le ha dado ninguna señal.

En primer plano, dos guardias. Ellos son los vigías del día. Tienen los pies en la tierra. Uno sostiene firmemente una lanza alta; está ladeado hacia la cama del Emperador, del hombre que duerme profundamente bajo una carpa. El otro nos enfrenta, tiene un arma en la mano, lleva un casco de metal, su mirada es tan fría como el casco. Este hombre nos vigila, nos prohíbe acercarnos a Constantino.

Todos estos personajes –el ángel pájaro, el hombre sentado, los dos guardias armados– tienen una misión que cumplir. En los puestos que les son asignados, son los guardianes del sueño del Emperador. Lo protegen a él y a su sueño, para que pueda ser el único receptáculo del mensaje del ángel, para que pueda confundirse con su visión. La escena representada se sitúa en la frontera de la noche y el alba, del sueño y el despertar, del ensueño y la ensoñación.

Este cuadro que muestra un episodio de La leyenda de la Cruz Verdadera que pintó Piero della Francesca en San Francesco de Arezzo es uno de los más bellos que conozco. Un libro entero consagrado al fresco permite observar de cerca todos los detalles. He pasado horas escrutando El sueño de Constantino; escrutándolo no: haciéndolo mío.

Más que el lugar del Emperador dormido, tomo el lugar del hombre sentado, de aquel que nombré como el que duerme despierto. Me demoro en su rostro; intento adivinar sus pensamientos, a qué ensoñación permite abandonarse al tiempo que rechaza adormecerse; permanece guardián. Me hace evocar a aquellas madres que cuidan de sus niños dormidos, mientras sueñan con otra cosa.

Encuentro en el conjunto de la escena representada por Piero una analogía remota con lo que Pierre Fédida llamó el lugar del análisis: un hombre recostado, ocupado por su visión; un hombre sentado a su lado, que vela y aguarda, cuyos pensamientos o las imágenes que desfilan ante él son quizá la resonancia de lo que le aparece al que duerme; los dos guardias que finalmente impiden toda intrusión del mundo exterior en aquello que es a su vez un espacio tan íntimo como extraño. Todas las escenas del fresco de Arezzo se sitúan en ese espacio. Más que la impresión, tengo la certeza de que las escenas se organizan alrededor del sueño de Constantino. Las miradas fijas, los árboles, la reina de Saba y sus seguidores, las columnas, la arquitectura misma también parecen ser emanaciones de ese ensueño.

Y luego, como siempre ocurre en Piero della Francesca, los personajes, en su inmovilidad hierática, están por un lado fuera del tiempo mientras que en el fresco se inscriben en una historia –una leyenda– singular. Sorpresivamente presentes en esa ausencia.

Un ensueño: palabra que ya casi no se utiliza, desde que Freud descifró los sueños los liberó de la cripta nocturna y halló la solución de lo que concebía como “rebus”. Pero, ¿si el ensueño fuese otra cosa que el sueño... si, como lo escribió Sylvie Germain, “sus raíces se enrollaran no sólo en el terreno oscuro de nuestro inconsciente, sino que se hundieran aún más hondo y se lanzaran aún más lejos?”. Y cita entonces el verso de un poeta, Denis Clavel:

Un día les diré la diferencia entre el ensueño y el sueño
Lo que queda del espíritu es el sueño
Aun mismo si la fruta es perfecta, están los restos
El ensueño es palabra para el alma.
Aun mismo si la palabra es imperfecta, está el canto.

La pintura, al menos la de Piero, esa palabra imperfecta –no imaginamos a sus personajes discurrir, ni siquiera hablarse entre ellos–, ¿sería acaso un canto? Creo que toda pintura está más cerca del ensueño que del sueño. En cuanto a los libros, lo que mayormente pueden pretender es a arrimarse al ensueño del hombre sentado.

El libro del que estoy ahora escribiendo las primeras líneas me gustaría que devenga algo así como una memoria –o sea una ficción– soñadora, que sea una travesía de imágenes, de recuerdos, de instantes, parecidos a la ensoñación a la que se abandona el que duerme despierto, antes de que el exceso de claridad se lo impida. Será tiempo entonces de enfrentar el día.

Estas líneas son el primer capítulo de El que duerme despierto, una suerte de extraordinaria memoria autobiográfica del psicoanalista francés J.-B. Pontalis (1924), que la editorial Adriana Hidalgo editó hace poco en Buenos Aires.

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