Dom 09.09.2007
radar

PáGINA 3

Encuentro con el diablo

› Por Alejandro Urdapilleta

Además de que con un viento, si jugamos con los ojos, podemos quedar bizcos, otro de los mitos infantiles es que a la noche nos despertamos y está el diablo sentado en nuestra cama en la parte de los pies. A mí me pasó. Una vez que no llovía, ni era luna llena ni nada, abrí los ojos porque escuché que susurraban en mi oreja. No fue por lo extraño de aquello en sí mismo que volví de un sueño apacible y desperté, sino porque sentí una baba en el oído, un líquido fresco que me entraba y ardía adentro. Además me tocaron las patas. De un respingo me incorporé contra el respaldo, sentándome sobre la almohada, y en lo oscuro, apenas matizado por un suave resplandor lunar entre rendijas, pude ver la silueta de un señor desgarbado, cabellos enrulados hasta los hombros, traje gris sucio holgado, y el hedor de un matadero. No podía verle la cara, por suerte y por desgracia, porque lo que el terror me hacía ver era monstruoso, pero a la vez su voz, cuando habló, me hizo saber con su sonido lo corto de mi imaginación exasperada. Aquel gruñido no se parecía a nada que mi mente pudiera fabricar. ¡Cómo sería entonces ese rostro!

–Un, dos, tres –dijo–. Es todo al revés...

Di un manotazo a la mesa de luz en busca de fósforos para encender una lámpara, porque no había electricidad en aquel enorme palacio del campo, pero toqué una mano fría, seca, como una pata enorme y muerta de pollo.

–¡Dios! –grité–. ¡Señor! ¡Fuera! ¡Soy un niño! ¡Angeles! –clamé–. ¿Dónde se han ido?

–Aquí estoy yo –dijo esa voz–, aquí he caído.

Y levantando una mano en cuernos con los dedos dibujó en la negrura varios tetragramas luminosos, señaló arriba y luego, desde la hondonada de una grieta en su figura, susurró:

–¡El de arriba es el de abajo! Y algo te ha traído el ángel caído. En tu tierno corazón está escrito DIVERSION. ¡Aquí está lo que te trajo!

Entonces se abrieron de par en par las enormes persianas, los altísimos postigos. Desde el espeso frío de la noche, en un segundo entraron muchos invitados. Se instaló una fiesta en el cuarto. Zorros, cerdos, zarigüeyas, enanos de jardín, pelícanos, mujeres pelirrojas, sirenas ancianas empapadas y toros se pusieron a danzar con el ropero. Las alfombras se erizaron.

Mis zapatos escaparon, y a lo lejos el piano de la sala empezó con una loca melodía.

La silueta del diablo a los pies de mi cama estuvo quieta siempre enfrente, mirándome, y yo también, quedé ahí, contra el respaldo, sentado. Y allí desperté otra vez en la mañana, muerto de frío, con fiebre, todavía aterrado.

Nunca más volvió aquello. Me pasó sólo una vez.

Aunque a los pocos días, durante la siesta, hubo un gran revuelo y conmoción en la cocina. Vi que una empleada subió apresurada en busca de mi madre; a nosotros no nos dejaban acercarnos. Llegó un doctor después de un rato, y los mayores cuchicheaban yendo y viniendo, haciendo apartes. Salí rápido por la puerta principal y di la vuelta a toda la casa. Y me ubiqué agachado bajo las ventanas en donde sucedía el incidente. Varias voces nerviosas se trenzaban; y el llanto de mujeres. La voz de Saldumbide, el jardinero, sobresalía atronadora cada tanto. Decía cosas raras que no supe comprender, y repetía:

–¡El ángel! ¡El ángel! –y su mujer, Marta, sollozaba.

–¡Es un milagro! ¡Cristo, nuestro señor! ¡Ha visto a Cristo! ¡Milagro!

El médico ordenaba hervir una aguja de jeringa, mamá pedía calma.

–¡Agárrenlo! –decía la empleada, golpeaban muebles contra muebles. Jarras se partían en el piso. Incluso por el ruido adiviné algún cachetazo. Después de un momento apareció cierta calma salpicada de murmullos y, en el fondo, Saldumbide recitaba:

–El de abajo es el mismo que el de arriba, que es donde El, El quiere que yo viva...

–¿En el bosque? –preguntaba Marta, su mujer–. Pero, ¿en qué parte?

–Déjenlo hablar.

–No le quiten el aire.

–¿Dónde? ¿Dónde? ¿En qué parte del bosque?

–Silencio, por favor.

–Está desvariando –decían las voces. En un momento, el jardinero aclaró: –Mi cuerpo tira hacia abajo, mi espíritu hacia arriba, que es donde El quiere que yo viva...

Y de nuevo Marta:

–¿En qué lugar estuvo Cristo? ¿Qué te dijo? ¿Cómo era?

Y en eso escuché la voz de mi madre y la del doctor acercándose a la ventana bajo la cual estaba yo agazapado, así que fui moviéndome despacio pegado a la pared, pisoteando las hortensias, para que no me descubriesen, y mientras lo hacía, pude escuchar al médico diciendo:

–Voy a llevarlo al pueblo, señora, y en el dispensario voy a meterlo varios días en la cama, como la vez pasada. ¿Se acuerda de que también tenía una borrachera del demonio?

–Sí, doctor, me parece muy bien... –dijo mi madre. Y en el momento en que salí corriendo la escuché decir–: todo tiene el mismo origen. Anduve un rato por el parque y me metí en el bosque. Dejándome guiar por humo logré encontrar la fogata que había hecho Saldumbide; su rastrillo había quedado apoyado contra el tronco de un árbol gigantesco.

Me acerqué al fuego y al mirar vi claramente entre las brasas una pata enorme de pollo ardiendo calcinada, negra, en forma de garra, muerta, por supuesto, pero que parecía abrirse y cerrarse en movimientos secos por el poder de las llamas.

Durante la comida, a la noche, nosotros queríamos saber, pero papá y mamá no decían nada. Fer se animó y dijo:

–¿No es cierto, mamá, que Saldumbide vio al diablo?

–No, al diablo no. A Cristo –dijo la Bebi.

Pasó un rato y nadie contestó nada. Después del silencio, mamá, que estaba ocupada cortándole la carne a mi otra hermana, levantó la vista de golpe, me miró fijamente a los ojos, y dijo:

–Todo tiene el mismo origen.

Y al instante se abrió sola la ventana.

Este relato forma parte del libro de poemas Legión Religión (Las 13 oraciones), de Alejandro Urdapilleta, que editorial Colihue distribuye por estos días en Buenos Aires, sucesor del extraordinario Vagones transportan humo (Adriana Hidalgo, 2000).

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