PáGINA 3 › LUCIANO PAVAROTTI: A UNA SEMANA DE SU MUERTE
› Por Alicia Plante
Difícil imaginar nuestra juventud sin exposición a los films de Bergman, a esos conflictos tan psicoanalíticos y tan bellamente metaforizados. O sin las imágenes exquisitas con que nos obsequiaba Antonioni. Cuesta pensar en esa época sin Herman Hesse, sin Pink Floyd, sin el iniciático descubrimiento de Las cuatro estaciones, de Carmina Burana, de Shostakovich... Y ciertamente, sin la voz portentosa de Luciano Pavarotti. Ese hombre sonriente y enorme, que en nuestra mitad del siglo XX nos exaltó la sensibilidad y nos enriqueció la vida con el timbre inconfundible, las modulaciones, y la potencia de su voz.
Entre otros pecados, que casi por deporte se le achacan al avance inexorable y cada día más sofisticado de la reproducción mecánica, está el de haber contribuido a la instalación del consumismo como modo de ser de la civilización mayormente neoliberal de Occidente. Por supuesto admitiendo —hasta los más puristas de sus descalificadores— que sin ella la expansión cultural y científica tal como la conocemos no habría sido posible. Pero el criterio de algún modo sobrevive en su propio absurdo teórico, y frente a él también cabría preguntarse cómo sería la vida cotidiana hoy si no pudiéramos volver a escuchar a Pavarotti tras su muerte, si sus grabaciones fueran abolidas por un ángel exterminador fundamentalista que nos impidiera contener la respiración y ser felices con él mientras sostiene su famoso do de pecho, impecable, emocionado, con resto... Porque además, Pavarotti siempre nos transmitió la certeza tranquilizadora de que el prodigio de su voz no significaba un esfuerzo; a él no le costaba cantar así, un acontecimiento que, tal como su alegría evidente y contagiosa, era inevitable.
Una enorme cantidad de gente asocia a Pavarotti con las presentaciones de ciertas arias de ópera que hicieron “a trois” con Plácido Domingo y José Carreras. Estemos o no de acuerdo con el valor artístico de esa iniciativa de los tres tenores, convengamos o no en que ese fenómeno que alcanzó a 1500 millones de personas tuvo como resultado una afición duradera a la lírica en un público reacio, lo tildemos o no de bastardización del arte, es innegable que oír la voz de Pavarotti fue siempre una fiesta, aun cuando dejó de estar en la plenitud. Algo que ocurrió prematuramente, quizás por esa personalidad apasionada, poco afín a las precauciones que habrían preservado sus cuerdas vocales en óptimo estado.
Por esas cosas de la vida, en el año 1987 presencié el divertido relato de un compatriota de Pavarotti, el maestro Güelfo Nalli, a cargo principalmente del corno inglés en la Camerata Bariloche, donde yo trabajaba. Según Güelfo, la noche anterior habían estado con Pavarotti en un exclusivo restorán de Buenos Aires, donde algunos comensales se habían acercado discretamente a la mesa para pedir un autógrafo al famoso tenor. Ante esto Pavarotti se había lamentado en voz baja con su amigo por no poder darse el gustazo de optar por unos verdaderos vermicelli en la porteña cantina Pippo, porque “allí la gente se le tiraba encima” y no lo dejaba comer.
La suprema aspiración del pequeño Luciano había sido llegar a jugar al fútbol como arquero del equipo de Modena, su ciudad natal. Luego, ya
adulto, ejerció como maestro de escuela durante varios años y recién a los veinte largos, tras llegar a un trato con el padre, empezó a estudiar música y canto. El éxito y una fama extraordinaria acompañaron toda la carrera de este ser generoso y sencillo que siempre siguió siendo hombre de pueblo. Aunque duela, su muerte no sorprende: todos sabíamos qué esperar. Seguramente él también. Por eso, por amor y por gratitud, estuvimos a su lado hasta el fin, como si Pavarotti hubiese cantado Nessun Dorma para nosotros.
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