PáGINA 3
› Por Eric Clapton
Desde el principio, hubo algo de miedo en mi relación con Conor. Después de todo, era un padre part-time. Los chicos pueden ser muy despreciativos y crueles sin intención, y yo me tomaba sus palabras de un modo personal. Sin embargo, a medida que conseguía mantenerme sobrio, me sentía más y más cómodo con la idea de verlo. Así estaba en marzo de 1991, cuando arreglé para verlo en Nueva York, donde Lori y su nuevo novio, Silvio, planeaban comprar un departamento. En la noche del 19, pasé a buscarlo por el departamento de la calle 57 Este para llevarlo al circo en Long Island. Era la primera vez que salíamos juntos los dos solos, sin un acompañante, y yo estaba nervioso y excitado. Fue una gran salida. El no paró de hablar en toda la noche y estaba feliz de ver a los elefantes. Me di cuenta por primera vez de lo que significaba tener un hijo y ser padre. Me acuerdo de estar diciéndole a Lori, cuando volvimos, que desde ese momento los días que me correspondiera tenerlo, quería cuidarlo sin ayuda de nadie.
A la mañana siguiente me levanté temprano para pasarlos a buscar a Conor y a Lori y llevarlos al zoológico, y después a almorzar a Bice, mi restaurante italiano favorito. A eso de las 11 de la mañana sonó el teléfono. Era Lori. Estaba histérica, gritando que Conor estaba muerto. Pensé: esto es ridículo. ¿Cómo puede estar muerto? Le hice la más tonta de las preguntas: “¿Estás segura?”. Entonces me dijo que se había caído por la ventana. Estaba desencajada. Le dije: “Voy para allá”.
Me acuerdo de ir caminando por Park Avenue, tratando de convencerme de que estaba todo bien... como si alguien pudiera cometer un error acerca de algo así. Cuando estaba cerca del edificio, vi a la policía y a las ambulancias en la calle y seguí de largo, sin el coraje para entrar. Finalmente me metí en el edificio, y la policía me hizo algunas preguntas. Tomé el ascensor hasta el departamento, que estaba en el piso 53. Lori estaba fuera de sí y hablando como una loca. A esa altura yo estaba calmo y desapegado. Me había encerrado en mí mismo y me convertí en una de esas personas que se hacen cargo de los demás. Hablando con la policía, supe lo que había pasado sin necesidad de entrar en el cuarto. El living tenía ventanales del piso al techo y podrían haber estado abiertas durante la limpieza. No había rejas porque el edificio era un condominio y escapaba a las regulaciones normales. Esa mañana, el portero había estado limpiando las ventanas y las había dejado abiertas. Conor estaba jugando a las escondidas con su niñera, y mientras Lori se distrajo cuando el portero la advirtió sobre el peligro, él entró corriendo al cuarto y siguió de largo por la ventana. Cayó 49 pisos antes de aterrizar sobre el techo del edificio vecino de cuatro pisos. Lori no estaba en condiciones de ir a la morgue, así que lo tuve que identificar solo. Cualquiera haya sido el daño físico que sufrió en la caída, para cuando le habían devuelto a su cuerpo cierta normalidad, recuerdo haber mirado su hermoso rostro en reposo y pensar: éste no es mi hijo. Se parece un poco, pero él se fue. Lo fui a ver de nuevo a la funeraria para despedirme y pedirle perdón por no haber sido un mejor padre. Días después, acompañados por amigos y parientes, Lori y yo viajamos a Inglaterra con el ataúd.
El funeral de Conor tuvo lugar en la iglesia de Santa María Magdalena, en Ripley, donde yo crecí, en un frío y desolado día de marzo, poco antes de mi cumpleaños 46. Estaban todos mis viejos amigos, fue un servicio hermoso, pero yo estaba mudo. Miraba el ataúd y no podía hablar. Lo enterramos en una parcela justo al lado de la pared de la iglesia, y cuando el ataúd bajaba su abuela italiana se puso histérica y trató de arrojarse a la tumba. Recuerdo que me impactó, porque no soy dado a expresar emociones. No hago duelos de esa manera. Cuando salimos del cementerio, nos encontramos ante un muro de periodistas y fotógrafos. Eran cerca de 50. Lo curioso es que, mientras muchos de los presentes consideraron eso una falta de respeto, no afectó mi dolor de ninguna manera. No me importaba. Sólo quería que terminara.
Después del funeral, cuando la familia de Lori ya se había ido y el pueblo estaba tranquilo y yo, solo con mis pensamientos, encontré una carta que Conor me había escrito desde Milán diciéndome lo mucho que me extrañaba y que quería verme pronto en Nueva York. Había escrito: “Te amo”. Desgarrador como era, lo vi como algo positivo. Tenía miles de cartas de condolencia para leer, escritas desde todas partes del mundo por amigos, extraños y personas como el Príncipe Carlos y los Kennedy. Estaba asombrado. Una de las primeras que abrí era la de Keith Richards. Sólo decía: “Si hay algo que pueda hacer, sólo decime”. Siempre le estaré agradecido. No voy a negar que a veces perdí la fe, y lo que me salvó la vida fue el amor incondicional y la comprensión de mis amigos y compañeros en Alcohólicos Anónimos. Iba a las reuniones y la gente me rodeaba, me daba compañía, me compraba café y me dejaba hablar de lo que había pasado. Incluso más de una vez me pidieron que fuera el coordinador.
Después de una de esas reuniones, se me acercó una mujer y me dijo: “Usted acaba de quitarme la última excusa que tenía para beber. Siempre me dije que si algo llegara a pasarle a alguno de mis hijos, entonces tendría la justificación para emborracharme. Usted me demostró que eso no es verdad”. De repente, me di cuenta de que quizá había encontrado la forma de convertir esta tragedia en algo positivo. Estaba en la posición de decir: “Si pude atravesar esto y mantenerme sobrio, cualquiera puede”. No había una mejor manera de honrar la memoria de mi hijo.
Estas líneas son un fragmento de Clapton: The Autobiography, la autobiografía que Eric Clapton editó este mes en el mundo de habla inglesa.
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