PáGINA 3
Fina y el Sr. Schmidt
› Por Juan Forn
La historia ocurre en Madrid. Empieza en la sección servicios personales de los avisos clasificados de El País, donde aparece uno suelto que dice: Fina. Discreción y compañía para caballeros serios, y el número de un teléfono celular. Un caballero serio llama a Fina, se cita con ella en un bar, y queda tan satisfecho con lo que ve y lo que escucha –Fina es una mujer discreta y elegante, de mediana edad– que inaugura una costumbre: visitarla en su departamento dos veces a la semana. El caballero serio es casado, y Fina es una puta fina, pero lo que desea el caballero no es acostarse con ella. Acude puntualmente al departamento los martes y los jueves, cuando tiene coartada se queda a cenar y prolonga su estadía hasta que Fina se duerme, pero lo que le gusta hacer en esas visitas es fingir que están casados y hacer vida matrimonial: ver la televisión, jugar a las cartas, comentar las noticias del día, incluso hablar de la vida, sentados uno junto al otro en el dormitorio. El caballero le confiesa a Fina que la mujer con la que está casado fue su primera novia, y la última, que la embarazó en la adolescencia, pero solucionaron el asunto, y que no tuvieron hijos después de casarse. Al caballero le gusta imaginar que ese hijo existe en algún lado, ya adulto, que ese hijo abandonó en su momento el hogar paterno para iniciar su verdadera vida, que ahora vive en el extranjero, y le gusta estar sentado con Fina esas horas, dos veces a la semana, imaginando que Fina es la madre y él es el padre de ese hijo ausente: algo que, como Fina podrá imaginar, le es imposible de realizar con su esposa legítima.
La melancólica, mansa corrección del caballero es tal que Fina se adapta con toda naturalidad a la situación. Esos dos días de la semana se convierten en sus días de descanso de la profesión, y comienza a identificarse con aquella rutina hogareña casi en la misma medida que su visitante. Un día, el caballero no acude a su cita. Al día siguiente, en las necrológicas del diario, ella descubre por qué: el caballero ha muerto. Fina se presenta en el velorio, se despide del cuerpo presente, recorre los ambientes de la casa (no ve mayores diferencias con la suya, salvo que le parece un poco más triste), antes de retirarse repara en el libro de firmas que han instalado junto a la puerta de entrada y no puede evitarlo. Escribe: “La verdadera viuda estuvo aquí sin que nadie la reconociera”. Al volver a su departamento, pide ayuda al portero para trasladar todos los muebles del dormitorio principal al dormitorio vecino, cierra con llave la habitación vacía y, a partir de entonces, cada vez que alguno de los clientes que buscan en ella discreción y compañía se interesa por su historia personal, les confiesa que enviudó prematuramente, que tiene un hijo que vive en el extranjero y que los martes y los jueves no está disponible, no: son sus días de descanso.
El episodio pertenece al último libro de Juan José Millás, Dos mujeres en Praga, y su formidable tratamiento del ennui, ese vacío existencial que es sinónimo de la segunda mitad de la vida, me vino irremediablemente a la cabeza después de ver Las confesiones de Schmidt, la película recién estrenada con la que parece que Jack Nicholson va a arrasar en los Oscar. Supuestamente, lo de Nicholson es una proeza actoral y la película es una “lección agridulce de vida”, precisamente sobre el ennui: en la primera escena, su personaje se jubila después de medio siglo de trabajar en la misma compañía de seguros; a los quince minutos, muere la mujer con la que lleva más de cuarenta años de matrimonio; el buen señor Schmidt se sube entonces a la suntuosa casa rodante que pensaba estrenar viajando con su mujer y parte a la boda de su única hija. En realidad, quiere convencerla de que no se case, transmitirle que la vida es otra cosa, pero como él mismo no sabe qué es la vida o qué puede transmitir al respecto, asiste pasivamente al casamiento de su hija y con la misma pasividad hace el camino de vuelta, manejando su casa rodante. En la última escena de la película, el señor Schmidt ya está de vuelta en su casa vacía cuando lograpor fin llorar a moco tendido (cosa que ni su mujer muerta ni su hija infeliz han logrado producirle). El pequeño milagro se debe a un dibujo que ha recibido por correo, hecho por un niño africano llamado Ndugu, que le agradece por intermedio de una misionera que le envíe 22 dólares por mes a través de uno de esos programas de ayuda a los niños del tercer mundo. El señor Schmidt, cabe agregar, es un tacaño a lo largo de toda la película, pero el ennui de su vida de jubilado lo ha llevado a adoptar a Ndugu en un momento de debilidad y a enviarle, además de esos módicos 22 dólares al mes, larguísimas cartas confesionales revelándole el vacío de su vida. En cuanto al dibujo de agradecimiento que ha enviado Ndugu a través de la monjita misionera, muestra a un nenito con rulos de la mano de un señor sonriente. Una lástima que no le enviara, en cambio, el número de teléfono de Fina: ella habría sabido mejor que nadie tratar el ennui del señor Schmidt y salvar a esta película del derrumbe.