Dom 23.02.2003
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PáGINA 3

El otro McLuhan

Por Sergio Di Nucci

Una de las tantas paradojas del universo intelectual de la década del ‘90 pertenece, con todo derecho, al profeta de la sociedad electrónica Marshall McLuhan (1911-1980), cuya frase célebre –”El medio es el mensaje”– resuena todavía hoy en las carreras de Comunicación. Qué cosa: este señor, que encarnó en los años ‘60 y ‘70 “el oráculo laico del nuevo orden electrónico”, leía todas las noches la Biblia para volver a encontrar los pasajes que, según sus propias palabras, salvaran su existencia. Educado en el protestantismo más severo, McLuhan se convirtió al catolicismo con una convicción rara por lo profunda: la doctrina de la Iglesia Romana se le presentó como una revelación luminosa, al punto de que comparaba noche a noche las escrituras en sus versiones latinas, francesas, españolas, alemanas e inglesas. El propio McLuhan cuenta todo esto en El medio y la luz, el revelador volumen que acaba de traducirse a varias lenguas de Europa (aún no al español) y cuenta con un prólogo de su hijo Eric y muchas otras paradojas: por ejemplo, que McLuhan estaba interesadísimo en explorar las consecuencias de la reproducción técnica en textos clásicos como la Summa Teologica y la Summa Contra Gentiles (la reproducción técnica sería en latín, por supuesto; de ahí el título del volumen: la “luz” que ilumina el “mensaje”); o en que el catolicismo, siempre según McLuhan, preparó el terreno para el encuentro del hombre con la tecnología, por su carnalidad y sensualidad inherentes, premisas indispensables para cualquier tipo de comprensión. ¿La ética del capitalismo protestante? “Repudiable, basada en la prohibición”, según este gran animador de la modernidad tecnológica que llegó a desatender las tesis de Max Weber para terminar muy cerca de las de la Madonna más pop e ítalo-católica.
En Buenos Aires, durante los años ‘80 y ‘90, se habló muy poco de las influencias de los escritos del filósofo católico Pierre Teilhard en la obra de McLuhan. O de que su frase top admitiría una interpretación muy apocalíptica: el medio es el mensaje de Satán (o de Dios). Porque McLuhan, como el filósofo alemán Martin Heidegger (que creyó durante un período que el nazismo pondría fin al nihilismo promovido por la técnica, o que el horror es la “confrontación del humanismo europeo con la tecnología global”), se permitió profecías tecnológicas que oscilaban entre la celebración más insólita y las condenas papales.
De sus póstumos Escritos esenciales, introducidos a los países de lengua castellana en 1998 (la versión original es de 1995 y la animó su hijo devoto), se eludieron las referencias a esta veta religiosa y aun mística. Es que el interés por la obra de McLuhan fue anglosajón; de ahí las certezas que ya se tenían en los Estados Unidos sobre su catolicismo electrónico. En Latinoamérica y en Europa primó la proscripción debido a las influencias de la llamada Teoría Crítica, un conjunto de creencias que contó y cuenta aquí con mucho entusiasmo y que ve a los ciudadanos como idiotas culturales. Pero con cuánta chispa alentaba McLuhan a sus detractores europeos y latinoamericanos: “¡Miren la forma, miren la forma; no vendan su alma por un plato de mensajes!” Este canadiense admirador de Chesterton entendía que el mundo ya no es un medio natural sino un espacio euclidiano. Y –gran epigramático al fin– sus eslóganes merecieron las interpretaciones más disímiles: por eso fue el profeta requerido no sólo en las empresas y en los partidos políticos sino también en las universidades y las agencias de publicidad (“Me amarán los más sensibles porque seré un poeta incomprensible”). A Tom Wolfe, que quiso saber por qué era tan arduo seguir sus argumentos, le respondió: “Es sencillísimo, oiga. Soy un hemisferio derecho que le habla a hemisferios izquierdos” (y las dimensiones políticas de esta frase hicieron tanta escuela que eclipsaron cualquier otra dimensión). Los medios fueron para McLuhan extensiones de las capacidades humanas, pero a él le gustaba explicar esaidea mediante citas de filósofos y poetas que no la confirmaban en absoluto. (Y sí, al menos era un surer: “Puedo estar equivocado pero jamás dudo”).
Para unos inquietante, para otros esperable o sintomático, cada vez que sucede una conversión epónima se oyen alarmas: ¿cómo es posible que este gurú de las nuevas tecnologías, que predijo los debates que todavía hoy se escuchan sobre Internet, haya sido un católico empedernido y, por momentos, un anti-capitalista feroz?
Desde la perspectiva del neo-evolucionismo, y con la proverbial impertinencia inglesa, W. G. Runciman puso recientemente otro ejemplo epónimo en relación a lo que se puede esperar de ciertas conversiones o a las continuidades entre vida y obra. En The social animal (2000) aseguró que la producción teórica de los geólogos decimonónicos fue el producto de sus íntimas lecturas bíblicas. Y que las controversias que los dividían, y el modo en que se solucionaron, descansaban no sólo en sus propios prejuicios y obstinaciones sino en la estructura organizativa de la ciencia en la Inglaterra victoriana. Pero hay más munición: para Runciman, las predicciones de Marx, así como cualquier predicción en ciencias sociales, no son más que sustitutos de la religión. Y es muy loable –pero muy religioso– que Jürgen Habermas siga insistiendo en encontrar las condiciones ideales de una comunicación “no instrumental”. Ah, es tan fácil retar, dedo en ristre, a quien se alarma por las promociones universitarias de Heidegger durante el nazismo. Pero lo es menos si se nos dice que el núcleo de toda su obra descansa en premisas fascistas y que sin ellas no se la puede comprender (o sólo la comprenden los confundidos, los perezosos o los que cuentan con una combinación de ambas capacidades). Y un último, triste ejemplo de todo lo que tiene que decir el neoevolucionismo acerca de las conexiones vitales de las teorías: si el nazismo rechazó los descubrimientos de la ciencia judía (y el comunismo hizo lo propio con los de la biología burguesa), durante los ‘60, los estudiantes repetían que era mejor “estar con Sartre por las peores razones que con Aron por las mejores”.
El de Runciman es un antídoto, si se quiere, crematístico: los orígenes de una creencia no tienen nada que ver con su validez. Y no se pueden entender las opciones teóricas sino en relación con los valores y convicciones (lo que no anula ni los valores ni las convicciones; sólo obliga, por lo menos, a contrastarlos con los datos que arroja la sociología más pop). ¿En qué descansa una obra como la de McLuhan, si no en una visión del mundo muy poco pagana? ¿Y por qué de esto, al menos en Latinoamérica, nunca se lo acusó?
Atendiendo a este sentido común que es el más mínimo, es posible –dirá Runciman– retroceder ante aquellos que aseguran haber visto el futuro, y que funciona. O al menos se puede comprender mejor las palabras de un gran filósofo estoico que hace casi dos mil años se preguntaba: “¿Por qué, ay, por qué es tan difícil enseñarles algo a los seres humanos pero es tan fácil engañarlos?”

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