Domingo, 7 de septiembre de 2014 | Hoy
MUSICA Fue una superestrella de cine cuando era adolescente en Mali, tan famosa que su vida se volvió complicada. Al punto que en 2002 tuvo que literalmente escaparse de Bamako para instalarse en París. Ahí empezó la segunda vida de Fatoumata Diawara, esta vez como cantante de áspero terciopelo que fusiona el folk wassoulou con jazz y soul y se está convirtiendo en un nombre fundamental de la world music. Antes de su show en Buenos Aires, habló con Radar de sus muchas vidas, de cómo escapar de los lugares comunes del exotismo y de lo que significa ser una mujer independiente, tanto en Africa como en el todavía muy machista mundo de la música.
Por Ana Fornaro
Articula cada palabra con la cadencia de quien está cantando. Pero no está cantando. Está hablando con una voz grave, de terciopelo, y entre la pausa y el arrebato encadena frases como “me tuve que escapar de mi país”, “los directores de cine se enamoraban de mí” o “si no cantaba me moría” con la misma simplicidad con que dirá, más adelante, que se le está enfriando la cena. Fatoumata Diawara está descansando en Burkina Faso después de una gira veraniega por los festivales europeos con el pianista cubano Roberto Fonseca, otra estrella en ascenso del circuito de la world music, mientras se prepara para sus conciertos en Bogotá, Santiago y Buenos Aires. “Tengo que volver a Africa cada tanto para reponerme, para no perderme”, cuenta por teléfono a Radar esta diosa maliense de mirada felina que, antes de sacar su primer y único disco, en 2011, ya había recorrido y encantado a medio mundo. Primero como actriz de cine y teatro, después como corista de los gigantes Oumou Sangaré y Dee Dee Bridgewater y finalmente como Fatou, la cantautora intimista que decidió contar en bambara, su lengua materna, una vida con demasiados avatares para 32 años.
Empezó como bailarina de la compañía de su padre en Costa de Marfil, pero ese entorno artístico no le garantizó absolutamente nada: ni la libertad, ni la creatividad, ni la emancipación de la que se fue adueñando a costos altísimos. Creció como una niña melancólica y rebelde y entonces sufrió su primer destierro: su padre la mandó a vivir con una tía actriz a Mali con tan solo diez años. “Era un bicho raro, insegura, hipersensible”, dice quien, sin saber muy bien cómo, al poco tiempo se había convertido en una estrella adolescente. Acompañaba a su tía a los ensayos y los directores caían rendidos: “Debe ser algo energético, porque yo no hacía nada. No tenía ni que hablar”, dice con ironía y suelta una carcajada. Y de nena oscura pasó a adornar afiches de todos los países de Africa Occidental. “Cuando hice Sia, le rêve du python– una película que retoma mitos africanos, del director Dani Kouyaté– empezó la locura. De hecho, en Mali todos me siguen diciendo Sia, como mi personaje.” La locura fue la exposición, pero también las giras por festivales de cine. Era menor de edad y ya estaba dando vueltas por el mundo. “Pero no te creas que eso fue una liberación. En Africa las mujeres somos menores de edad hasta que nos casamos. Y yo no pensaba casarme.” El temita del casamiento tomó tal espesor que su familia la obligó a dar una conferencia de prensa para anunciar que dejaba su carrera. Y cuando en 2002 el director de la prestigiosa compañía de teatro Royale de Luxe viajó a Bamako para ofrecerle un trabajo en París, Fatoumata aprovechó y se escapó. Con persecución policial y todo.
Fue con ese segundo destierro donde se encontraría con la música de manera definitiva. Y, otra vez, como quien no quiere la cosa. Los directores parisienses la escuchaban tararear entre escena y escena y la convencieron de que integrara eso a las obras. De ahí pasó a cantar en bares, de ahí a conocer a Oumou Sangaré, la gurú de la música wassoulou que le abrió las puertas de la discográfica Word Circuit. Y el resto se está escribiendo.
“Cuando digo la música me salvó es literal. Yo canto para sanarme. Siempre fue así. Por la vida que tuve podría haber terminado en algo muy autodestructivo. Pero preferí enfrentarme a esas cosas porque, cuando se reprime, el pasado se convierte en un enemigo y te ataca. Yo no canto por el virtuosismo vocal ni instrumental, canto por el blues.”
El éxito de su disco Fatou fue inmediato y esperable. Unos meses antes había sacado un EP que la puso en el podio de la nueva música maliense, con canciones que fusionan el folk wassoulou con mucho funk, jazz y soul. Doce temas luminosos, con arreglos simples, que les escapan a las taras exotistas de la World Music, en un viaje a la vez dulce y crudo. Como ella.
“Por haberme ido tan joven, aprendí a manejar mi vida como quiero y eso me ayudó a expresarme en un medio tan masculino como el musical. Y no cedo en nada. Tomo todas las decisiones en mi música. Pero siempre en la suavidad. Es mi técnica. Y sé que es algo que puede perturbar; cómo puedo ser tan firme sin necesidad de ir al choque o de intentar imponerme mediante demostraciones de poder.”
Fatoumata eligió el bambara, pero en lugar de cantar con tonos agudos –como la mujeres en Mali– y usar instrumentos folklóricos, quien canta es una chica de registros bajos –como un hombre, dice– rascando una guitarra que aprendió a tocar arriba del escenario.
“Mis canciones no son lamentos, aunque hablen de experiencias negativas. Cuando canto sobre los niños y las mujeres en Africa, tomo mi experiencia, porque es una forma de llegarle a la gente. No soy una portavoz de causas porque sí. No es un discurso vacío sino algo que yo viví. Sé lo que es la mutilación genital, porque la tuve cerca. Sé lo que es la opresión. Soy consciente de que fui una en miles, una excepción de poder salir de mi medio ambiente y sobrevivir.”
Esta fanática de Nina Simone y Ravi Shankar y del pop y del rock –todo en el mismo orden, dice– es, ante todo, una amante de la música de su tierra. Por eso tenía tanto miedo de volver a Mali a presentar su disco. “Hay una tradición tan fuerte y tan rica allá que me daba vergüenza. Sentí que me iban a tratar de glotona artística. Eso de la actriz que ahora canta. Pero la recepción que tuve fue hermosa. Espero que en Buenos Aires sea igual”, dice, soltando la última risa. Y ahora sí, se le enfría la comida y todavía le quedan unos días de descanso africano.
Fatoumata Diawara toca el lunes 8 de septiembre, a las 21, en Niceto Club, Niceto Vega 5510. Entradas desde $250.
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