ARTE La nueva exhibición de Fabio Kacero que se presenta en el Mamba muestra la gran obsesión en la obra de la artista, sobre la que vuelve una y otra vez: la certeza de que existen mundos paralelos, desconectados entre sí, y la nostalgia porque no existan puentes entre ellos. Las piezas de Detournalia, ensimismadas, trascendentes y a veces llenas de humor, no entablan relaciones con obras por fuera de la muestra, más dispuesta a pagar sus deudas con el mundo libresco borgeano que con insertarse en alguna tradición del arte argentino.
› Por Lucrecia Palacios
Durante muchos años, Fabio Kacero declaró haber nacido el 1º de enero de 1961 a la una de la tarde, es decir, el 1 del 1 de 1961 a la 1. En realidad, vio la luz una hora después. Algunos podrán ver en esa mentira una voluntad heroica y narcisista, la invención de un destino mesiánico. No estarían errados. Sin embargo, Kacero es un experto en confundir actitudes cool y loser en una línea de continuidad que las hace indistinguibles. Por eso, su mentira podría también corresponderse con un humilde impulso de rectificación. Kacero intenta corregir una falta de puntualidad involuntaria que, en su imaginación, se iguala con un fracaso de origen: la imposibilidad de sincronización.
Detournalia, la exhibición que presenta por estos días el Mamba, demuestra que la gran obsesión sobre la que Kacero vuelve una y otra vez es la certeza de que existen mundos paralelos y disconexos entre sí; y la nostalgia porque siempre, en este mundo, faltará la palabra o la cifra que funcione de puente entre hechos, personas, espacios. Diario de un solipsista, Detournalia desarrolla escenas en donde dos universos contiguos se encuentran sin comprenderse, se inventan lenguajes y símbolos que no parecen dirigir a ningún significado, se ordenan hechos en referencia a un acontecimiento temporal que nunca conoceremos y se igualan términos que, aun siendo idénticos a sí mismos, se nos aparecen como diferentes.
Este imaginario, que en los cuentos que Kacero acaba de publicar decanta por la ciencia ficción, se atraviesa en la muestra a través de una serie de salitas organizadas concéntricamente. Circular y ramificado, el recorrido estrecha un conjunto de referencias que van de la cábala a las teorías posestructuralistas y un abanico de tonos que abarcan la filosofía más cerebral y el chiste más absurdo. Allí se acomoda el nemebiax, el “ikebana de letras” con las que Kacero urde un idioma artificial. Más atrás, los muertitos, los videos en los que Kacero muere una y otra vez –como si una muerte no agotase la posibilidad de la segunda– ante la mirada inconmovible de una Buenos Aires en crisis. En el recodo cuelgan los lenf, unas impresiones que podrían describirse como lo que haría un cyborg si se le pidiese que pintara un cuadro abstracto; y más lejos, la última versión del cast-k, una película de la que Kacero sólo filmó los créditos, un listado en donde todos quienes conocieron a Kacero en este mundo actúan representándose a ellos mismos.
No hace falta llegar hasta la sala en donde se presenta Fabio Kacero, autor del Jorge Luis Borges, autor del Pierre Menard, autor del Quijote para que el autor de Ficciones se abalance sobre las mentes de quienes circulan por las salas. La obra, un manuscrito en el que Kacero reescribe el famoso cuento copiando la caligrafía de Borges, cifra la preocupación de Detournalia por el universo del libro y la ficción, o mejor dicho, por lo que rodea y protege a la ficción: las dedicatorias, el diseño de tapa, los títulos y los índices son fetiches en la obra de Kacero que, al igual que la batería nevada que prologa la muestra, dejan una sensación de repique suspendido, un sordini que atraviesa toda la muestra.
Para cuando Fabio Kacero supo de él, el minimalismo llevaba muerto más de dos décadas. Eran mediados de los ’80, y el joven Fabio, recién salido de la Pueyrredón, cursaba materias en la Facultad de Filosofía y Letras. Conoció entonces uno de esos tablones monocromos que el californiano John McCracken apoyaba contra la pared de las galerías y museos. Rafael Cippolini, el curador de la Detournalia, llama a este encuentro “el efecto McCracken”: Kacero, hasta entonces entretenido en pintar rémoras del modernismo, envolverá todas sus telas en un plástico transparente, una funda brillante que recuerda el papel film con los que los comerciantes cuidan sus mercancías del toqueteo de los clientes.
Si muchos de sus contemporáneos intentaron escapar de la pintura neoexpresionista de los años ’80 a través del dibujo técnico o el diseño, Kacero encontró en la superficie lisa y brillante del plástico la manera de desentenderse de la expresión y la chorreadura. Pocas obras son tan elocuentes como esos envoltorios sobre el problema que significaba la pintura para la generación que empezó a trabajar en los ’90. En las fotografías que las registran, los packagings de pintura aparecen al lado de mesitas de luz o cajones. Son envoltorios tan inútiles como incómodos, que hacen pensar en paquetes de mudanza con los que ya nadie sabe qué hacer. Kacero los acomodaba cada vez de una manera diferente, construyendo variaciones como hacía McCracken, pero también dando cuenta de una indecisión constante sobre la que Kacero fundaría su figura de artista.
En el carácter impersonal, luctuoso y mobiliario de los paquetes palpitaban ya los capitonés, las formas acolchonadas que Kacero describió alguna vez como el encuentro fortuito entre una máquina de gimnasio y una lápida. Para hacerlos, utilizaba lo que llamó “técnica Kacero standard”, una pequeña alteración del oficio del tapizador o del colchonero. Al principio, los tapizados colgaban de las paredes, mitad cuadro, mitad respaldo. Sobre ellos se leían nombres de artistas, sus fechas de nacimiento y su muerte. En otros, Kacero colocaba calcomanías con fragmentos de libros científicos, epígrafes de imágenes o pedazos de bibliografías. Los textos flotaban sobre fondos monocromos hasta que asumieron su naturaleza de símbolos extraños –“alienígenas”, los llamaba la escritora María Gainza–, tan promisorios de un anclaje y tan incomprensibles como esas leyendas descontextualizadas e incompletas.
Kacero dedicó por lo menos una década a realizar mínimas modificaciones sobre estos signos que, durante los ’90 y los 2000, aparecieron no sólo sobre los capitonés sino también sobre unas cajitas de diapositivas que se superponían entre ellas en diversas combinaciones. Dentro de estos parámetros de reorganización y montaje de poquísimos elementos, la obra de Kacero se replegaba aún más sobre sí misma. Allí están encriptados el fracaso de la utopía modernista, la relectura de la abstracción en clave objetual, la serialidad como proceso industrial y la recuperación a destiempo del minimalismo. Pero toda esa mezcla, reelaborada en un lenguaje sin gramática, protegía a las obras de que se les pegara cualquier discurso. Las obras de Kacero cumplían la paradoja de ser un cuerpo de trabajo en expansión y contracción simultánea.
Quien busque en Detournalia al Kacero de los acolchados, va a tener que conformarse con un capitoné que aparece entregado a su destino de trasto viejo en un diorama. Allí lo cubre la nieve y la desidia, al igual que a un apilamiento desganado de muebles de oficina con los que el capitoné se confunde. Al Kacero de Detournalia no le preocupa ningún tipo de tarea manual y, a decir verdad, no parece preocuparle nada del mundo que, para este especie de urbanita solitario, tiene mucho más de ensoñación que de vigilia, más de conjetura absurda que de constatación física. Por eso, es casi imposible conectar Detournalia con algo que se levante por fuera de las paredes del museo.
La exhibición no entabla relaciones con obras por fuera de la muestra y parece más dispuesta a pagar sus deudas con el mundo libresco borgeano, o con la idea de continuum que Aira propone para su escritura, que con el arte argentino, donde sería complicado rastrearle una tradición. Más allá de un par de obras en las que Kacero problematiza humorísticamente el punto ciego que conecta el arte local con el internacional, la exhibición es sobre todo un rodeo por las propias obras de Kacero, un conjunto que Detournalia reversiona y reacomoda nuevamente como si todavía no les hubiese encontrado la forma exacta y definitiva, como si todavía buscase la palabra precisa que acomode finalmente y de una vez por todas el tiempo en una flecha hacia adelante.
Se pueden ver, sí, algunas referencias a algo así como una vida en Earlater, un video que organiza momentos anteriores y posteriores a un evento del que nunca sabremos nada. Allí está el principio del universo y una clase de esgrima, una familia que se levanta de una mesa y alguien que retoca las flores de un jarrón conectados por una cronología imposible e inenarrable por infinita. O algún visitante voluntarioso podría quizás hipotetizar una sociología del consumo y el voyeurismo en la película donde Kacero se entretiene comiendo carne con papas mientras observa el cuerpo penetrado de Sasha Grey con el mismo desinterés con el que la gente lo mira a Kacero morir en la calle.
Pero estas obras se sustraen a cualquier tipo de análisis sesudo y, al mismo tiempo que tocan un filo pesado y metafísico, se acomodan del lado del sinsentido. Artista del ensimismamiento, chistoso trascendente y cabalista obstinado, Kacero construyó una muestra que, en cada uno de sus bucles, congela una sonrisa de simpatía y compasión en todos los que la recorren.
Fabio Kacero. Detournalia. Curaduría de Rafael Cippolini. Hasta el 12 de octubre. Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (Mamba), Av. San Juan 350. De martes a viernes de 11 a 19. Sábados, domingos y feriados, de 11 a 20. Lunes cerrado (excepto feriados). Martes gratis.
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