› Por Sergio Pujol
En una de sus últimas grabaciones –el disco en vivo de Proyecto Sanluca, junto a Franco Luciani en armónica y Rodolfo Sánchez en percusión–, Raúl Carnota interpreta “Viene clareando”, de Atahualpa Yupanqui y Segundo Aredes. Lo hace de una manera tan original y audaz –en su demorada introducción no hay muchas pistas de lo que vendrá– que rápidamente podemos colegir dos cosas: en primer lugar, el disgusto con que don Ata habría recibido esta versión (el patriarca de nuestro folklore nunca aceptó algún tipo de renovación de la música de raíz nativa, aunque a su manera y en su tiempo él también había sido un renovador), y luego el talento de Carnota y sus compañeros para hacer de aquella zamba un verdadero pronunciamiento artístico.
Por supuesto, ahí está, ontológicamente hablando, “Viene clareando”: el texto (musical y poético) que conocemos y reconocemos. Otras voces y otros ámbitos subyacen en cada versión del tema, acreditando su identidad. Incluso escuchamos a Carnota mientras, por lo bajo, como si viniera de otro cuarto, Los Chalchaleros o el propio Yupanqui nos susurran sus propias e idiosincráticas interpretaciones: “Pero hasta la zamba/ se vuelve triste/ vidita, / cuando se dice adiós...”. La gracia de Carnota consiste en producir pequeñas modificaciones sobre la canción: tempo lentísimo, ritmo melódico desplazado de lugar y cosas por el estilo. De pronto, las certezas flaquean, y el oyente asiste en primera fila a un diálogo profundo entre un intérprete y una tradición.
Si hubiera que definir en pocas palabras el estilo del creador de “Grito santiagueño”, quizá le cabría la imagen de la figura en escorzo, oblicua al plano del folklore, con cierto agrandamiento o desproporción de volúmenes. Para Carnota la clave estaba entonces en la libertad para agrandar o soslayar ciertas partes (notas) de un tema conocido por casi todos, lo que generaba una expectativa maravillosa: imposible aburrirse en un concierto de Carnota. En verdad, al escucharlo, uno nunca tenía total certeza de cuál sería el rumbo de los temas que cantaba. ¿Hacia dónde iban? ¿Cómo resolvería determinada tensión armónica? ¿Qué haría con un tiempo suspendido más de lo habitual o más de lo esperable? ¿Cuánto duraría la interpretación? (“Viene clareando”: 5:54).
Contaba que había aprendido a ser musicalmente libre escuchando los consejos de Enrique “Mono” Villegas, quien dicho sea de paso –o no tan de paso– sabía mucho de folklore. Por supuesto, la asociación entre el jazz y el folklore en el mundo Carnota emerge fácilmente, pero es una explicación un tanto simplista. Otros músicos de su generación, y de la actual, llenaron de tics jazzísticos un repertorio folklórico, y no por ello fueron Carnota. En su caso, ser libre musicalmente hablando no implicaba mudar de género ni buscar un esperanto artístico de dudosa consistencia. El asunto pasaba por la retórica musical, el modo de decir aquello que habíamos oído en otras voces y que ahora se revelaba con matices diferentes.
¿Con qué nuevo fraseo se puede cantar y tocar la tradición? ¿Cuál es el punto más alto de nuestro vuelo en el que todavía podemos divisar la tierra? Esta clase de preguntas guió el arte de Raúl Carnota, quien no casualmente compuso “Chacarera del pensador”. Obviamente –afortunadamente– no fue un vanguardista con manifiesto pegado al bombo legüero, ni se postuló al podio de los inventores ni al de los líderes de opinión artística. Sin duda mereció un mayor reconocimiento del que tuvo, y la discontinuidad de su obra discográfica (quince discos desde 1982) escasamente reeditada, es algo para lamentar. Pero tampoco le calzó el sayo de artista incomprendido ni marginado. Se ganó el respeto de sus coetáneos de la música, tuvo muchos admiradores y quizá algunos discípulos. Amén de su proverbial calidad interpretativa, compuso un corpus de canciones entrañables (“Gatito ‘e las penas”, “La asimétrica”, “Grito santiagueño”, “Salamanqueando pa mí”, “Postales”, “Desandando”), trabajó productivamente con Suna Rocha (a su lado arrancó, en los ’80, una seguidilla discográfica que causó algún revuelo), Teresa Parodi, Lilian Saba, Juancho Perone y Willy González –entre varios otros– y convirtió el trío de guitarra, bajo eléctrico y percusión en un formato idóneo para el folklore (el álbum Reciclón es la mejor prueba). Su idea de la libertad era hermana de la de un humor siempre medido por la vara de la inteligencia. Por ejemplo, supo introducirnos en “Ña Poli o la pureza de la gente como usted” de Parodi con los compases de “Every breath you take” (“Cada vez que respiras”) de The Police.
Podemos situarlo en línea con Chango Farías Gómez, a quien en cierto modo continuó. Guitarrista exquisito y cantor cautivante logró, como Chango, conjugar virtuosamente el canto y la instrumentación, un equilibro poco frecuente entre quienes, un poco antes que él, habían protagonizado la escena de la renovación folklórica (mal llamada “proyección”), allá por comienzos de los ’70. Carnota murió hace unos días, sigilosamente. Los médicos aseguran que padecía una grave enfermedad respiratoria. Cruel ironía en un cantor de voz rugosa, que gustaba comparar la música con la respiración, esa acción rítmica un poco voluntaria y otro poco inconsciente. De todos modos, siguió cantando hasta el final (su testamento se llama Runa), logrando que el deterioro corporal no comprometiera la calidad de su obra. Quizá por eso su muerte sorprendió: nunca lo oímos cantar mal. Nunca perdió el sentido del suspenso musical, esa tensión con la que supo poner en vilo al no siempre despabilado mundo del folklore.
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