FOTOGRAFIA En la era digital, el trabajo de los historiadores de la fotografía se resignifica, se convierte casi en una búsqueda del tesoro y también se transforma en un desafío ante esos millones de imágenes que se toman cada día con computadoras, teléfonos y cámaras. En esta entrevista, el historiador de la fotografía argentina Abel Alexander repasa aquellos primeros encuentros de fotografía histórica en los años ’80 –a los que concurría, por ejemplo, Sameer Makarius–, explica cómo se recuperan las fotos que la gente tira a la calle y anticipa lo que será el 11º Congreso de Historia de la Fotografía en la Argentina (1839-1939), que él dirige y que hará el 24 y 25 de octubre en Chascomús.
› Por Marcos Zimmermann
Roland Barthes estaría encantado con un dato que refrenda su teoría sobre la relación que tiene la fotografía con la muerte: la primera imagen fotográfica, tomada por Nicephore Niepce en 1822, fue fijada sobre una placa emulsionada con betún de Judea, un alquitrán sensible a la luz bautizado así por haber sido descubierto en yacimientos naturales del Mar Muerto. La simiente adversa que esconde esa especie de espejo maldito del pasado, que según Barthes es la fotografía, aparece así clavada en la médula de un invento que, cuanto más preciso intentaría hacer el registro de la vida, más conseguiría perfeccionar el retrato de la muerte.
Enunciada así, la idea de Barthes equipara su agudeza para la exégesis con la ignorancia de unos nativos de Chiapas que asesinaron a un hombre acusado de tomar una foto en la iglesia de San Juan Chamula. O con el oscurantismo de los sioux de Nebraska, que no permitieron fotografías de Caballo Loco ni siquiera después de muerto. O hasta con el pensamiento New Age, que insiste en que el aura de las personas se conserva en fotografías y espejos, objetos dedicados desde siempre a robarnos el espíritu.
Refrendada por un club de adherentes tan imaginativos, esta curiosa teoría parece confirmar la victoria de este dispositivo mecánico, reproductor de muerte sobre la vida y ratifica su triunfo sobre otros atributos más vitales de la fotografía: el viaje mágico que impulsa hacia otro tiempo, la alegría de rememorar momentos felices a través de una foto, la revelación que nos despiertan ciertas fotografías-obras-de-arte y la utilidad práctica de una disciplina que durante los últimos dos siglos ayudó a investigaciones de todo tipo, trajo el mundo a nuestra casa, facilitó la educación y, si se quiere volar más bajo, hasta ofreció compañía muda a tantas manualidades adolescentes solitarias.
Cierto es que hubo en todo esto algo de oscurantismo. Desde el betún de Judea de Niepce hasta el daguerrotipo de Daguerre, desde los calotipos de Fox Talbot hasta los negativos de coloidón húmedo de Le Gray, desde las copias de albúmina de Blanquart-Evrard hasta los papeles de gelatina al bromuro de Maddox pasaron 175 años de cuartos oscuros, química y secretos guardados bajo siete llaves por fotógrafos con alma de alquimistas.
La era digital terminó definitivamente con estas fórmulas secretas. Pero, además, decapitó la supuesta necrofilia intrínseca a la fotografía, sugerida por Barthes. Hoy, la fotografía es una aliada de la vida, mucho más que de la muerte. La facilidad digital la volvió más viva que nunca. Sólo con apretar un botón el presente se revela instantáneamente o desaparece. El tiempo se come al tiempo o lo replica hasta el infinito, si se desea. Y el temido encuentro con “el pasado que vuelve”, que tanto asustó a Barthes en París y a Lepera en Buenos Aires, se volvió ahora un encuentro cotidiano e irrespetuoso con la historia. Con la antigua y con la reciente. Con la propia y con la colectiva.
Todos los días millares de fotografías en cámaras digitales, celulares y computadoras intercambian pasado y presente, eliminan recuerdos o alientan resurrecciones velocísimas: las fotos de la relación fugaz con una muchacha conocida esa noche en el pool, reproducida y descartada casi tan rápido como la muchacha; las imágenes de la fiesta de bautismo de hace pocas semanas o años –ya no las recuerdo porque las borré–; el cálido encuentro del otro día con Juan –¿es él u otro, el de la foto?–; el viaje enviado en capítulos de fotografías descartables a los amigos de Facebook –¿con quién lo hice?; ¿a dónde fui?–; la fotografía de la manifestación –¿la tomé hace un instante o ayer?–.
Dicho esto, sería hora de convocar a un experto que nos ayudara a entender esta ensalada de magia, filosofía, historia y ciencia que se entremezclan en la fotografía. “El cacique Pincén ya sabía de la relación entre la fotografía y el tiempo”, cuenta Abel Alexander, uno de los principales referentes de nuestro país en el campo de la investigación de la fotográfía histórica. “La primera vez que pusieron a Pincén frente a una cámara fotográfica creyó que lo iban a fusilar. Pero sobrevivió. Cuando, poco tiempo después, Antonio Pozzo lo fotografió en Buenos Aires, el cacique ya había aprendido qué era la fotografía y pidió ser retratado con su lanza. El perito Moreno corrió hasta el Museo de Ciencias Naturales y se la trajo. Pincén aparece con ella en la famosa foto de Pozzo, consciente de estar enviando al futuro un mensaje de bravura.”
Abel Alexander habla pausadamente. Y reflexiona. “Todas las fotografías son importantes. Todas son momentos congelados en la vida de las personas, o de las naciones. Todas esconden relatos extraordinarios. Es cierto que la fotografía viene de la muerte. Pero también posibilita la resurrección. Quienes enfrentan una cámara saben que su imagen los sobrevivirá. Cuando ya no queden rastros de nosotros, cuando no quede más edificio donde uno vivió, cuando ya no haya tal vez ciudad aquí mismo, todavía será posible asomarse a nuestra historia a través de la fotografía. En cambio, si la imagen fotográfica se pierde, morirá con ella el último testigo de nuestra historia. Todos morimos dos veces. Cuando lo determina la biología y cuando se destruye nuestro retrato. Mientras éste exista, estaremos aún en esta vida.”
Alexander parece conocer todas las caras que adopta el pasado cuando se esconde en una fotografía. Y da la sensación de olfatear su rastro con agudeza, a través de diminutas señales que a todos se nos escapan. Quizá por eso, hace esta advertencia. “El archivo fotográfico más grande que tiene la Argentina no está en los museos. Está en las casas particulares: en las cajas de zapatos olvidadas en el fondo de los roperos. Allí está a salvo hasta que aparece un estúpido que las destruye porque le parecen viejas, o de gente que no conoce. Lo curioso es que este proceso de destrucción se parece mucho al que seguimos los seres humanos”, continúa Alexander. “Algunos rompen las fotos para que no caigan en manos extrañas. Pero otros las incineran, como a los cadáveres, las entierran como en el cementerio, o las abandonan en el departamento que tienen que desalojar, como se hace con los viejos en los geriátricos. Luego, el nuevo propietario las tira a la calle. Y ahí vienen los que llamo mis ‘agentes culturales’: los cartoneros que las venden en los mercados de pulgas, donde llegan los anticuarios que las comercializan en San Telmo con los historiadores, quienes realizan la selección más fina. La fotografía llegó a la Argentina en 1843, de la mano de un norteamericano llamado John Eliott. Desde entonces hasta hoy, miles de máquinas fotográficas han registrado la historia de nuestro país. Sus ritos sociales, sus momentos políticos, la vida cotidiana.”
¿Por qué un joven del siglo XXI debiera interesarse en un tema que parece hecho a la medida de archivistas?
–Al contrario, la investigación histórica de fotografías está hecha para gente con alma de exploradores inquietos. En el mundo ya no hay más lugares por descubrir. Todo está descubierto, medido, pesado. Sólo queda una última aventura: el viaje hacia historias inesperadas, a través de estas máquinas del tiempo que son las fotografías antiguas.
¿Qué piensa de la fotografía digital y de su capacidad de traer el pasado al presente?
–Creo que nunca se hicieron tantas fotografías como ahora y nunca quedará tan poca. Un daguerrotipo de mediados del siglo XIX es más estable que una fotografía digital, que con sólo apretar una tecla, desaparece. Sin embargo, como historiador de la fotografía estoy agradecido a la fotografía digital. Mucha gente ha comenzado a reproducir sus fotografías de familia y a enviarlas a otros países, donde parientes y amigos intervienen y dicen que tal sitio no es tal sino otro, o que tal persona retratada tenía otro nombre. La trama histórica se reconstruye así entre todos. Y esto es una revolución inesperada.
Abel Alexander se explaya enseguida sobre su proyecto más inminente: el 11º Congreso de Historia de la Fotografía en la Argentina (1839-1939), que se realizará el 24 y 25 de octubre en Chascomús. El encuentro coincide con el 175 aniversario de la presentación del invento a los miembros de las Academias de Ciencias y Bellas Artes de Francia. “Hacemos el Congreso en Chascomús porque allí vivió Julio Felipe Riobó, a quien se considera el padre de la fotografía histórica en la Argentina. Un médico que formó la primera colección de daguerrotipos, ambrotipos y ferrotipos, que luego donó al Museo Pampeano de Chascomús y al Museo Histórico Nacional”.
A Riobó, como a Vicente Gesualdo, Mario Tesler, Enrico Lanza, Luis Príamo, Juan Gómez, Miguel Angel Cuarterolo –su gran amigo–, y al mismo Alexander, lo movía la pasión y no el interés. Con ese mismo espíritu, en 1985, Alexander formó el Centro de Investigaciones sobre la fotografía antigua en la Argentina, Dr. Julio Riobó, que tuvo su primera reunión en el Club Social de Quilmes y continuó en encuentros mensuales en la librería Pardo, donde concurrían Sameer Makarius y Luis Figueroa entre otros. Allí se crearon las primeras cartillas de conservación y se escribieron los primeros boletines y catálogos. Allí también se recibieron con admiración dos de los primeros libros de fotografías históricas: Imágenes del Río de la Plata, de Miguel Angel Cuarterolo y Bequer Casaballe, e Historia de la fotografía en la Argentina, de Juan Gómez. También allí surgió la idea de Alexander de realizar el primer congreso de fotografía antigua, concretado en 1992 gracias al apoyo de Sergio Lugo, responsable cultural del Círculo Médico de Vicente López.
Abel Alexander rememora hechos y protagonistas que lo acompañaron en su búsqueda detectivesca de pequeños datos en fotografías aparentemente triviales. Una actividad que lo llena de orgullo y que lo impulsa a resucitar a quienes todavía duermen, como Lázaros, encerrados en cajas de zapatos.
No sé cuántas de esas historias esperan todavía la llegada de Abel Alexander. Tampoco sé cuántas de estas resurrecciones milagrosas él mismo provocará. Lo único que sé es que el antepasado fotógrafo más antiguo que tiene Alexander, don Adolfo Gerónimo Ramón Alexander, padre de su tatarabuelo, no habría imaginado llegar al siglo XXI vivo y tan bien custodiado por su chozno. Es que Abel Alexander sigue convencido de que, mientras el retrato que tiene de don Adolfo exista, no habrá muerto. Ni él, ni su vida, ni su época. Y aunque Roland Barthes insista en achacarle a la fotografía un estigma negativo nadie podrá dudar, después de todo esto, de que la fotografía es una aliada de la vida y no de la muerte.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux