CINE Se estrena la película que ganó el gran premio del jurado en Sundance y acaba de ser nominada al Oscar: Whiplash es la historia de un joven estudiante de batería de jazz en un prestigioso conservatorio de música neoyorquino que quiere alcanzar la gloria y la relación con su cruel maestro, interpretado por J. K. Simmons, que por su trabajo acaba de ganar el Globo de Oro. Física, bestial, la película de Damien Chazelle recuerda al entrenamiento de un atleta de alta competencia, mientras mezcla la búsqueda de la excelencia con la disciplina militar, el abuso de autoridad y el maltrato emocional, al punto de que los críticos la consideraron una mezcla de Nacido para matar con La sociedad de los poetas muertos en versión sádica.
› Por Paula Vázquez Prieto
“En la vida de los estadounidenses no hay segundos actos.” La frase de F. Scott Fitzgerald abría la notable biopic del gran músico de jazz Charlie “Bird” Parker, dirigida por Clint Eastwood en 1988, y resumía una constante presente en la búsqueda del éxito y la gloria que ha marcado la conciencia de los perseguidores del sueño americano: el triunfo se proyecta desde la largada. Ese anhelo de trascender el tiempo vivido, de quedar inscripto en la Historia con una marca indeleble, es la ambición del joven protagonista de Whiplash, la película sensación del último festival de Sundance que se estrena en estos días en Buenos Aires. Estudiante de un prestigioso conservatorio neoyorquino (que evoca claramente a la Escuela Juilliard, ubicada hoy en el Lincoln Center), Andrew Neiman (Miles Teller) aspira a convertirse en un nuevo Buddy Rich, emblema del talento en estado puro en la batería de orquestas de jazz como las de Tommy Dorsey o Harry James, cuya fotografía en blanco y negro preside los tiempos de ensayo del novel baterista y alimenta su sueño de alcanzar esa meta irrenunciable con una consciente dedicación y una clara voluntad de sacrificio. En su camino aparece Fletcher (J. K. Simmons), maestro tirano y excéntrico, mentor y verdugo, cuya táctica para impulsar a sus alumnos a la excelencia combina el exquisito oído musical con una severa disciplina rayana en el maltrato y la humillación. El encuentro entre ambos personajes, clave de la dinámica que propone la película, nace de la curiosidad de Andrew, de su deseo de ser visto y elegido, de su tenacidad dispuesta para llegar a esa meta cueste lo que cueste. Y también de la secreta convicción del educador: cree que tiene entre manos un fascinante descubrimiento.
Whiplash se nutre directamente de las experiencias juveniles del escritor y director de la película, Damien Chazelle, quien con solo 29 años trasciende los límites del circuito festivalero con su segunda apuesta sobre el mundo contemporáneo del jazz –la primera, en 2009, Guy and Madelaine on a Park Bench, contaba la historia de un trompetista y el encuentro del amor con la tímida e inocente Madeleine– en el que la música y la definición de las obsesiones de sus criaturas van de la mano. “Cuando comencé a escribir el guión –le contaba Chazelle a Scott Foundas de la revista Variety, a propósito de la presentación de la película en el Festival de Toronto el pasado mes de septiembre– solo tenía en mi cabeza a un baterista que era capaz de llegar lo más lejos posible para alcanzar la gloria, y el precio que pagaba por ello. Mi idea era mostrar la parte física de la música, como si escribiera una película sobre música al estilo Toro salvaje. Luego apareció el personaje del maestro, que se fue modelando con el recuerdo que yo tenía de un profesor y algunas anécdotas de otros músicos como Buddy Rich, famosos por atormentar a los integrantes de sus orquestas.”
Tomando como punto de partida un cortometraje del mismo nombre realizado en 2013, Chazelle define la relación maestro-discípulo a partir de una puesta en escena casi “muscular”: la intervención violenta de los cortes, los ritmos del montaje, la elección de planos detalle, los vaivenes del sonido, la utilización del ralenti, permiten configurar una experiencia sensorial en la que la música se hace carne, se hace cuerpo, dando pie a una estructura que se construye ante nuestros ojos, ligándose de modo íntimo a la música que la contiene y la proyecta. Las canciones que inundan la banda de sonido van desde clásicos como “Caravan” de Duke Ellington y Juan Tizol, “Cathy’s Song” de Buddy Rich, o la “Whiplash” del título, compuesta por Hank Levy, hasta melodías modernas como las compuestas por Justin Hurwitz, “When I Wake” y “Case’s Song” o “Keep me Waiting” de Dana Williams.
La fisicidad del trabajo musical, que en Whiplash se consagra con las largas sesiones de ensayo, en las que el esfuerzo se cristaliza en un sudor pesado y embriagante y en las llagas sangrantes que salpican las manos que sostienen los palillos del instrumento, es un claro indicio de la concepción sacrificial del logro artístico, en la que la pérdida, la renuncia, el dolor y el castigo son estaciones obligadas en un pagano vía crucis que supone el camino al reconocimiento. Y acá hay un elemento clave que plantea Chazelle, que es la alta competencia como un escenario propicio para que esa tenue barrera que separa el estímulo del abuso se torne difusa, para que la provocación y la intensidad emocional contenida en las palabras agresivas del maestro se conviertan en el ejercicio de un poder intangible que desemboca en el sufrimiento y el autoboicot. En Sundance aparecieron varios guiños al respecto: circulaban apodos como “Full Metal Julliard” (combinación entre Full Metal Jacket , título original de Nacido para matar de Stanley Kubrick, y la Escuela Julliard) o se la mencionaba como una versión sadomasoquista de La sociedad de los poetas muertos de Peter Weir: la disciplina militar, el abuso de autoridad y el maltrato emocional aparecían como la tríada más mencionada. El crítico A. O. Scott de The New York Times la comparó acertadamente con una película de deportes, tanto en su estructura y en el suspenso extendido de las escenas de performance, como en la ambición del baterista-atleta que consagra sus horas de estudio y tiempo libre a una práctica desenfrenada, al estudio obsesivo de ritmos y compases, al conocimiento minucioso del instrumento, sin dar lugar a cualquier distracción que lo aparte del camino elegido.
Abandonado por su madre, sobreprotegido por su padre, Andrew tiene solo 19 años, no tiene amigos, es tímido con las mujeres, y no tiene formación musical más que la dedicada vocación de escucha y aprendizaje autodidacta que ha marcado sus días de adolescencia. La mirada del maestro despliega su confianza inicial y ese espejo en el que se refleja lo vuelve contradictorio: por momentos inseguro y dependiente, en otros, pedante y descortés. Esa vocación sarmientina lo aísla en su propia soledad e intransigencia: no tiene tiempo para desvíos ni desatenciones, no puede salir con una chica a la que invita al cine un par de veces porque debe concentrarse en su “trabajo”, no tolera a sus primos cultores del fútbol americano, no hay nada más importante en su vida que esa excelencia proyectada. El rojo de la sangre impregna platillos y tambores como si fueran rastros de ese horror mudo que atenaza su voluntad en una obsesión que lo carcome: alcanzar el tempo de un sonido único, elusivo, casi místico, que solo se consagra en la aprobación de la voz del maestro.
“Not quite my tempo” es el grito de inconformidad del políticamente incorrecto Fletcher, interpretado por un agudo J. K. Simmons, conocido sobre todo por series como Oz, La ley y el orden o The Closer y por algunos papeles secundarios como el odioso editor de Peter Parker en las Spider Man de Sam Raimi, que aquí se revela con un timing muy aceitado en el despliegue de chistes tan filosos como ofensivos sin nunca perder la concentración en una mirada incendiada e intimidante que petrifica a sus temerosos estudiantes. Tal vez su más lejano antecedente sea la inolvidable interpretación de Edward G. Robinson en aquel clásico del noir de Billy Wilder, Pacto de sangre (1944), en la que era capaz de soltar cada línea de diálogo escrita por la laberíntica pluma de Raymond Chandler con una naturalidad envidiable, como si hubiera nacido para decir esas palabras. Chazelle le contaba a Foundas en el reportaje de Variety que fue Jason Reitman, uno de los productores ejecutivos de la película, quien sugirió a Simmons para el papel: lo había dirigido en La joven vida de Juno, Amor sin escalas y Aires de esperanza, pero fue el recuerdo del temible Vernon Schillinger, aquel prisionero que interpretaba en la serie de HBO Oz (1997-2003), el que lo conectó directamente con el papel. “Tiene un gran sentido del atuendo que lleva, de la postura; había asistido a una escuela de música, así que aportó ciertos elementos que resultaron muy auténticos.”
“No existen dos palabras más dañinas en el idioma inglés que good job”, que es la frase con la que Fletcher sentencia a la mediocridad como el peor de los pecados. Su comportamiento abusivo e implacable se justifica, en su discurso, en la decisión de empujar a los talentosos “más allá de los límites”. Límites impuestos, tal vez, por una sociedad que ha caído en sus estándares de exigencia, o por una tendencia creciente a la propia autoindulgencia. Lo cierto es que Fletcher se lamenta de los tiempos que corren, en los que el jazz está muriendo, en los que los grandes nombres como Louis Armstrong o Charlie Parker nunca parecen asomar en el horizonte, tiempos en los que parece haber triunfado un conformismo abúlico que da como resultado ritmos predigeridos editados en serie por la cadena Starbucks. Detrás de este discurso de cascarrabias, en el que los viejos tiempos siempre fueron mejores, Chazelle agita la ambigüedad de un personaje que construye en esos discípulos que aparecen esporádicamente para desafiarlo y sorprenderlo los fantasmas de su propio fracaso. La fantasía de compartir aunque sea lateralmente el mérito conseguido por el otro, ese logro que para él parece ya inalcanzable y que llega de la mano de un reconocimiento íntimo y privado por haber sido el impulso, la llama que despertó la ambición de superarse y alcanzar la gloria. Esa amarga frustración que alberga, que solo emerge en algunos momentos esporádicos de vulnerabilidad, es la que concentra la atención de Chazelle en el duelo entre sus personajes, en esa disputa que nunca termina en el horario de clase.
Parece que Charlie Parker nunca se hubiera convertido en “Bird” si no fuera porque el legendario Jo Jones le tiró un platillo de la batería por la cabeza y casi lo decapita. Esa anécdota que Fletcher repite orgullosamente como medida para su sadismo aparece también en varios momentos de la Bird de Clint Eastwood, a media luz, como un punteo silencioso de ese itinerario trágico y consagratorio que tuvo el pájaro del jazz. En Whiplash reaparece el espíritu de aquel recuerdo que Eastwood ponía en escena con el pudor de un admirador: Charlie se presenta a tocar el saxo en una sesión de improvisación; desde abajo del escenario lo apuran para que termine y lo abuchean mientras él se extiende en su interpretación. De repente, el platillo llega volando y tras esquivarlo recibe una lluvia de risotadas burlonas. “Esa noche llora tendido en su cama, pero al otro día se levanta y practica; practica con un solo objetivo en mente: que nunca vuelvan a reírse de él.” Lo que esa estocada imprevista representa para el ignoto Charlie Parker de los años ’30 es el inicio de una técnica revolucionaria surgida tanto de la práctica y la dedicación como del talento natural.
La historia de Whiplash es la conquista de ese desafío en el que emergen la excelencia y la gloria, es la definición de un campo de batalla en el que hay de todo, como decía Samuel Fuller del cine: amor, odio, violencia, acción, muerte. En una palabra, emoción. Es en ese campo de batalla donde surgen los mejores artistas de la Historia.
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