ANIMACIóN. VUELVE AL CINE Y EN 3D BOB ESPONJA, EL DIBUJITO MáS LISéRGICO DE LA TV
› Por Mariano Kairuz
Tras veintipico de años de dibujitos animados posmodernos, autoconscientes, escatológicos y cancheritos, se puede decir que Bob Esponja –el personaje, no la serie, que es una de las más exitosas desde su creación, en 1999– es de lo menos posmoderno, autoconsciente y canchero que haya dado el género. Es el personaje más inocente de la televisión contemporánea no destinada a preescolares; su risa es franca e idiota. Tan idiota que en su nueva película, Bob Esponja: un héroe fuera del agua, recién estrenada acá y en el mundo, esa risa es utilizada como instrumento de tortura para extraer una confesión del villano. Que es el villano de siempre, claro: el pequeño, frustrado diabólico, temperamental Plancton.
Lo que tiene de moderno, dentro de ese infierno de estupidez y cinismo que puede ser a menudo la animación televisiva, es su libertad indómita. Tan libre es Bob Esponja –la serie– que esta segunda película alcanza algunos momentos de hermosa y disparatada abstracción, lo que no es poco decir para una producción de ¡75 millones de dólares!, distribuida por Paramount. Un héroe fuera del agua es, de algún modo, como el sueño de los surrealistas: el relato que se ha liberado de las cadenas de la lógica narrativa; de la cárcel del pensamiento racional; de las aplastantes convenciones del sentido común; la aventura desencadenada, liberada a la explosión de los sentidos, y la pavada descerebradísima pero gozosa y sin nada de culpa. Hay, inevitablemente, una angostísima línea argumental, según la cual Bob, su inseparable Patricio Estrella, la ardilla submarina Arenita, Calamardo y Don Cangrejo –el codicioso jefe del local de comidas rápidas para la vida bajo el océano El Crustáceo Cascarudo– unidos por las circunstacias al inescrupuloso Plancton, deben emprender el viaje del héroe: un viaje a través del tiempo, un viaje hacia la superficie de las playas humanas, un viaje hacia los abismos del 3D digital. ¿Y todo para qué? Para rescatar la fórmula secreta de la exitosa Cangreburger. Tal es el poder hipnótico de las imágenes que se despliegan sobre este pretexto, que antes de que podamos procesar todo el absurdo contenido en la línea anterior, ya nos habremos entregado a la experiencia, con el cerebro desactivado, como hipnotizados, cantando, casi sin quererlo, “Vive en una piña en el fondo del mar...”.
Si se lo piensa un poco, la idea de llevar a los niños a ver Bob Esponja puede ser como darles unas planchitas de LSD disfrazadas de caramelos Sugus. Si se conoce el dato, mencionado antes, de los 75 millones de dólares, uno sale del cine pensando ¿cómo fue posible? ¿Cómo es que los convencieron?
Bueno, esto no empezó acá; empezó con las Silly Simphonies hace más de ochenta años, alcanzó su pico con Bugs y Lucas y los Looney Tunes, pero recién llegó a la televisión en serio con Ren & Stimpy, en los ’90. De la pareja del gato gordo y el chihuahua histérico creados por John Kricfalusi, Bob Esponja heredó ciertas particulares marcas visuales –como el plano detalle documental; carnal, purulento y a veces escatológico hasta la náusea– así como la sugerencia de la amistad homoerótica, lo que las últimas corrientes de la comedia norteamericana bautizaron bromance. Su único equivalente en el dibujo animado televisivo actual acaso sea Hora de Aventura, la extraordinaria creación del nerd fóbico Pendleton Ward que la rompe desde hace seis años en Cartoon Network y que, también, sobre el McGuffin de la aventura, más que clásica, a-la-antigua, medievalista, desparrama desquicio sobre un universo de colores plenos. Dirigida por el mismísimo creador de Bob, Stephen Hillenburg, Bob Esponja, la película –un éxito, en su escala, diez años atrás– era ese mismo espíritu llevado al cine, con varios momentos de qué-es-esto-que-estamos-viendo, hasta el mismísimo final, en que los protagonistas surcaban el océano colgados de los pelos de las piernas de David “Baywatch” Hasselhof. Bob Esponja, un héroe fuera del agua, de Paul Tibbitt –que es quien se hizo cargo del programa cuando Hillenburg se hizo a un lado tras tres temporadas–, es eso mismo, potenciado, multiplicado, despatarrado. Con música de Pharrell, y con Antonio Banderas como el corsario Barba Burger, quien a falta de mejores interlocutores les relata todo el asunto a una bandada de gaviotas. En uno de sus momentos convencionalmente argumentales, el pueblo de Fondo de Bikini, ante la perspectiva de no poder volver a saborear nunca más en sus vidas las adictivas esencias de su sandwich chatarra favorito, desciende al desastre del caos social y político, se entrega al apocalipsis y la anarquía: cuando están aterrados, los habitantes de Bikini se comportan como unos verdaderos cretinos, como lo hace el ciudadano común y corriente de Springfield en Los Simpson o casi todos los civiles aterrados en las novelas de Stephen King. Pero, como bien señaló en su reseña de la película la revista Variety, esto ocurre por el mero placer de representar la violencia, el caos y la desesperación (un combo narrativo irresistible), y Ti-bbitt jamás atina a “fingir la menor seriedad, y se mantiene firme en su renuncia a adherir a ningún tipo de tema central o a impartir algún tipo de lección”, ni sobre la amistad, ni sobre el heroísmo, ni sobre nada. Uno no sale de ver la película ni un poco más inteligente, y eso es lo que corresponde. Quizás, incluso, hasta salga con el cerebro un poco esponjado.
Pero proteger la esencial tontería de todo el asunto es, para estos campeones del dibujo animado inteligentísimamente idiota, libre y feliz, una cuestión de principios.
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