En los años ’60, Margaret Keane conquistó el gusto popular norteamericano con sus retratos de niños tristes de ojos enormes, brillantes y enigmáticamente compungidos. En realidad, primero fue su marido, Walter Keane, quien sedujo a masas y celebrities con sus pinturas, hasta que saltó a la luz, escándalo mediante, quién era la verdadera autora del estilo big eyes. Y así, Big Eyes, se titula la película que cuenta la vida de Margaret Keane desde que vendía sus cuadritos en una feria en California hasta los años posteriores a haberle ganado el juicio al ex. No es nada casual entonces que quien se haya interesado por esta historia y esta estética haya sido nada menos que Tim Burton, uno de los grandes reyes del pop. El resultado es un film que trajo polémica y dividió a la crítica, una vez más, acerca de qué es arte y qué no lo es en el mundo contemporáneo.
› Por Verónica Gómez
Vemos a Margaret Keane en una feria de artistas al aire libre estilo Caminito, sentada en su puesto con actitud solícita y cara de cordero. Ofrece retratos pintados in situ. Pero los posibles clientes pasan de largo, parecen más interesados por las manchas coloridas y gestuales del puesto de enfrente. Probablemente buscan algo más moderno. Estamos en San Francisco en 1958. Hace tiempo que Nueva York comenzó a disputarle a París el título de “centro del arte”, y viene ganando la batalla. Ya el expresionismo abstracto se erigió como el primer movimiento pictórico made in USA. El action painting, con su vertiginosa gestualidad y desprecio por la representación realista, es lo que está de moda en las góndolas del arte contemporáneo de elite. Pero Margaret no se ha enterado de nada de todo esto. A sus espaldas, un conjunto de retratos de niños de ojos saltones esperan en vano a que algún transeúnte les devuelva la mirada. Su hija Jane, como un soldadito serio y bello, parada junto a su madre, es la modelo de todos esos retratos. Margaret acaba de abandonar a su marido, dejó la casa con jardín al frente y techo a dos aguas en los suburbios californianos y se lanzó a la ruta con su hija y su carpeta de dibujos como único antecedente laboral. Ahora debe ganarse el sustento. Y no es que esté muy dotada para la autopromoción que digamos. Se vende barato. Y encima, cuando consigue un cliente, lo deja regatear, cede.
En el puesto de al lado, un hombre vestido a lo Picasso, casi una caricatura de bohemio parisiense, de ademanes amplios y sonrisa de publicidad de pasta dentífrica, seduce a un grupo de damas esgrimiendo filiaciones entre los mediocres paisajes que cuelgan de la rejilla, y de los cuales se atribuye la autoría, y el impresionismo francés. Suelta nombres de artistas reconocidos, Pisarro, Monet, como si fueran sus amigotes del bar. Dice que vivió en París, en una buhardilla, que dejó la vida burguesa para ser artista. Que durante mucho tiempo ha sobrevivido con pan, vino y pasión. Que la vida del artista es así, tomar riesgos. Es Walter Keane, y mucho de lo que dice es mentira. Pero nadie lo sabe todavía. Y mucho menos Margaret que, además del talento para la pintura, parece tener un especial talento para la credulidad.
Margaret Keane nació en Tennessee, en 1927, pero antes de convertirse en Margaret Keane fue Peggy Doris Hawkins y Peggy Ulbrich. En 1955 se casa con Walter Keane y es el comienzo de una sociedad artístico-comercial que crece de forma meteórica: durante 12 años Margaret pintará los cuadros y Walter Keane se ocupará de promocionarlos. Hasta aquí, parece la alianza perfecta. La timidez patológica de Margaret es compensada por la capacidad inusual para el marketing de Walter. Pero hete aquí un detalle: la autoría de los cuadros no será de Margaret sino de Walter. La razón: una mujer no vende tanto como un hombre, y menos si es tímida como un roedor. Así la convence Walter, quien diseña el escenario eficazmente mientras se autoproclama como actor principal. Margaret acepta sin resistirse mucho, después de todo ¿qué destino le espera, acumular cuadros y cuadros sin ver un peso? Walter es una oferta de salvación muy tentadora. Además, casarse con él le permite conservar a su hija, cuya tenencia le reclama el ex esposo.
Lo cierto es que Walter resultará un manager formidable: en menos de una década los cuadros de niños de ojos grandes inundan el mercado, desde muestras individuales en bares hasta las vidrieras de las tiendas y los supermercados, donde las imágenes se reproducen hasta el hartazgo en posters y tarjetas de felicitaciones, al alcance de todos los bolsillos. En pocos años, Keane abrirá su propia galería. Tiene los fondos suficientes para no depender de la aprobación de ningún crítico. Está en la cresta de la ola. Pero el reconocimiento económico no alcanza: Walter Keane quiere la gloria.
Woodside, California, 1963. Margaret ha trocado su melena recatada por el cabello corto inflado en altos, estilo bouffant. Ha sumado fama a su marido y spray a su cabello. Una hectárea de jardín y piscina, un caniche y mansión de paredes vidriadas. Sin embargo, ella no debe notar la cantidad generosa de luz que inunda la casa, porque pasa casi todo el día encerrada en el sótano pintando. Allí no entra nadie, excepto el perro. Ni siquiera su hija Jane tiene acceso al escondite de su madre, aunque sospecha que hay gato encerrado. Una pared repleta de recortes de prensa y fotografías enmarcados da cuenta del éxito de su esposo. Viven el sueño americano, son tapa de la revista Life.
Desde el ama de casa hasta la estrella de Hollywood, todos quieren tener un Keane. Zsa Zsa Gabor, Kim Novak, Adlai Stevenson, Natalie Wood, Robert Wagner, Joan Crawford, Jerry Lewis, Liberace... el pincel de Margaret no deja títere con cabeza en el mapa de las estrellas. Los delirios de grandeza de Walter crecen como hongos en la humedad del bosque. “Yo ya tenía una fábrica antes de que él supiera lo que era una lata de sopa”, llega a decir refiriéndose a Andy Warhol, en uno de sus frecuentes ataques megalomaníacos. La fábrica Keane, una vez puesta en marcha, no puede parar, devorándolo todo, especialmente la poca autoestima que a Margaret le queda. El costo psicológico parece no ser aún tan alto como para empujar a Margaret a decir la verdad. Mientras ella se recluye cada vez más, el histrionismo de Walter se agiganta. Se suceden las fiestas repletas de celebrities, las borracheras, las amantes. La fortuna del matrimonio crece a la par del odio. Pero un día la gota colma el vaso. Es el día en que Margaret descubre que los paisajes de calles parisienses de Walter no son de Walter. Cuando rasca con una espátula la firma, pintada con acrílico sobre óleo, se desprende fácilmente y aparece el verdadero autor: S. Cenic. “Nunca fuiste pintor, ni siquiera sabés que el agua y el aceite no se pueden mezclar.” Y como si ese saber técnico básico fuera una metáfora de su matrimonio, Margaret abandona a Walter para siempre.
Sol y palmeras. Aguas turquesas. Arenas blancas. Hawai. Ese es el nuevo paisaje de Margaret, el escenario donde se producirá la conversión religiosa que le dará la fuerza para exponer la mentira sostenida por más de una década: ella es la verdadera artista detrás de los ojos grandes. La mujer detrás del gigante con pies de barro. En su nueva etapa religiosa, Margaret lee mucho la Biblia. Allí dice que un Testigo de Jehová debe ser honrado. “El que miente que no mienta más.” Elige un programa de radio para destapar la olla. Corre 1970. El escándalo se desata como una tormenta de verano. Margaret, envalentonada en su nueva fe, reta a Walter a pintar frente al público en la San Francisco’s Union Square pero Walter no se presenta, y encima la demanda por difamación. Luego se esfuma por doce años en España y vuelve a asomar la nariz cuando en 1986 Margaret lo demanda a él y al periódico USA Today por un artículo publicado en el que Walter vuelve a atribuirse la autoría de los big eyes. Van a juicio. El proceso dura cuatro semanas y se transforma en un show de talentos. El jurado pide al ex matrimonio que pinte un cuadro, cada uno en el estilo Keane. Margaret pinta un cuadro en 53 minutos. Walter Keane no pinta nada aduciendo un dolor insoportable en el hombro. El jurado falla a favor de Margaret. Se le reconoce la autoría de los cuadros y condena a Walter a pagarle 4 millones de dólares por daños emocionales y menoscabo a su reputación. Por supuesto, Margaret no verá ni un peso, pero la verdad salió a relucir y eso es lo que importa.
Margaret se casa con el escritor deportivo Dan Maguire en Hawai. La vida le sonríe. Los cuadros se llenan de colores. Arco iris, praderas paradisíacas impregnadas de pura armonía adornadas con cascadas y animales a granel. Un Arca de Noé de poster Paksa. Su obra es más pop que nunca. Tan pop como una ilustración de folleto de los Testigos de Jehová. Una felicidad de pancarta que roza lo macabro.
Cuando Tim Burton crecía en Burbank, California, los big eyes de Walter Keane (pues todavía se creía que eran de él) estaban por todas partes. En el consultorio del doctor había una niña de ojos grandes con un poodle. En el consultorio del dentista una serie de niños con gatos. Cuando iba al supermercado se topaba con tarjetas de felicitaciones con las bailarinas de Keane, los niños abandonados de Keane, los cowboys de Keane. “Sentía como si ellos estuvieran siguiéndome... Era como estar en un sueño bizarro, cautivante”, recuerda Burton.
Hace tiempo que Burton soñaba con llevar a la pantalla la vida de Margaret. De hecho había visitado a la pintora en varias oportunidades; primero le encargó el retrato de su novia de entonces, Lisa Marie, la marciana de Mars Attacks!, que sería inmortalizada por Margaret con un chihuahua. Años después será el retrato de Helena Bonham-Carter y su hijo Billy.
Con guión de Scott Alexander y Larry Karaszewski, Big Eyes intenta ser por momentos, además del sentido homenaje de un fan, un acto de justicia, una llamada de atención para que el establishment del arte revise el trabajo de Keane. Pero la mirada sobre esa elite es tan estereotipada, especialmente a través de los personajes del crítico de arte John Canaday, interpretado por Terence Stamp, y del galerista llevado adelante por Jason Schwartzman, que difícilmente pueda inducir una discusión interesante sobre los mecanismos de legitimación del arte, sobre la manera en que se construyen las divisiones entre el arte para masas y el arte de elite. Tampoco los protagonistas escapan al estereotipo. El malo de la película es la caricatura de un villano que tiene mucho de payaso. En la escena del juicio, un Cristoph Waltz desnortado llega a su máximo esplendor en el repertorio de lugares comunes terminando de eclipsar las sutilezas actorales que Amy Adams intenta pulir a lo largo de la película. En su exageración caricaturesca, Walter parece a fin de cuentas un malo bastante inocuo. Y la que parecía una tonta sumisa, a pesar del esfuerzo de Amy Adams, queda realmente como una tonta. El personaje de Margaret no llega a convencernos como una tímida patológica, y la posibilidad de que tenga sentimientos encontrados, que nos haría sospechar un doble juego de la crédula que finge serlo o de la mosca debatiéndose en la telaraña, queda clausurada por la necesidad de Burton de sellar los personajes apresuradamente, antes de que la miseria humana desmorone la bella estampa.
En primer plano, mirando de frente al espectador, una niña de vestidito celeste y manos entrelazadas nos interpela con sus ojos gigantes. Cuelga del ojo derecho un lagrimón. Parada en un callejón gris verdoso, angosto, de paredes altas, la sensación de claustrofobia se instala en la escena. En el fondo hay una luz muy tenue que no logra desarmar la geometría asfixiante del espacio. La sombra de la niña se proyecta muy oscura sobre una de las paredes. A diferencia del tratamiento suave de la figura, el contexto se convulsiona en pinceladas que parecen amasar hollín, imitando torpemente un estilo más expresionista. Este es el cuadro de Margaret Keane elegido para promocionar Big Eyes y que funciona muy bien como autorretrato: una niña tímida y triste, acorralada, suplicando con sus enormes ojos ser rescatada.
No siempre los cuadros de Margaret fueron retratos de niños y niñas big eyes abrazando un gato o un perro. En los años 60, mientras pintaba para la Keane factory, Margaret intentó una serie paralela que pudiera firmar con su propio nombre. En esta serie, bajo el influjo de Modigliani, los niños pierden carne, se estiran y aplanan, aparecen ángulos agudos en la anatomía antes redondeada y dejan de ser niños para convertirse en mujeres de rasgos masculinos. Es una pintura más elegante, más correcta. Menos sensiblera. Pero el verdadero fuerte de Margaret es empalagar hasta las lágrimas. Sus niños tristes, patéticos en el estricto sentido del término, solo son emocionalmente equiparables a una tarde entera viendo capítulos de la familia Ingalls y comiendo chocotorta.
Si bien la pintura big eyes se transformó rápidamente en una marca registrada, tan reconocible como los arcos dorados de McDonald’s, Margaret Keane no fue para nada inmune a las influencias. Los patterns con que Gauguin decora el ropaje de sus tahitianas, la composición de la estampa japonesa con sus figuras de la línea ondulada y visible, la pincelada de toque impresionista y los niños desproporcionados con fondos selváticos de Henri Rousseau se cuelan en buena parte de su obra.
Pero si ella supo apropiarse de maneras ajenas e incorporarlas de una forma tan evidente que si no fuera una pintora naïve se podría hablar de cita posmoderna, más grande aún fue su influencia sobre otros artistas. De hecho, Margaret Keane, sin proponérselo, creó un fenómeno (y éste es el único, y no es poco, mérito que correspondería atribuir a Walter Keane). La pintura de Margaret instaló un estilo big eyes que sigue vigente, tal vez por su capacidad de adecuarse fácilmente a universos poéticos no necesariamente tan afines entre sí. Los ojos grandes tienen una cualidad todo terreno impresionante: desde la psicodelia hasta la denuncia social. Ozz Franca, Igor Pantuhoff, Vicki Berndt, Misty Benson, Blonde Blythe, Carrie Hawks, Vicky Knowles, Jasmine Becket-Griffith... la lista de artistas adeptos a la proptosis ocular es infinita. Argentina dio también una heredera: de gestualidad mucho más kitsch, gran parte de la obra de Flavia Da Rin –sus autorretratos fotográficos de ojos gigantes y lacrimosos trabajados con el photoshop– tiene mucho que agradecerle a Margaret Keane.
El legado de Margaret no termina ahí. Dibujos animados y juguetes se suman a la moda. Las Little Miss No Name, muñecas de vestidos pobretones y lágrima colgante, irresistiblemente adoptables, son prácticamente versiones 3D de los retratos de Keane. En el mundo animé, el ejemplo más relevante son Las Chicas Superpoderosas, de Craig McCracken.
Lo cierto es que el fanatismo por la obra de Margaret Keane por parte de figuras reconocidas en los círculos más recoletos del arte, como Mark Ryden, Yoshitomo Nara y el mismo Tim Burton, otorgaron a las pinturas big eyes un barniz cool. Así, el arte de Margaret Keane pasó de la baratija a la joya under. El primero que lo entendió fue, como era de esperarse, Andy Warhol: “Pienso que lo que Keane ha hecho es fenomenal. Si fuera malo, no les gustaría a tantas personas”.
Lejos quedó la época en que los cuadros de Margaret eran ninguneados por los entendidos. Walter Keane estaría loco, pero había comprendido una regla básica de supervivencia: no hay que quedarse dándose la cabeza contra una puerta que no se abre. Si las pinturas no encajan en la tendencia del mundillo artístico neoyorquino, hay que saltear a los intermediarios y meterse directo en los hogares de América. El éxito fue tremendo: los estadounidenses resultaron ser de lo más sentimentales. Y Walter, con la gallina de los huevos de oro encerrada en el sótano, no tenía escrúpulos. Es que Walter no veía nada malo en desear una buena porción del sueño americano.
Al final la realidad se dio la mano con el cuento de hadas. Los malos reciben su merecido y el bien triunfa. Walter Keane murió en el año 2000, alcohólico, arruinado y con la reputación por el suelo. Con 87 años, Margaret Keane, bella, feliz y exitosa, continúa pintando todos los días en su estudio en California.
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