Treinta años le llevó a Alejandro del Prado llegar al estado de invisibilidad y creación intensa en el que se encuentra actualmente. Los años de la primavera democrática que, entre otras bandas de sonido, tuvieron sus temas: en 1985, hablar de “los locos de Buenos Aires” o mentar “la murguita de Villa Real” era un santo y seña y una voz colectiva resonando en el aire. Eran tiempos de mezcla y fusión, de la que él fue pionero al introducir la murga en el rock, al traspasar la sensibilidad del tango a la nueva canción. Pero recién volvería a grabar en 2008, tras un tortuoso tiempo signado por la muerte de su compañera de toda la vida y los blancos en la creatividad, un disco que con ironía y verdad se llamó Yo vengo de otro siglo. Ahora, a punto de volver con todo a abordar la aventura de salir a escena, Alejandro del Prado habla de su vida, sus comienzos marcados por la figura de Calé, su padre, su hermano Horacio y los tesoros que guarda su cueva inexpugnable del barrio de Almagro.
› Por Mariano del Mazo
En los últimos treinta años Alejandro del Prado realizó un paciente trabajo de invisibilización. Ese trabajo, junto con “Los locos de Buenos Aires”, fue su gran éxito. Tuvo que hacer muchos esfuerzos, pero finalmente lo logró: se volvió invisible. Como un fantasma arltiano, uno de los artistas más inclasificables y profundos de la música popular argentina entró en su cueva de Almagro para definir en soledad una rosa de cobre hecha de canciones de estructuras de fierro. Dolorosamente sincero hasta los límites del autoboicot y asimismo dueño de una sofisticación marginal insondable –desplegada con un singular misticismo, sin decadencia, más bien en una espiritualidad laberíntica solitaria y perturbada, más cerca de un Néstor Sánchez que de un Mezo Bigarrena, por citar dos extremistas–, tiene arrumbadas más de 300 maquetas de temas que cualquier intérprete calibraría como tesoros. Como petróleo invaluable, se aprietan en casetes y cds desordenados en ese monoambiente legendario de la calle Bulnes, que funciona como Museo del Caos: entre el guitarrón que le regaló en México Alfredo Zitarrosa y una gata vieja, la ilusión que se corporiza entre el mobiliario recargado es que nada sobra. Que, increíblemente, todo está en su lugar.
Ahora Del Prado se saca el sombrero, se saca los lentes, pasa sus manos grandes por la cara como quien está acorralado por pensamientos en pugna, y dice que no hay tiempo. “Voy a grabar. Ando con ganas. Me tengo que dejar de hacer el distraído.” Muchas de las canciones inéditas han sido tocadas en presentaciones en las que fans anacrónicos se reúnen como en una logia. A lo largo de décadas, esas ceremonias esporádicas ocurrieron en El Ciudadano, en Oliverio, en clubes de barrio y milongas, en La Perla. Clásicos subterráneos sobre poemas de Raúl González Tuñón, como “Hotel del puerto” o la inconmensurable “La pieza donde velaron a Eloísa” (y la endiablada finta que musicalizara versos como “Ese olor de la pieza, de insecticida,/entre permanganato y ácido bórico;/ese olor que en las sábanas dejó la vida,/y ese olor de la muerte, tan categórico”), más de Jorge Boccanera, más de Osvaldo Ardizzone, cosas de Vicente Muleiro y temas completamente propios y extraordinarios como “El aparecido” o “El eslabón perdido”.
La mochila es grande y pesada. Pero él hace como si las circunstancias se deslizaran por una total normalidad, sujetas a una óptica personal, macerada por décadas. “Es un buen momento. Estoy tocando muy bien la guitarra, tengo músicas y letras nuevas, estoy escuchando mucho a Jimmy Page y a Jimi Hendrix. Seguramente voy a hacer lo de siempre: algo relacionado con el tango, algún poeta, algún rock... Yo ya no sé si soy tanguero o rockero. Me parece que el rock es una manera de encarar las cosas, de plantarse. Y yo tengo esa manera. Me tira lo deforme. Si hiciera exactamente el disco que quiero hacer sería aburridísimo, porque tengo una idea muy radical de la distorsión. Quiero distorsionar todo. Quiero climas, quiero música instrumental. Pero tengo que relajar, y lograr un equilibrio. La canción popular es la canción popular.”
La historia de Alejandro del Prado está plagada, como toda buena historia, de paradojas. Complementa una gruesa raíz popular, peronista, con el afán de ruptura que incluye la fuga permanente, tal vez motorizado por un miedo atávico al reconocimiento. Un blanco móvil hecho de titubeos, vacilaciones. Alejandro del Prado sabe cómo cascotear cada uno de sus logros. Pelo Aprile, productor de su segundo disco solista –el de 1985, editado por Interdisc, aquel de Los locos de Buenos Aires con el que metió miles y miles de espectadores en el circuito de los auditorios de las facultades–, le dijo: “Vos le tenés miedo a la fama”.
Tenía razón...
–Sí, puede ser.
La raíz y la vanguardia, ese mix sutil y aparentemente contradictorio, son herencia de Calé. El artista que pintó el detalle de la vida cotidiana del primer y segundo peronismo definió con acidez, ironía y ternura esos personajes de barrio desde la revista Rico Tipo. Y así como retrató una forma de vida en el fondo chata y conservadora, caminó la noche porteña como representante de Horacio Salgán y junto a nenes como Astor Piazzolla, Eduardo Rovira, Edmundo Rivero. El péndulo se completaba yendo de la pleitesía al River Plate de los años de oro a la lectura de clásicos de la literatura universal, de los corsos a la música clásica y el jazz. “Tenía una idea cultural apasionante, hecha de cancha, biblioteca y música”, resume Del Prado. Calé murió a los 36, cuando él tenía ocho años. Lo recuerdos son nítidos, pero apretados. A veces habla de él con una admiración de fan, y lo llama Calé; otras le dice papá. “Era un tipo increíble. Se vino de Rosario con una guita que le habían dado dos tías para que se comprara un departamento, y él se la gastó viviendo durante un año en un hotel del centro con mi vieja. Calé nos trasmitió tanto a mi hermano Horacio como a mí el fútbol y la música. ¡Hasta llegó a mandarme al arco para ver si era como Musimessi, el arquero cantor! El me hacía actuar en las reuniones, y yo me escondía. Me daba mucha vergüenza. Ahora se habla de mandatos, de mandato paterno. Yo no lo veía así. Y aún hoy me suena mal eso del ‘mandato’. Papá se despertaba a la mañana y se plantaba frente al espejo con la brocha de afeitar como micrófono. Me hacía cantar temas de un disco de Troilo del ’57, ’58: ‘La calesita’, ‘Te llaman malevo’... Así nos curtimos. Horacio, por ejemplo, se encerró dos horas en una pieza con la guitarra y salió tocando.”
Otro influjo clave fue su tío por parte de madre, Roberto Pérez Prechi. Bandoneonista de Osvaldo Fresedo, protagonista de noches largas con la orquesta de El pibe de La Paternal, en la boîte Rendez Vous –donde una madrugada el trompetista Dizzy Gillespie tocó su tema, “Capricho de amor”–, autor también de tangos como “Tengo”, fue un faro para los hermanos Del Prado. A Horacio le dijo: “¿Querés aprender piano? Andá a verlo a Carlitos García”. A Alejandro también lo conminó: “Si querés cantar vamos a pedirle un consejo a Edmundo Rivero”. Rivero sentenció: “Que el chico aspire a la técnica del canto lírico. ¡Pero por Dios que no caiga en la impostación!”.
“Lo que pasó después está marcado por Los Beatles. Enloquecí. Era el más beatle del barrio, el más beatle de todo Villa Real. Mis amigos eran de los Rolling o de Credence. A mí me podían Los Beatles y Almendra. Cuando mi viejo murió tomó la posta mi mamá, María Esther, que nos hacía escuchar folklore. Ahí se formateó todo: el tango de Calé, el folklore de mamá, mis Beatles, Spinetta y las murgas de la zona. El carnaval de 1963 fue el último todos juntos: Horacio y yo disfrazados, o mejor dicho, decorados de indios, pintados con témpera por Calé, mamá vestida de colegiala y mi viejo de Groucho Marx. Fuimos al corso en una estanciera”.
Un día, leyendo El Gráfico, Del Prado se sintió atraído por una crónica sobre el Chirola Yazalde escrita por Osvaldo Ardizzone. A partir de ese texto, pura prosa poética recargada, escribió una canción: “Purrete de orilla”. Horacio, periodista deportivo, le presentó a Ardizzone. “Tenía 16 años. Le canté el tema y le gustó. Me empezó a llevar a unos recitales poéticos que él hacía. Actuábamos mucho en el gimnasio de River. Yo tocaba y él recitaba. Me acuerdo de los abrazos que Ardizzone se daba con Pedernera: eran lentos, secos, afectuosos. Parecían dos reyes.” En aquellas extrañas veladas futbolístico-tangueras Del Prado se lucía con una milonga de Edmundo Rivero en el más inescrutable lunfardo, que 45 años después todavía canta: “A Buenos Aires”.
Formó Saloma –una agrupación básicamente vocal, configurada en la tristeza glacial de los peores años de la dictadura– y empezó a musicalizar a sus poetas: Tuñón, Boccanera, Ardizzone. Sacaron un disco, lo tocaron donde pudieron. Después hubo alguna amenaza, amigos muertos y, sin hacer mucho ruido, se fue con su mujer, Susana, a México.
En DF fue músico de Alfredo Zitarrosa y sacó su primer y notable álbum solista, Dejo constancia, sobre poemas de Boccanera, con la participación de Litto Nebbia y el aporte de Silvio Rodríguez en “Qué cazador”. Con Zitarrosa tuvo una amistad intensa que incluía asados en los que Del Prado iba munido con un grabador para sacarle confesiones, sentencias, máximas: esos casetes son de lo más valioso de la cueva de Almagro, del Museo del Prado. A Silvio Rodríguez lo conoció a través de Boccanera. “Un día fuimos a comer y pidió arroz a la cubana... ‘¿Cómo hacen el arroz a la cubana allá?’, le pregunté. ‘Es arroz hervido, sin nada. Ese es el verdadero arroz a la cubana. No nos queda otra’, me dijo serio.”
Aterrizó en la Argentina de la democracia y se mezcló entre la efervescencia y la catarsis de las bandas de rock que asomaban de los sótanos y las figuras del canto popular que retornaban de los exilios. En muchos sentidos, sintonizó con la época. Mientras él cantaba en “Tanguito de Almendra” aquello de “huele a tango y rock and roll lo que te cuento”, Charly García escribía “escucho un tango y un rock y presiento que soy yo” (“Yo no quiero volverme tan loco”) y Fito Páez “suena un bandoneón, parece de otro tipo pero soy yo” (“Giros”). Por la solidez de su cancionero, por la puntería poética que todo lo catalizaba, parecía que Alejandro del Prado iba a ocupar un sitio de nexo entre el rock, el fútbol, el carnaval y la música de raíz al estilo de lo que venía desarrollando Jaime Roos en Uruguay. Pero no.
¿Qué pasó?
–No sé.... Tocaba en las facultades, y metía miles y miles de personas. Me sentía bien: introduje en el rock algunas murgas, como “Con los coros del lugar” y “La murguita de Villa Real” que pegaron fuerte. En ese momento era inédito. Jorge Nasser, el músico uruguayo, me decía que había inventado la manera de tocar el bajo en la murga. Estaba todo dado para dar el salto. Tenía las puertas del rock abiertas, y me sentía cómodo ahí. Me comunicaba mejor con el rockero que con el tanguero. Me acuerdo de que Adriana Varela, que venía del palo del rock, debutó en Badía y Compañía con dos temas míos: “Mariposa de lujo” –la letra es del poeta Humberto Costantini– y “Tanguito de Almendra”. No sé, tenía miedo de que todo se volviera demasiado grande. Yo sólo quería tocar cada vez mejor la guitarra.
¿No tenías ofertas?
–Sí, Pelo Aprile quería que siguiera con él. Yo siempre le iba a pedir plata. Me decía: “Otra vez Del Prado: el primer rockero peronista”. Me ofrecían contratos, pero yo sentía que me apuraban. Después vino la crisis del ’89, y chau. Me encerré, seguí componiendo y siguiendo a mi mujer, Susana, me fui tres años a España.
¿Cómo te fue en España?
–Bien... Compuse como un loco, trabajé de muchas cosas. En Valdemorrillo llegué a labrar la tierra. Me compré una portaestudio y aprendí a grabar. Hasta llegué a escribir una ópera. Volví con canciones, pero enojado. No sé bien qué era lo que me enojaba.
Alejandro del Prado habla en círculos... Le cuesta llegar a una idea, pero al final llega. Siempre: porque es un hombre de ideas. Habla como toca: es capaz de empezar por un motivo tanguístico, sugerir la estrofa de una canción, improvisar, deformar, volver a improvisar para caer siempre parado en el centro de esa canción. Cuando volvió de su período español preparó un concierto en el Piccolo Teatro, en la calle Corrientes. Fueron tres personas. Días antes había muerto Roberto Goyeneche. Del Prado no sólo tocó una hora y media como si estuviera ante un Luna Park repleto, sino que hizo un bis. Salió con el bombo de murga como único acompañamiento, y tocó y cantó “La última curda”. Como poseído se tiró al suelo, utilizó la madera del escenario como segundo parche, y cantaba y lloraba en trance. Al final cayó, como siempre, en el centro de la canción.
El tiempo pasó. La cueva se llenó de más libros, cacharros encontrados en la calle, polvo. Cuando parecía que iba a quedar en el más absoluto olvido, Diego Zapico, de Acqua Records, intentó una épica doméstica, casi secreta, para la logia: que Alejandro del Prado volviera a sacar un disco. Sobraban canciones. Fue ardua la disputa de Zapico con los progresivos actos de boicot disfrazados de rebeldía o convicciones. Ya no había miedo a la fama, porque no había fama posible. Eran otros tiempos: su estética innovadora de principios de los ’80 se volvió fórmula y hace años que cualquier mediocre lanza un disco con murga, candombe, milonga y rock and roll y mecha canciones que hablan de fútbol. Después de dos años, y con muchas idas y vueltas, el disco se grabó. En el medio falleció Susana, su compañera de toda la vida, cantante y música. La había conocido a los 14 años en el club de Vélez. “Ella me empujaba a grabar... Ya estaba con morfina, y me pedía que fuera. Un día ya estaba muy mal, postrada, y le hice escuchar dos canciones del nuevo disco: ‘Hijo de un puerto’ y ‘Tango se te nota Tango’. Se incorporó como un rayo, con una sonrisa increíble. El poder de la música, ¿no? Estuve seis meses mal. La sentía a ella, que me hablaba: ‘Dale, salí, grabá, que todo te sale bien’. Murió en el medio del disco. Yo lo único que hacía era dibujar y dibujar... Me ayudó un libro de Paul Eluard, Le Phénix, que habla de la transición entre una mujer y otra. También me agarré de mi hija, Malena, y de mi nieta Amapola que recién había nacido.”
El disco se tituló Yo vengo de otro siglo y salió en 2008, a más de veinte años de su último trabajo. Es un álbum bien producido, con temas maravillosos como “Hijo de un puerto” (y su final a pura electrónica), el extraño reggae “Para que los gorriones vuelvan” y el metafísico “Pagadiós” (“Tanta oscuridad, jamás perturbará a mi gallo ciego/que canta y canta cuando le amanece adentro...”). Zapico recuerda los febriles y por momentos aciagos días, meses, años de grabación: “Había tenido una primera propuesta en 1997 para grabar un disco a través de Mónica Maristain, que dirigía una revista llamada La Contumancia. Quedó como una buena idea, pero no se concretó. Lo contacté años después. Me mostró temas nuevos: eran excelentes. Avanzamos. El proceso de grabación fue muy largo, más de dos años en total, y pasó por diversas etapas, incluido el cambio de estudio. Pasó de cantar solo con una Ovation a estar rodeado de loops. A Ale le gustaba experimentar con baterías electrónicas, poner los bajos con teclados, jugar con bombos de murga. Aun dentro de su camino no lineal, de idas y vueltas, el proceso de grabación atravesó una instancia muy dolorosa y triste para Ale y para todos los que estábamos cerca de él, que fue la enfermedad de Susana y luego su fallecimiento. El disco en lo simbólico fue, creo, un homenaje a Susana. Es un tremendo artista. Nada en él es aleatorio, accesorio o cosmético. Todo tiene un sentido”.
Ahora está en el escenario de La Perla de Once. A su derecha, Rodolfo García toca la batería como si el tiempo no pasara; a su izquierda, Luciano Pallaro Battagliese en bajo. Hace calor, hay poca gente. Alejandro del Prado sobrevuela su propia obra; canta como siempre de manera sinuosa, ondulante. Hay algo en él antiguo y cercano. Canta como un vendedor de diarios. Como dice el poeta Raimundo Rosales, “canta con un swing absolutamente porteño, con ese arrastre de los vendedores ambulantes que genera un fraseo que hace que su voz se acerque o se aleje como empujada por el viento. Armó una lírica barrial novedosa y actual, con guiños a una generación que espiaba al tango pero escuchaba rock and roll”.
Rodolfo García le pega fuerte. Del Prado se va con sus bises infalibles. Da la impresión a veces de que es tal la vulnerabilidad que lo invade que sólo lo protegen las canciones. Algo comenta después en esa línea, sugestivamente, sin aclarar más: “La gente me salvó”.
Dice que cuando compone músicas sobre poemas siempre la canción es más interesante. Le tiene fe a lo que hizo con “Desde tu piel”, de Vicente Muleiro. Evoca la vez que Elis Regina quiso grabarle un par de canciones. “Ella buscaba autores nuevos latinoamericanos. Me citó en su hotel, en una de sus visitas. Le gustaba particularmente ‘Carta (Buenos Aires, 15 de noviembre)’. Fui con la guitarra y se la canté ahí mismo. Me acompañó Nasser, que estaba viviendo en la Argentina y laburando de periodista en El Expreso Imaginario. César Camargo Mariano andaba dando vueltas por la habitación, y no le daba bola a nada. Elis sí: parecía conmovida. Me dijo que la iba a grabar. Un par de meses después se pegó el palo”. Y vuelve una y otra vez a Alfredo Zitarrosa: “Conmigo se cagaba de risa. Yo le cantaba ‘Woman No Cry’ y se reía. Le gustaba. Me regaló su guitarrón, con toda la carga simbólica que eso tiene. Confió mucho en mí. No sé por qué, pero a veces siento que lo abandoné. Aprendí todo de él. Como Los Beatles, con tres tonos hacía maravillas”.
Otra vez, La Perla: la noche pringosa no impide que Alejandro del Prado vibre como un poseso. En esas mesas no sólo pararon a mediados de los ’60 Nebbia, Moris, Javier Martínez, Tanguito; en los años ’20 se juntaban Macedonio Fernández, Borges, Xul Solar, los hermanos Dabove, charlistas empedernidos, cultores de una metafísica que en ese fortín de frontera entre Buenos Aires y el oeste integraba el arrabal y el Centro. Alejandro del Prado recorre con autoridad pero sin rumbo ese improbable camino trazado entre los fundadores del rock argentino y aquellos otros literatos diletantes de las primeras décadas del siglo XX. En ese camino va con guitarra: “Cantaré con la voz que me quede/el tiempo que me lleve vivir/Y siempre pondré pan en la vereda/para que los gorriones vuelvan”.
Ya baja del escenario. Se seca la transpiración con una toalla como un boxeador. Toma agua. Mira a los ojos y dice: “Me muero de ganas de grabar. Voy a sacar un disco que le va a volar la cabeza al planeta. Muchos no me creen”.
¿Por qué no te creen?
–Yo mismo les di pasto a las fieras. Ahora es diferente.
¿Por qué?
–La música me desborda. Siento que llegó la hora.
A la madrugada, como si hubiera salido de una canción propia, se va en bicicleta a su refugio de la calle Bulnes. Toma Rivadavia y es abducido por la noche. Hace instantes con su guitarra describía la caravana de personajes de “Los locos de Buenos Aires”, esa procesión desesperada, como un Calé finisecular. Cantaba: “Cuidado con esa gente, no se sabe qué pretende”.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux