CINE Aunque acaba de ganar su primer Oscar por su actuación en Still Alice –la historia de una mujer que sufre Alzheimer–, ya son muchas las películas en las que Julianne Moore muestra una amplia paleta de temperamentos y retratos femeninos. Es que pocas actrices pueden encarnar desde Vidas cruzadas, de Robert Altman, a los estilizados dramas de Todd Haynes (Safe, Lejos del paraíso) los matices de la depresión, el romanticismo, la locura y la autodestrucción. Y siempre con un halo de naturalidad, a cara descubierta.
› Por Mariana Enriquez
Lo que deja ver de su vida, lo que cuenta con una mezcla de orgullo y ternura, es tan normal que sorprende. Un padre militar que la obligó a una infancia nómade pero feliz; una madre asistente social; su propio matrimonio de casi 20 años y dos hijos, la casa familiar en Nueva York, la de fin de semana en el idílico Montauk. No hay nada, al menos público, trágico o perturbado en Julianne Moore. Ya decidió que no va a hacerse cirugías estéticas a los 54 años (“Me puedo morir mañana, ¿por qué preocuparme por envejecer? Además quiero conservar mi cara”) y acaba de ganar su primer Oscar por Still Alice (Siempre Alice), la película que se estrena la semana que viene y donde interpreta a una intelectual de clase media acomodada que recibe el diagnóstico de un Alzheimer prematuro. Está increíble como Alice, como suele estarlo Julianne Moore: frágil pero nunca débil y al mismo tiempo furiosa: “mi cerebro se está muriendo” le dice a su marido, y lo dice de tal forma que sus palabras no enuncian una metáfora, en su voz está lo desconocido, doloroso y devastador de la muerte.
Pero la película es una excepción en la carrera de Julianne Moore y Alice, la lingüista de vida privilegiada que trabaja en la Universidad de Columbia, esposa querida y madre de tres, es uno de los personajes que más se parecen a la Moore real. Ella nunca hace mujeres así.
Julianne Moore hace mujeres difíciles y peligrosas. Complejas es el adjetivo que más se usa para describirla, pero son algo más que eso. De dónde las saca es el misterio de su talento. Ella suele citar la famosa frase atribuida a Flaubert: “Sé ordinario en tu vida para poder ser violento y original en tu trabajo”. Así explica a todas las mujeres que cuando Julianne Moore las encarna, muestran lo que rara vez se ve salvo llevado a ciertos paroxismos genéricos: la depresión, la perversión, la soledad, la obsesión, la radicalización. Y estas mujeres tristes y desafiantes son reconocibles porque
Julianne Moore nunca parodia ni se crispa. “Quiero representar a otras mujeres y darles acceso para que cuenten sus historias –dice–. Mi amigos se burlan porque no veo películas donde todos los protagonistas son varones, como una película de guerra por ejemplo. No puedo entrar. Dénme una mujer y así puedo entrar en la historia.”
La gran entrada de Julianne Moore fue en Vidas cruzadas (1993), de Robert Altman, donde tenía una larga escena en la que discutía sin bombacha: “Soy pelirroja en el pubis también”, le dijo al director para convencerlo. Y en seguida llegó la seguidilla de papeles alucinantes en las películas de los directores que la eligieron como fetiche: Safe (1995), de Todd Haynes, donde es Carol, una mujer que adquiere alergia a los químicos del medio ambiente y termina viviendo en una comunidad aislada: su lenta y fatal radicalización, tan parecida a la autodestrucción, resulta desesperante de ver y la vuelve –y esto hace Julianne Moore siempre– muy poderosa, deliberada. No se la puede detener, va hacia donde se propone con los dientes apretados y una mirada indescifrable en los ojos verdes: todos sus personajes tienen ese momento de quiebre, ese momento de libertad insoportable. En 1997 aceptó, sólo porque le gustó mucho el guión, ser la estrella porno Amber Waves en Boogie Nights del entonces ignoto Paul Thomas Anderson. Haynes y Anderson volvieron a convocarla al mismo tiempo que se convertían en los autores más interesantes del cine estadounidense. Al hacerlo, la volvieron un icono queer, papel que ella claramente disfruta y ocupa con orgullo. En 1999, Anderson la llamó para Magnolia y fue la esposa casada por conveniencia que, en la agonía de su marido anciano, se da cuenta de que lo ama –y por eso lo abandona–. En 2002, Todd Haynes la hizo protagonista de Lejos del paraíso, su versión gay de los melodramas a la Douglas Sirk de los ’50 y ahí es Cathy, una mujer que tiene un romance con su jardinero negro y no se detiene, no se detiene ante nada aunque sigue combinando los colores y callando ante la homosexualidad de su marido; pero allí está esa fuerza oscura bajo su piel traslúcida, verla en la pantalla es saber que el miedo no va a detener su caída o su elevación porque la insatisfacción no es un lugar posible.
Antes, en 2001, logró lo imposible: reemplazar a Jodie Foster en el papel de Clarice Starling para la continuación de El silencio de los inocentes, la fallida Hannibal. La película era mala, ni el gore extremo funcionaba: pero ella, pétrea y sensual, estaba perfecta. ¿Mejor que Jodie? Distinta: su Clarice podía ser amante del caníbal, era parte de su desafío a toda autoridad. Otra desafiante es la metálica Maude de El Gran Lebowski (1998), el clásico de culto de los hermanos Coen donde es una artista plástica heredera, rica e hipersexual. Su demostración de que, además, es una buenísima comediante.
Las ricas le van bien. Es aterradora en la extraordinaria Savage Grace (2007), de Tom Kalin, como Barbara, madre incestuosa, mujer suicida, preocupada por las apariencias pero desesperada por sinceridad. Es deliciosa e insoportable como la millonaria Charley en A Single Man, de Tom Ford, la mejor amiga del hombre gay recién viudo y tapado en los años ’50. Dan ganas de matarla como rockera y madre abandónica en What Maisie Knew (2012), la notable adaptación del cuento de Henry James a la actualidad. Pero también es genial como mujeres más normales: la depresiva madre que lee en su cama a Virginia Woolf en Las horas (2002), la esposa y madre lesbiana que tiene un romance con el padre biológico de sus hijos en The Kids Are Alright (2010): y en ninguno de estos casos sus personajes piden disculpas, aunque lo hagan verbalmente y llorando. Siempre saben que su atrevimiento vale la pena. Y eso es algo que es especialmente notable cuando tiene personajes políticos, como la líder guerrillera Julian en Hijos del hombre (adaptación de la novela de P. D. James de 2006) o más recientemente la presidente Alma Coin en Los juegos del hambre: la voluntad de esas mujeres es un hierro al rojo vivo. Ella dice, de todos modos, que todos sus personajes son políticos: “Cuando alguien me dice ‘no me interesa la política’ siento que están diciendo: yo soy lo único que me importa. Yo en mi bañadera. Y nada más”.
¿Merecía el Oscar por Still Alice? Claro, aunque la película no esté a su altura. Pero el verdadero premio se lo ganó el año pasado en Cannes por su feroz y diabólica actuación en Polvo de estrellas, de David Cronenberg. Allí es Havana, una actriz que desea un papel salvajemente contra todo. Y cuando lo consigue merced a una desgracia espantosa –la muerte de un chico– lo festeja bailando en su estúpido patio de Hollywood, como una bruja y como una niña, inocente en su crueldad. Es genial, repulsiva y graciosa. Solamente la mejor es capaz de esa danza maldita y luego protagonizar Still Alice y hacer llorar mientras pierde su memoria y su lenguaje, el recuerdo de sus hijos, su vida bendecida. Solamente la mejor sabe que una mujer es las dos cosas: la bruja frívola que celebra la muerte y la madre enferma que entiende el significado del amor.
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