Personajes Estudió magia en una de las mecas mundiales, el Magic Castle de Los Angeles, y ejerce como psicoanalista. Estudió guión cinematográfico en la UCLA y creó el primer curso de magia auspiciado por la UBA en el Centro Cultural Rojas. Ahora, Federico Ludueña acaba de publicar El cerebro mágico (Aguilar), un original texto en el que repasa la acción de magos y mentalistas clásicos y actuales y en el que busca rastrear la presencia del pensamiento mágico en los más diversos quehaceres creativos, como el cine, el deporte, la poesía y la ciencia.
› Por Juan Pablo Bertazza
Los primeros destellos vinieron de esa caja electrificada que, casi por arte de magia, abría las puertas de otros mundos. Y de la que más tarde dirá, en esta misma entrevista, que se encargó de matarla. “Sí, la tele se encargó de matar a la magia: antes había grandes actos de vaudeville que duraban siete minutos y mezclaban varios géneros. La televisión arrasó con todo eso porque ya no era posible mantener un mismo acto durante dos años, eso ahora se nota, porque es evidente que los números no están muy pulidos, la demanda constante de mayor impacto y voracidad maneja todo, ya no sabés cuándo hay magia y cuándo una pura puesta en escena donde hasta los espectadores son parte del staff.”
La prehistoria de la tele, sin embargo, marca otra cosa: eran cuatro o cinco horas diarias de televisión que llegaban a Trenel, un pueblo de La Pampa bastante chico (ubicado a 120 kilómetros de Santa Rosa y con poco más de tres mil habitantes) pero con una considerable movida cultural. Eran cuatro o cinco años los que tenía, por entonces, Federico Ludueña, a quien los ojos se le pegaban a la pantalla cada vez que esa caja electrificada se encendía: “Mi primer contacto con la magia fue por algún programa de las manos mágicas, las manitos hacían un truco simple y después te lo enseñaban, lo veía en el Canal 3 de La Pampa”, recuerda este psicoanalista y mago, creador del primer curso de magia auspiciado por la UBA en el C. C. Ricardo Rojas y profesor en la escuela de cine de Eliseo Subiela, que se vino a Buenos Aires a estudiar y luego volvió a migrar a los Estados Unidos, donde pasó diez años en Los Angeles en los que se formó en el Magic Castle –meca de la magia mundial–, estudió guión cinematográfico en la UCLA, trabajó como psicólogo en una clínica de salud mental estatal, conoció a los Pixies (gracias a que David Lovering, su baterista, era mago) y hasta adquirió los derechos de la poesía de Bukowski: es el traductor de la archiconocida edición amarilla con prólogo de Enrique Symns.
“Y ahora tengo ganas de completar el círculo, irme a vivir a un pueblo chico porque acá mucho no se aguanta”, agrega. Y no lo dice con fastidio sino con sorpresa: la misma que aún mantiene en el consultorio del barrio de Boedo, cuando toma de la biblioteca y sostiene en su mano una extraña pelotita con los colores de Boca que tiene un corte en cada polo (unidos en su interior por una cinta adhesiva), lo cual hace que la pelota o lo que sea tenga un solo borde y también un solo agujero. En el mismo estante hay una enigmática carta –un cuatro de diamantes– envuelta en una bolsa de nylon como si fuera la evidencia de un crimen. Pero esa carta tiene una historia que se contará más adelante. Ahí donde otros acumulan títulos y experiencias habilitantes, el mago Federico Ludueña parece disparar y acumular paradojas. O, dicho de otra manera, algunos souvenirs arrancados de las grietas del mundo. Ahora acaba de publicar El cerebro mágico. Cómo los grandes magos potencian el pensamiento y la creatividad, una exploración de los recursos que la magia le puede aportar al pensamiento humano y a lo que suele llamarse procesos creativos.
El otro comienzo de Ludueña en la magia también tuvo que ver con una caja. Pero ahora no electrificada sino de magia, una de las cajas de Fantasio, una leyenda viva de la magia mundial, otro argentino que logró conquistar el mundo, a tal punto que Los Beatles abrieron para él en un programa de Ed Sullivan.
“Argentina tiene figuras únicas como René Lavand, que murió hace muy poco, un personaje único no sólo porque tenía una sola mano sino por sus presentaciones, porque comprendió que el writer director, la figura moderna del director que escribe sus guiones, no es lo mejor, salvo honrosas excepciones. El tenía guiones impecables, donde se hablaba de Borges y Bradbury, que se los escribían magos amigos y él eso lo hacía público. Como Fellini, sabía a qué guionista pedirle sus trabajos. La mayoría de los magos, en cambio, escribe sus textos pero manda fruta”, sintetiza Federico Ludueña antes de ponerse a hablar de El cerebro mágico, el libro que muchos esperaban aun sin saberlo: teorías asombrosas acerca de lo que acontece cada vez que alguien se asombra con un truco, información histórica de mentalistas y prestidigitadores y anécdotas increíbles como la de Jasper Maskelyne –un mago que propició la primera victoria británica sobre los nazis en Egipto– o la de Merpin, un prestidigitador peronista parecido a Johnny Bravo que, desde hace más de treinta años, hace desaparecer y aparecer monedas y billetes y en el medio –y al mismo precio– da clases de economía política. El cerebro mágico es, dicho sea de paso, un libro teórico-práctico en el que no sólo se ofrecen rudimentos de magia sino también una suerte de manual de autoayuda (perdón por la palabra) para aprender a ver la magia del mundo sin caer rendidos a ella: “Uno puede hacer mucho más de lo que supone y con muy poco esfuerzo, por ejemplo en lo que respecta a la memoria. Por otro lado, los medios de comunicación y los discursos políticos emplean mucho los recursos de la magia. Por ejemplo, es muy difícil percibir la probabilidad correctamente: casi cualquier medio de comunicación manipula estadísticas, y eso funciona de manera impecable; en mi libro hay técnicas para zafar de la manipulación y lograr una visión más racional del mundo. La más importante es emplear la frecuencia natural en lugar de los porcentajes: en lugar de hablar del 30 por ciento, decir tres posibilidades en diez”, explica.
¿Cuál es el elemento principal que se pone en juego en un truco de magia?
–Hay varios: uno se llama misdirection y podría traducirse como “control del interés”, no de la atención, que es algo que va y viene. Cuando el espectador pone en juego un supuesto va a aceptar todo el proceso mágico, lo mismo pasa con el electorado: los políticos más eficaces son los que imponen un supuesto previo que evita cualquier forzamiento. Por ejemplo, slogans como +a son, en mi opinión, nefastos para el propio político (en este caso Sergio Massa), porque apenas desaparece el estímulo desaparece también la respuesta. Para conseguir que eso surta efecto tiene que estar presente todo el tiempo y en todos lados. Es el problema de la publicidad. En cambio, con la magia, eso no hace falta porque trabaja con la ausencia. Después hay otros supuestos como la consistencia, el condicionamiento (repetir una acción varias veces pero en una de ésas provocar algo distinto para que algo pase inadvertido) y otro que se conoce como “el principio Fargo”, por la película de los hermanos Coen, que arrancaba diciendo “lo que van a ver ustedes es un hecho real”, aunque en verdad todo era mentira, una ficción de punta a punta, pero esa advertencia condicionaba al espectador. Por otro lado, en mentalismo, muchas veces, se hacen experimentos que tienen varias salidas posibles, pero el espectador va a ver sólo una y muchas de las que no se advirtieron pueden haber sido fallos, errores.
¿Qué es para vos la magia?
–Yo considero la magia un arte porque consigue abrir un agujero en el lenguaje. No hablo de falta de explicación, sino de ese agujero del lenguaje que atravesamos durante el asombro, cuando las operaciones lógicas se contradicen a sí mismas y entonces no hay forma de procesarlo, y tenés que seguir adelante porque no queda otra. El asombro es bien real, y no conozco otra forma de construir un hecho artístico tan abstracto, tal vez algún poema como el de cummings que aparece en Hannah y sus hermanas (“en algún lugar al que nunca he viajado, felizmente más allá de toda experiencia, tus ojos tienen su silencio: en tu gesto más frágil hay cosas que me rodean o que no puedo tocar porque están demasiado cerca”) donde no hay ni una sola imagen reconocible, es pura abstracción, un impacto tras otro. La magia logra generar eso en alguien que quizá nunca leyó poesía, llega a todas las culturas y clases sociales sin excepción.
Al igual que las religiones, las guerras y el inconsciente, la magia según Federico Ludueña parece haber estado desde siempre, en todo lugar y en toda época: “Los supuestos de la magia responden a pensamientos muy antiguos; los oráculos griegos usaban algo lo suficientemente vago como para que la persona tuviera que rellenar la información, y una vez que se produce eso ya no hay vuelta atrás”, concluye y enseguida resume todo con una idea fuerza: “A todas las cosas que he accedido en esta vida, de un lado y de otro, en el campo de la ciencia y de la filosofía, llegué a través de la magia, por alguna cuestión que me sugirió un mago, una pregunta o lo que fuera. La magia abarca todo, no he encontrado disciplina que no la abarque”.
¿Y el deporte?
–Bueno: una vez di un taller sobre magia en las Inferiores de Banfield con la intención de utilizar la cuarta dimensión física (muy presente en la magia) para que los jugadores se pudieran ubicar por sobre el plano de la cancha y visualizar así el terreno desde arriba, lo que podría generar una jugada que antes no estaba disponible. Eran ejercicios para salir de la bidimensionalidad: si bien vivimos en tres dimensiones, nuestros desplazamientos siempre suceden en dos dimensiones: a diferencia de un ave o de un pez, nosotros casi nunca vamos de arriba abajo.
En el libro decís que la magia se parece a la ciencia ficción porque muchas veces se adelantó a la aplicación científica de ciertos inventos, ¿me das algún ejemplo?
–Robert-Houdin (de ahí tomó su nombre Houdini) utilizó el electromagenetismo antes de que fuera difundido y pudo influir eficazmente en las rebeliones indígenas en Argelia, también creó modelos de prototipo de la bombilla eléctrica antes que Edison. Otro ejemplo es la banda de Möbius que, curiosamente, fue descubierta alrededor de 1850 por dos alemanes el mismo año. La magia la usó en 1904 antes de que se hiciera popular en la topología, una rama de la ciencia que, básicamente, se encarga de deformar objetos sin afectar sus propiedades. Y también antes de Lacan, a quien le sirvió para explicar que no hay interior y exterior sino un continuo, lo que tenemos adentro en realidad viene de afuera y cambia todo el tiempo.
También postulás que el cine no sería lo mismo de no haber existido la magia.
–Totalmente: más allá de que el puntapié inicial lo dieron los hermanos Lumière, el cine propiamente dicho, la narración en el cine, la inventó Georges Méliès, que era mago profesional y tenía un teatro de magia que se lo compró a Robert-Houdin. Méliès, que estaba presente en la famosa primera proyección del 28 de diciembre de 1895, salió de ahí y ya sabía lo que iba a hacer: le quiso comprar la cámara a los Lumière pero, como no aceptaron, se la compró al inglés Robert William Paul. Mirá: yo hice periodismo de espectáculos en Los Angeles, y tuve la suerte de estar en el Magic Castle cuando Nolan fue a hacer ahí una investigación para su película The Prestige (El gran truco) donde, dicho sea de paso, todo es correcto a nivel histórico. Aproveché para entrevistarlo y le pregunté cómo pensaba él que se podía representar el asombro en el cine. El tipo, que en ese entonces tenía poco más de 30 años, pensó un segundo y respondió: “Yo lo consigo cada vez que el espectador tiene que resignificar la historia que acaba de ver”. Y eso es, precisamente, lo que hizo en Memento, donde todo lo que ves toma otro sentido y ya no te podés parar en ningún lado.
Aunque no fue muy festejada por la crítica, Magia a la luz de la luna, la hasta ahora última película del mago Woody Allen (son muchos sus films en los que aparecen prestidigitadores) pone en escena algo, por lo menos, interesante: la papelonera forma en que un experto absoluto en la materia puede caer en el más ridículo fraude.
“A mí me encantó la película y lo que muestra es cierto: a veces los que más adentro están de un tema son los que peor pueden caer en un engaño, porque todos los supuestos acumulados se convierten en prejuicios. Hay, de hecho, toda una disciplina de magia para magos, y lo que utilizan es justo eso: se aprovechan de lo que vos ya sabés para elegir otro camino y engañarte”, se explaya el mago Ludueña.
Sin embargo, así como el vendedor de helados se termina hartando de tomarlos, y el funebrero pierde algo de sensibilidad cada vez que se entierra un cuerpo, da la impresión de que los magos también sufren un deterioro de la ilusión a fuerza de elaborar cada uno de sus trucos, como si su propio engaño los volviera inmunes a la capacidad de asombro.
¿No es bastante raro que muchos magos terminen siendo bastante escépticos?
–Es cierto que casi todos los grandes magos fueron escépticos militantes, quizá porque los métodos de la magia permiten detectar fraudes. Pero no es como el que vende helados, no es que se pierda la sensibilidad. Yo creo que, por el contrario, se hiperdesarrolla la razón porque el uso del método para provocar algo en apariencia sobrenatural es constante, entonces termina siendo todo muy racional y eso los vuelve muy escépticos. Pero no en el sentido de que no creen en nada: creen en la razón, son militantes del racionalismo.
Y en ese sentido, ¿cuál fue tu máximo asombro?
–Es difícil describir a tipos como mi mentor Michael Weber porque abarcan todas las áreas, incluso la matemática, y aplican todo de una manera increíblemente creativa, son gigantes intelectuales, verdaderas fuentes de inspiración. Weber vino a la Argentina hace unos cuatro años y yo lo ayudé con la interpretación del inglés al español. Un día íbamos caminando para almorzar por San Telmo, obviamente lo llevaba yo, así que caminábamos por una calle que yo mismo había elegido. Y de repente pasamos por una vereda y él se detuvo en uno de esos canteros donde solía haber un árbol. Estaba vacío pero había algo de basura y diarios viejos y, entre todo eso, un naipe tirado medio enterrado, boca abajo. Weber me dice: “Mirá, una carta”. Claro, había una sola, y me pregunta: “Qué carta te parece que es”. Yo traté de adelantarme un paso a lo que él esperaba y pensar en una carta que no fuera la habitual y le dije: “El cuatro de diamantes”. Entonces se agachó, la agarró con dos dedos, la dio vuelta, la miró, no me dijo nada y vi que era el cuatro de diamantes. Del bolsillo sacó una bolsita donde guardaba unas píldoras, las sacó, puso la carta adentro, me la dio y seguimos caminando.
¿Y qué pasó?
–No sé qué hizo pero sé que preparó algo, si hubiéramos pasado por otra calle habría pasado otra cosa, claramente fue un truco dedicado especialmente a un admirador. No sólo fue una experiencia imposible, fue una experiencia irrepetible, era sólo en ese momento. Nunca le pregunté nada, hubiera sido una ofensa... tampoco sé si fue un gesto de amistad o de soberbia. No sé lo que hizo pero sé que funcionó.
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