PERSONAJES Con su interpretación de Hermógenes –un aprendiz de carnicero santiagueño que comete un crimen– en la película El Patrón, de Sebastián Schindel, Joaquín Furriel logró no sólo una notable transformación corporal, sino que llegó a un punto muy alto en el uso de todos los recursos que aprendió a lo largo de su carrera. Detrás de este trabajo hay mucho más que una lucha a favor y en contra de la figura del galán. Hay toda una vida, desde muy chico, cuando pudo empezar a canalizar su fuerza expresiva a través del teatro, dedicada a construirse como actor en todas sus facetas: lo académico, lo popular, en el teatro y en la televisión. En esta entrevista, Furriel repasa ese camino de paradójico despojamiento y entrenamiento sin concesiones.
› Por Walter Lezcano
Joaquín Furriel está preocupado porque tiene que subir de peso para su próximo papel. Su preocupación no pasa por la modificación que va a sufrir su imagen, sino por el hecho de no saber si va a poder lograrlo: faltan pocos días para entrar al set. “Es que siempre fui de hacer deporte y mi cuerpo tiene un metabolismo que no está acostumbrado al sobrepeso”, dice mientras mira la carta de platos y se pregunta cuál será la comida más calórica. Entre cinco y ocho kilos es lo que le sugirió subir Juan José Campanella, el director de su próxima telenovela que Telefé estrena este año: Entre caníbales, junto a Natalia Oreiro y Benjamín Vicuña. Va a interpretar a un intendente del conurbano. De pronto, se acuerda de algunos actores que utilizaron su cuerpo como un instrumento primordial para lograr una buena actuación. Nombra a Marlon Brando en El Padrino, a Robert De Niro en Toro salvaje y a Charlize Theron en Monster. “No estamos tan acostumbrados a ver mutaciones de los actores en Argentina. Sí en el cine de afuera, porque hay industria y eso se agradece. El teatro te permite mucho más eso: jugar con las posibilidades de la caracterización”, dice Furriel y ese tema, la transformación física –del cuerpo y también el rostro del protagonista–, es algo que llama la atención en su última película: El Patrón. Compone a Hermógenes, un santiagueño explotado laboralmente, con dificultades para caminar, analfabeto, aprendiz de carnicero y culpable de un asesinato. Es decir, un ser humano que es todo lo opuesto de lo que alguien puede imaginar en el siglo XXI de un actor de fama popular. El Patrón muestra una gran interpretación de Furriel y puede ser vista como una bisagra en su carrera, pero en realidad es un punto más en un camino que incluye teatro clásico, preparación académica, programas de alto rating y vocación por la incomodidad en términos de exigencia actoral.
En una escena de El Patrón, Hermógenes está preso y escucha a su abogado defensor decirle que es probable que su condena sea de cadena perpetua. Hermógenes, un Furriel casi desconocido, lo mira a su abogado y con toda la desolación del mundo le dice: “Parece que es así nomás la cosa: la vida es un destino a cumplir, ¿no?”.
Y ése es un poco el trayecto que hizo Joaquín Furriel con su carrera de actor: seguirles la huella a una serie de señales que la vida puso en su camino y que algunos llaman, a falta de una palabra mejor, destino.
Joaquín Furriel nació en Lomas de Zamora pero vivió toda su infancia y adolescencia en José Mármol, partido de Almirante Brown. De niño, era más de resguardarse en el silencio que de buscar ser el centro de todas las miradas. “Me caracterizaba más por observar que por participar. Era callado, introvertido, de quedarme afuera de los cumpleaños, de los juegos”, recuerda, pero de a poco Furriel comenzó a integrarse a lo que sucedía alrededor. El fútbol fue la puerta de entrada a un mundo donde la integración era una realidad: “Donde yo vivía era calle de tierra. Y había muchos lotes cerca de mi casa. Me acuerdo de que cada lote tenía una historia. En algunos teníamos canchitas armadas. Y lo que para mí fue muy importante es que a seis cuadras de mi casa empezaba un asentamiento. Y en las canchas de fútbol nosotros jugábamos con los chicos que vivían en el asentamiento”. Estos partidos no sólo le dieron a Furriel la posibilidad de saber cómo era eso de estar en un grupo de pares, sino que también le mostraron los primeros destellos de lo que puede llegar a ser una buena democracia: “Recuerdo que había un chico que tenía la panza muy inflamada y se sentía muy mal. Lo llevamos a la casa de uno de los otros chicos porque el padre era médico. Lo vio y lo atendió y habló con la madre sobre lo que tenía. Para mí ése es uno de los mejores ejemplos de lo que es una buena sociedad. De poder compartir lo que uno sabe hacer. El padre del chico al que curaron era plomero y desde ese día le regaló todas las cuestiones de plomería y empezaron los vínculos entre todos”.
Pero la educación de Furriel no pasaba sólo por el potrero. Iba a una escuela progresista de Burzaco, donde estimulaban la creatividad. La cuestión era que él estaba más preocupado por hacer estallar sentimientos que por los libros y la tarea escolar: “Yo no tenía dónde canalizar mi necesidad de expresarme. Así que la canalizaba haciendo quilombo: era el ideólogo. Me pasaba días para ver cómo podía detonar una puerta o prender fuego a algún sector del colegio. Me gustaba generar caos social. Era la creatividad al servicio del quilombo. Tenía muy buena fuerza de choque: amigos que me acompañaban y seguían. Hasta que un día detonamos un ventanal de la escuela y fue peligroso, pudo haber sido una tragedia”. Los reunieron a todos en el gabinete de psicopedagogía y cuando se enteraron de que era él quien planeaba todo le dijeron que toda esa energía intelectual la pusiera en la literatura o en la pintura o en el teatro. Fue la primera vez que escuchó la palabra “teatro”, y le pareció una buena idea intentarlo.
Sus padres lo apoyaron y lo anotaron en algunos talleres de la zona. “En la primera improvisación ya me sentí muy creativo, se me ocurrían muchas cosas, como que estaba habitado por ideas, algo que desconocía. Y después sentí que me comunicaba mejor en la ficción que en la realidad. Eso hasta el día de hoy puede que me siga pasando (risas).”
Al poco tiempo de iniciado del taller, el profesor de teatro les dijo a los padres de Furriel que tenía muchas condiciones.
Por intermedio de este mismo profesor ingresó el elenco de teatro de Almirante Brown. Era el más joven: “Ahí empecé a actuar con ellos. Hice un montón de obras de teatro en sociedades de fomento, en clubes, en plazas. Por eso digo que yo no vengo del laboratorio, vengo de estar arriba del escenario. Actuábamos para gente que al mediodía estaba en pedo, te tiraba las cajitas de vino al escenario, te gritaba cosas, era muy atractiva la experiencia y muy popular. Actuamos en toda la zona sur. No siempre las condiciones eran buenas. Había que inventar una teatralidad, un contexto, donde no existía. Hacíamos obras de Dalmiro Sáenz, de Aída Bortnik, de Ionesco, entre otros”.
Esto fue de los trece a los diecinueve años, cuando abandonó la zona sur para lanzarse a conquistar la gran ciudad.
Joaquín Furriel llegó a Capital con un objetivo claro y ningún plan B en la mente: “Me vine a hacer el ingreso al IUNA. Me planteé entrar al conservatorio y en ningún momento pensé que podía no entrar. Y después me planteé el hecho de terminar la carrera, hacer teatro y recién entrar a la televisión. Fue lo que ocurrió”.
Mientras estudiaba, Furriel vivía en el atelier de una tía en Palermo y se mantenía con los típicos trabajos de alguien que tiene una confianza ciega en el futuro: “Hacía encuestas y trabajaba en una pizzería. Después hice promociones. También hice de mimo o clown en eventos o de Papá Noel en supermercados. Iba en bicicleta a todos lados y garroneaba comida: a mi madrina, a mi tía, a compañeros del conservatorio. Era muy gasolero”.
Para Furriel era importante terminar la carrera, tener el título. Como actor, dice, se siente más seguro en un sector donde conviven lo académico con lo intuitivo. “No me puedo quedar con una sola cosa.”
A los 23 terminó su formación y tuvo una de las mejores semanas de su vida: “Daniel Marcove vino a dirigir una de las residencias en el IUNA y nos seleccionó a tres para un casting en el Cervantes para Tennesy, una obra de Jorge Leyes. Esa semana fue así: el lunes firmé el contrato en el Cervantes, iba a cobrar 950 pesos: estaba fascinado, y el viernes fue la entrega de diplomas en el IUNA. Tennesy fue mi primera obra profesional. De mucha exigencia para mí. Hacía de un boxeador taxi-boy. De repente entré en la cofradía teatral a pleno. Fue mi bautismo”.
Al poco tiempo ingresa a la televisión. Primero unos bolos en Montaña rusa, después La Nocturna y más tarde empieza un recorrido como actor de reparto en comedias y telenovelas, hasta que llega su primer protagónico con Jesús, el heredero. Esto, que puede ser considerado como una carrera exitosa, a Furriel no le estaba causando nada de gracia: “A los 30 más o menos fui galán de una novela y a la par hacía Don Chicho, con dirección de Leonor Manso. Pero sentía que era dos actores. La televisión era muy potente, pero lo que se comunicaba de mí no era lo que yo sentía que era como actor. Y me angustié. Y ahí me fui dos meses de mochilero a Nepal y a la India. Parece un lugar común, pero no era para iluminarme ni nada de eso. Yo creo en los rituales. En El poder del mito, de Joseph Campbell, se habla del cambio del ritual y creo en eso: moverse de lo cotidiano para darte un espacio y descomprimir la alienación a la que estamos acostumbrados. En ese viaje estuve conectado con una gran austeridad material y rodeado de montañas enormes. Y todo eso simplificó el pensamiento. Lo que era complejo empezó a ser más simple. Y lo único que tenía que hacer era empezar a decir que no a lo que sentía que no me identificaba. Volví de ese viaje lleno de energía, con mucha claridad respecto de dónde quería ir, y empecé a decir que no al galán de novela y a buscar otros espacios dentro de la televisión. Ahí arranqué con Montecristo. Y en Sueño de una noche de verano, que hacía en el San Martín, conocí a la madre de mi hija. Me enamoré y tuvimos una historia de siete años muy intensa, fantástica. Se dio todo junto, un cambio personal y profesional donde tenía que tomar las decisiones”.
Desde ese momento, Furriel se empecinó en seguir una ruta donde la exigencia física e interpretativa fuese una realidad cotidiana: “Trabajé para que eso ocurriera y creo que luego de La vida es sueño, mi encuentro con Rey Lear, pero sobre todo de Final de partida, con dirección de Alfredo Alcón, de haber hecho de Ariel Yamil ‘Turco’ Nasif en Sos mi hombre y de Un paraíso de los malditos, la primera película que protagonicé, y con El Patrón, podría decirte que ahora esa sensación que tenía de estar en diferentes lugares y no tener una especialidad como actor, esa combinación que me ponía inestable sobre mi identidad interpretativa se convirtió en lo que hago. Lo que entiendo de mí es que ya tengo un compromiso con la interpretación. Tengo vocación de actor. Hoy siento que entré en un terreno de mayor madurez y que eso me invita a participar de proyectos donde se hable de cuestiones mucho más necesarias”.
El Patrón, radiografía de un crimen, dirigida por Sebastián Schindel, es una película áspera, incómoda y violenta. Basada en el libro homónimo de Elías Neuman, aborda temas como la explotación laboral, el analfabetismo y los modos en los cuales la inmigración encuentra sus espacios lejos de sus hogares. Temas que parecen de otro siglo pero siguen siendo flagelos de la actualidad.
¿Cómo se llega a la interioridad de un personaje tan distinto de vos?
–Si a mí la historia de Hermógenes me conmovió y quise sumarme al proyecto e insistí en la posibilidad de hacer ese personaje es porque estaba sensible a lo que se contaba. El maltrato, la explotación, a mí no me resulta indiferente. Quizá por la educación que recibí. Tuve muchas dudas, sobre todo porque me parecía que podía llegar a parecer sospechoso que un chico de clase media con educación formal se metiera a contar esa historia. Pero ahí tenía mi oficio; soy actor y no tengo por qué solamente interpretar temáticas que me queden cercanas. Y ahí ya tiene que ver con el recorrido de vida de uno y con la sensibilidad. A veces siento que todos los viajes que hice como mochilero –te hablo de tomar el tren turista y estar mucho en la calle, con mucho roce social–, la impresión de todas esas experiencias hacen que cuando me encontré con este personaje lo pudiera transformar en una expresión. Eso estaba, sólo tenía que buscarlo y utilizarlo. Encontrarle un canal expresivo para que saliera.
Para llegar hasta Hermógenes, Furriel, que actúa junto a Luis Ziembrowski, Mónica Lairana, Germán De Silva, Andrea Garrote y Guillermo Pfening, tuvo una preparación física, vocal e intelectual muy fuerte durante un mes. El resultado es francamente notable. Con El Patrón Furriel pudo plasmar todos esos recursos que fue cultivando en su largo recorrido profesional y le dio un rango amplio de herramientas a la hora de ponerse en la piel de otra persona. Y a pesar de este logro, él sabe que cada trabajo es parte de un camino que sigue. Por eso no le gusta hablar de éxito: “Hay palabras que las veo como cosas vacías. Para mí hay algo más poderoso que el éxito y es la identidad. Con lo difícil que es la vida con los sistemas como están, ya prearmados, digo, entrar a un sistema y lograr tener identidad dentro de él y que hoy pueda decir, con El Patrón por ejemplo, que soy eso, un actor, tiene mucho más sentido para mí que cualquier otra cosa”.
En el futuro de Joaquín Furriel hay una telenovela, Entre caníbales, y una comedia en teatro, The Money Shot, de Neil Labute, junto a Muriel Santa Ana. Pero el pensamiento de Furriel, alguien que se interesa por la realidad de su tierra y de Latinoamérica como quien trata de entender el mundo que le tocó en suerte, va más allá de lo inmediato y lo laboral y piensa en el futuro de la democracia de este país. Dice: “Empieza de a poco a aparecer una generación en la política que va ser para mí la generación que nos va a colocar en el lugar en que todos deseamos estar y que es la generación post ’83. Para mí el día que tengamos un presidente en que haya nacido en democracia, ese día –que yo espero poder verlo, mi hija seguro lo va a ver– esa asunción debería ser una de las asunciones más importantes de nuestra historia. No estamos tan lejos”.
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