Domingo, 22 de marzo de 2015 | Hoy
Cuando en 2009, con una historia escrita a los 17 años, Xavier Dolan se dio a conocer a los 19 como actor y director en Yo maté a mi madre, el mundo del cine independiente se rindió a los pies de quien no se tardaría en calificar como el nuevo enfant terrible canadiense –de habla francesa– que venía a revelar la intimidad de una clase media hija del bienestar y la modernidad más desapasionada. Unos años después, y demostrando que era mucho más que un niño mimado, es el turno de Mommy, su quinto film, que se estrena esta semana en Argentina y que ganó el premio del jurado en Cannes ex aequo con Godard, todo un mensaje sobre cambios generacionales y pases de posta. En Mommy, Dolan vuelve sobre los pasos de una relación madre-hijo, pero esta vez con una austeridad y contención que contrastan con el ímpetu inicial, consumando una definitiva toma de distancia de lo autobiográfico que se venía acentuando en cada uno de sus films desde su resonante debut.
Por Paula Vázquez Prieto
Con sus labios carnosos, su figura algo desgarbada y su mirada penetrante, el joven Xavier Dolan, de tan sólo 19 años, se hizo presente en su ópera prima como director a través de su propio rostro. Había algo en aquella historia escrita a sus 17 años, en aquel vínculo conflictivo y desgarrador que se tejía en Yo maté a mi madre (2009) que exigía su presencia, su verdad, allí expuesta. Explosiva, visceral, arriesgada, la primera aparición de Dolan fue toda una proeza: en su tardía adolescencia se revelaba con un talento natural para exponerse frente y detrás de la cámara, capaz de hacer una película con tintes autobiográficos sin vicios de autocompasión y con convincente rigurosidad, ensayando una puesta en escena todavía viciada de ciertas herencias, pero que iría depurando con el correr de los años y las películas. Pasaron varios y varias, años y películas. Ahora llega Mommy, que se estrena esta semana en Buenos Aires, casi como una variación madura de aquel ejercicio inaugural, con una puesta más adulta y concentrada, con juegos que resultan más neurálgicos que fruto de la iniciática exploración. Al ya no estar frente a la cámara, al haber elegido un alter ego que lo represente y lo cuestione al mismo tiempo, su figura como director se proyecta con mucho más vigor y potencial.
Mommy se estrena luego de un recorrido prometedor: ganadora del premio del jurado en el Festival de Cannes (ex aequo con el veterano Jean-Luc Godard, casi como un guiño de provocación para muchos cinéfilos de la vieja guardia), ganadora del premio César –una especie de Oscar francés– como mejor película extranjera, y ampliamente celebrada en Canadá, su país de origen. Emergente de una pequeña movida artística en plena ciudad de Québec, el cine de Dolan ha conseguido con Mommy enriquecer un camino que venía cultivando en sus cuatro películas anteriores: un mundo de una intimidad casi circular, que pone en evidencia la violencia latente en esas sociedades aparentemente funcionales y desapasionadas, parámetros de la civilidad moderna, que explotan en los suburbios apacibles, poniendo deliberadamente en evidencia la perversidad constitutiva de ese tejido que lentamente comienza a desgranarse ante nuestros ojos. Esa mirada sobre un sector de la clase media canadiense –que aparecía en Yo maté a mi madre–, con intereses literarios y artísticos algo superficiales y regido por una serie de convenciones sociales que determinan sus actitudes y comportamientos, se convierte en Mommy en un retrato complejo de un mundo al que Dolan conoce y expone, con una sabiduría que parece haberle dado la experiencia de estos años pasados, y con una muestra de admirable talento.
Filmada en 35mm en un formato cuadrado asfixiante –que se expande en una escena clave–, Mommy cuenta la vida de Diane Després, una madre soltera (Anne Dorval, quien ya había interpretado a la madre de Yo maté a mi madre, y aparece en pequeños papeles en Los amores imaginarios y Laurence Anyways), que debe criar a su hijo adolescente, imprevisible y violento, sin tener muy en claro qué hacer con su propia vida. En la vida de ellos entra en juego una vecina, ex profesora y afectada por un problema en el habla debido a una crisis nerviosa (interpretada por Suzanne Clément, también un rostro familiar en el cine de Dolan), más racional y contenedora, que parece equilibrar la escena, jugando un doble rol: amiga y confidente de la madre, educadora y compinche del hijo. Su intervención es vital para la dinámica de esta familia en ciernes, agitada por pasiones encontradas, por egoísmos y desencuentros que amenazan con ser insalvables. La decisión de una imagen ascética y distanciada, que evite los coqueteos modernosos de su ópera prima como los sucesivos ralentis, las viñetas en blanco y negro y el abuso de algunas citas cinéfilas y literarias, dan cuenta de un interés consecuente por la puesta en escena, que había demostrado en la construcción particular de los encuadres de Yo maté a mi madre, en el trabajo con el sonido y el montaje en Laurence Anyways, y en la utilización del fuera de campo como un espacio siniestro y amenazante a la vez que hipnótico y atrayente en Tom à la ferme.
Llamado casi mecánicamente “enfant terrible” por la crítica, tal vez por el recuerdo de otros francoparlantes como el mismo Godard o François Truffaut, que hicieron su aparición rabiosa allá por los festivales de los 60 con pocos años y muchas ideas, Xavier Dolan ha sido mucho más que un niño revoltoso. Quizás el mayor salto de madurez lo haya dado entre Laurence Anyways, de 2012, y Tom à la ferme, tan solo un año después. En su segunda película, Los amores imaginarios (2010), las relaciones peligrosas de una tríada de amigos y amantes cruzados se vuelven ágiles y juguetonas, casi como parte de un proceso de definición de la sexualidad, que recorre esas variaciones laberínticas con un placer locuaz y cargado de una tensión tan inquietante como disfrutable. Sin embargo, en Laurence Anyways la historia de un profesor de literatura que decide cambiar su vida y convertirse en una mujer, redefiniendo su lugar social y sus vínculos personales, anticipa un cambio clave en el cine de Dolan. Es interesante la aparición de actores que salen de ese grupo de camaradería que había caracterizado a sus obras anteriores: los rostros de Melvil Poupaud (actor de Eric Rohmer en Cuento de verano y de François Ozon en El tiempo que resta) y de Nathalie Baye (musa de Truffaut desde La noche americana, actriz de Godard en Detective y de Claude Chabrol en La flor del mal, y rostro clave del cine francés de los últimos 40 años) dan cuerpo y vida a un nueva relación madre-hijo, ajada por el paso del tiempo y la acumulación de silencios y rencores, que se construye a partir del vacío de un padre ausente (al igual que se insinuaba en Yo maté a mi madre y reaparece en Mommy) y se torna vital para el itinerario adulto.
Esa nueva perspectiva, que todavía era deudora de una sensibilidad plagada de signos pop, de metáforas visuales y saturaciones lumínicas, evoluciona en Tom à la ferme a modo de thriller febril y silencioso, donde el miedo se transforma en un permanente estado de alerta, penetrante y obsesivo, que define el modo en el que los personaje lidian con las ausencias y las desilusiones. Tom llega a la granja de la familia de su novio, quien ha fallecido recientemente, para asistir a su funeral. Allí se interna en un juego perverso de mentiras y ocultamientos, de violencia y sustitución, detonante de una homofobia arraigada en un sentir común e inconsciente que delinea los contornos de esa libertad posible en la que se traduce toda escapatoria. Oscura, oblicua, inquietante, Tom à la ferme pone en evidencia el despegue del cine de Dolan de las limitaciones autobiográficas, su capacidad para hacer un cine narrativo intenso, sin perder nunca el ritmo y la tensión en cada cambio de plano, y capaz de amalgamar sus inquietudes visuales con sus intereses temáticos.
El desembarque en Mommy supone un regreso y una reactualización de aquella tensa y tumultuosa relación que aparecía retratada en Yo maté a mi madre. Entonces teníamos al joven Hubert, de tan sólo 16 años, interpretado por el mismo Dolan, que batallaba incansablemente con una madre a la que amaba profundamente pero no lograba soportar. Todo en ella le resulta irritante, su estilo kitsch y extravagante para vestirse, sus arranques egoístas, sus repentinos accesos de autoritarismo, su absorbente omnipresencia. Esos altibajos que definen la personalidad contradictoria de su madre actúan en espejo sobre la suya: ambos pasan del amor al odio, de los gritos al silencio, del cariño asfixiante a la distancia insalvable. Esa sensación de permanente desconcierto e incomprensión que define ese vínculo se consagra en virulentos ataques de furia, intentos de comenzar la vida adulta aún sin estar preparado, reclusiones en un internado, discusiones callejeras. Una de las escenas que mejor definen el tono de Yo maté a mi madre es aquella que transcurre en el colegio, cuando la profesora le pide que haga una entrevista a su madre sobre su actividad laboral o profesional y él decide anunciarle que ella ha muerto. Ese gesto de rebeldía simbólica recuerda a otro matricidio discursivo: el acometido por el joven Antoine Doinel en Los 400 golpes de Truffaut, más de 50 años atrás. Consciente de la referencia, Dolan sitúa esa incomodidad en un terreno más fangoso que el de aquella posguerra francesa en blanco y negro pero no deja se centrar su mirada en uno de los términos de ese díptico, el hijo, aquel del que se siente el todo antes que la parte.
En Mommy, en cambio, el espectro se ha enriquecido, el foco se ha ampliado, y esa decisión beneficia al personaje de la madre que logra, en la piel de una Anne Dorval más veterana pero más alocada, una vitalidad descomunal. Diane –o “Die”, como la llaman en un juego de palabras elocuente y macabro– camina a los tumbos por una vida que se le torna difícil y escarpada, y el vínculo con su hijo hace eco de ambos lados ya no sólo en la identidad adolescente. Es en ella –pese a que sobrevive la voz del hijo en el título pero ahora despojada de ese juicio que condicionaba toda la exposición– en quien muchas veces se posiciona la cámara de Dolan. Como señala Andrew O’Heir en Salon.com, “en directa oposición con su primera película, aquí experimentamos a Steve (el hijo) desde afuera, como una fuerza impredecible, carismática, alegre, profana y peligrosa; un animal salvaje con forma humana o una fisura geológica dispuesta a la erupción”.
Ese vendaval constante al que Steve somete toda vida a su alrededor, guiado por sus ataques de furia, de resistencia y sustracción a cualquier socialización, es aquello con lo que Diane hace el esfuerzo de convivir, día a día, minuto a minuto.
En el cine de Dolan, la madre siempre da origen a una mujer sustituta: despliegue y tempo corregido de aquel modelo inicial imperfecto que encuentra en su variación sinfónica una versión mejor y corregida. Todo lo que las madres no pueden, esas mujeres segundas, con mayor comprensión y sin la tensión de la cercanía, llevan adelante con mejor pulso y admirable soltura. Lo hace la profesora en Yo maté a mi madre y la vecina en Mommy. Su presencia no libera la tensión sino que la concentra, la hace circular en ese trío particular que viaja y se detiene, sin nunca avanzar, haciendo del humor y la comprensión las únicas vías posibles de verdadera subsistencia. Steve es, para sus mujeres y para nosotros, esa dinamita húmeda a punto de explotar, que tensa la cuerda al máximo, que amenaza cualquier atisbo de confort y normalidad, y que siempre se preserva como una caja de sorpresas.
Xavier Dolan construye sus películas habitadas por un latido intermitente, vital y ensordecedor al mismo tiempo que nos conduce por esa revuelta que agitan y padecen sus personajes, en la que sexo, amor, pasión y desenfreno son uno y todo al mismo tiempo. Como Steve, Mommy no nos deja respiro, nos lleva a los saltos, gira y gira a gran velocidad, con sus errores y sus pequeñas victorias, con su risa contagiosa y su iracunda ansiedad. Más que lo que hacen esos tres personajes enredados en ese laberinto que es su vida, importa cómo lo hacen, cómo viven, cómo se relacionan con los demás, cómo intentan explorar, casi desesperadamente, el latir de una vida que apenas empiezan a comprender.
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