MUSICA Uno de sus maestros fue baterista de Sandro y, de chico, Rodrigo Gómez vivió en una portería, al lado de la caldera de un edificio. Su vida conserva esos detalles peculiares: fue parte del combo de jazz Gordoloco Trío y también de los hip hop Open 24, supo presentar discos en su propia casa, con un set diferente en cada habitación y a quienes compran entradas para sus presentaciones se las entrega él mismo personalmente a bordo de su Citroën. Muchos conocen a su extravagante grupo, Proyecto Gómez Casa, porque solía aparecer en el programa Peter Capusotto y sus videos. Ahora tiene nuevo disco, Bicho, con un sonido experimental, rockero y electrónico pero más cercano a la canción, letras que mezclan el castellano con un idioma propio inventado y shows teatrales donde se unen lo musical y lo performático.
› Por Micaela Ortelli
“No hay alternativa”, exculpa Rodrigo Gómez su método de caza de ratas con arma blanca. “Se hacen las dormidas”, dice. Arribato, el gato, lo ayuda acorralándolas, pero aun sin él, ha prestado el servicio a amigos. A Gómez esos bichos no lo impresionan: se crió en la sala de máquinas de un edificio de departamentos, junto a la caldera, donde vivían los porteros. Días atrás, en la segunda jornada de reparto de entradas para su próximo show, pasó por el lugar, que queda en Barrio Norte. La entrada de mármol está intacta, el zócalo y el picaporte de bronce son los mismos que lustraron sus abuelos, el marco de la puerta ahora tiene el color de la madera, antes era blanco. Gómez se sacó una foto –la sacó Sebastián Carril, amigo, productor y compañero en la aventura de entregar casa por casa, a bordo de un Citroën 3CV descapotable, las 90 anticipadas que se agotaron en pocas horas– y al otro día la subió a Facebook con otra en el mismo lugar, de niño. Pero no en la misma posición: en la primera la puerta está abierta y él saliendo, sonriente, hacia algo o alguien que no es el fotógrafo. En la actual Gómez está sentado observando. “Increíble adónde nos pueden llevar las cosas que hacemos”, escribió en el posteo.
El lleva recorridos exactamente –sacó la cuenta– 74.200 kilómetros, entre viajes a Montreal, Nueva York, Montevideo y más de quince giras por Brasil, sin contar el interior del país. “Siento que viajar me cambió la perspectiva de las cosas. Cuando te movés kilómetros y kilómetros te das cuenta de que hay algo más allá.” Gómez no dice qué hay: se detiene, respira, entabla un silencio. La primera vez que viajó –a Brasil, a los doce años– lo hizo como miembro de la Orquesta de Cámara Estudiantil de Buenos Aires. A los 14 era el jefe del área de percusión. A los 15 empezó a trabajar como músico cesionista. A los 16, además, tenía siete bandas propias. Hoy tiene 38 años: esa barba es “la construcción de la destrucción” de su viejo peinado –en puntas amasadas con jabón blanco como un punk–. A las uñas se las pinta desde el año 2000, cuando en un encuentro multidisciplinario en La Cumbre, Córdoba, conoció a la poeta Margarita Roncarolo. “Una noche Margarita tenía las uñas pintadas de un rosa que no me voy a olvidar en mi vida. Un rosa que era el rosa. Le dije que me encantaban sus uñas y me ofreció pintarme las de los pulgares. Para mí fue un momento de amor, yo creo que estuve unas horas enamorado de ella. Y me dije: ‘Esta sensación la quiero tener toda mi vida’.” Hace una pausa, y como entre paréntesis agrega: “El amor pasa por otros lados”.
La vida de Gómez empezó muy temprano: “A los cuatro me casé con una nena, hay fotos, nos amamos muchísimo”, cuenta. A la misma edad recibió de su abuela –también llamada Margarita– un bombito legüero, y con el tiempo su mamá entendió que cuando sonaba música y él decía “eso quiero” se refería específicamente a la batería. En ese momento en su casa sobraban sólo dos cosas: seres vivos –eran cinco personas, dos perros, una tortuga y dos canarios– y guías de teléfono; con éstas armó su primera batería, a los ocho años, cuando empezó a tomar clases: “Durante doce años, con un tipo que me daba casi sin pagarle. Casi un padre, me ayudó un montón de veces”. El profesor es Oscar Dauría, que fue baterista de Sandro, por ejemplo. Cuando Gómez cumplió once y puso en venta su bicicleta porque necesitaba una batería que sonara, Dauría se la compró para regalársela a su ahijado; entonces Gómez pudo comprar una batería Rex, la más económica del mercado, que para él era “el sonido puro”. Cuando dejó de darle clases, Dauría siguió juntándole fierros en desuso; una tarde –con 23 años– Gómez fue a buscar una tanda, y curioseando en la buhardilla de Dauría, vio su vieja bicicleta todavía allí. A la batería que siguió a la Rex Gómez también la tuvo gracias a él, que le vendió barata una Yamaha doble bombo que había traído de Japón después de una gira con Pablito Ruiz: “Estaba hecha pelota. La desarmé toda, le puse unas siliconas; me acuerdo de que esa noche dormí en el piso entre las partes, pidiendo ‘por Dios, respondeme’. Y al otro día se habían empezado a abrir las vetas y empezó a parecer madera”.
Es la batería que todavía usa, sólo que de a pedazos. Se ve en el video que grabó para “De Chiquitito”, una interpretación analógica de la canción en un galpón donde sus compañeros de Proyecto Gómez Casa –su grupo actual– hacen sonar cuencos de cuarzo, tanques, cadenas, un triciclo contra el suelo, y sobre eso él canta: Por suerte llegaba mi mamá que me abrazaba tratando de explicarme que él ya no llegaría. También estaba mi hermana Mari que me abrazaba con esos ojitos. Lo que yo siento es que lo que nunca se tuvo no se puede extrañar. Pero no lo hace siguiendo un ritmo, estructurando los versos, respetando pausas, como si fuera una canción; hay que escucharlo: el desahogo de Gómez es tan propio que es el de todos. Con algunas frases se empecina y las repite como un loco, como Tranquilo, ya no tenés que demostrarle nada a nadie, que lo amerita. “Son cosas que necesito decirme, porque ¿a quién le voy a hablar si no es a mí? Me hablo a mí y gracias, hago lo que puedo. Y a ver si me escucho”, dice.
En otro video no convencional –el de “Rockero”– la batería de Dauría espera sola en una esquina a que lleguen Gómez –que viene tocando la espectacular guitarra Dobro (el nombre técnico del instrumento es resonador electromagnético)– y el hardware hacker Leonello Zambón, que de todos sus inventos viene con el chancho radio, lleno de cables como el personaje del juego Operando, chillando desquiciado. Acá la frase en loop es El hombre que ignora la culpa que hay en su interior, pero recién se escucha hacia el final; el resto de la canción está cantada en un idioma que parece inglés –y recuerda a Nekro– pero es uno que inventó Gómez y usa sobre todo en el disco Básico (2009): “Al principio quería ver qué le pasaba al otro escuchando una letra que no entendiera, poner a esa persona en el lugar en el que estoy yo cuando escucho un disco en otro idioma. Entonces tomé ese punto de partida para probar que el contenido está en la forma del decir más allá del idioma. Y después de un par de años de trabajar en eso comenzó una situación muy dolorosa para mí, en la que necesitaba decir un montón de cosas pero sin lastimar a nadie, sin bajar línea. Y ahí me di cuenta de que ese idioma era un lugar de refugio, que me permitía hablar sin que el otro entendiera, pero confiando que en la forma en la que lo decía estaba denunciando mi dolor”.
Gómez vivió en la portería de Barrio Norte hasta los trece años, después se mudó a San Cristóbal (el traslado se hizo en un colectivo 247), a un edificio que estaba todavía en obra. A los 22 se fue solo a una pensión en Boedo, donde funcionaba El Tripero, la revista de historietas de los ex alumnos de Alberto Breccia. A los 23, a una casa en el mismo barrio donde inauguró la costumbre de presentar sus discos ahí mismo, vaciando todas las habitaciones e interviniéndolas temáticamente según las canciones. Afuera de esa casa tocó la batería durante horas el día de los disturbios del 2001: “Para mí el vínculo con la batería es vital, casi como un órgano más, un engranaje que si no está te morís”, dice. Antes de consolidarse Proyecto Gómez Casa, Gómez estuvo al borde del jazz con Gordoloco Trío, y al borde del hip hop con Open 24, grupo que compartió con los hermanos Lucas y Seca Cutaia. También grabó por su cuenta en cassette con una portaestudio; online se puede acceder al precioso Veremos (2004), donde suenan cacerolas, congas, kalimba, triángulo, un Casio, y más artefactos que no terminan formando nada raro: un disco de música popular, sólo que mágico. A Gómez le pasan cosas mágicas, además.
Por ejemplo, a Familixina (2010) lo financió un ex alumno de un taller de composición y experimentación interdisciplinaria que Gómez sigue dando en formato seminario. “Me llamó y me dijo que tenía una plata ahorrada y me la ofreció para que costeara la fabricación del disco. A mí me empezaron a temblar las piernas y a caer las lágrimas.” Rafael –así se llama el alumno– además es piloto de avión y manejó el que lo trajo de vuelta de la gira de presentación de ese mismo disco por 20 ciudades de Brasil: “Me acuerdo de que vino la azafata y me dijo: ‘El piloto lo invita a pasar a primera clase’. Me sirvieron pollo a la crema con papas noisette, vino blanco y whisky. Y a los 20 minutos volvió la azafata para decirme que el piloto me invitaba a viajar con él en la cabina. Hice todo el vuelo desde Río viendo el horizonte”, recuerda. Otro vínculo mágico se dio con el ingeniero de sonido de la banda, Patricio Baumann, que además los opera en vivo y fabrica los micrófonos que usan: “Es como una salsa bolognesa hecha por tu mama: todo funciona”.
Gómez hoy vive en Monte Castro con su pareja Flor, que es bailarina, y sus hijos Galaxia, de cinco años, y su hermano Ik, de tres. “Sí, Galaxia Gómez”, dice él como si fuera la primera vez que lo piensa. Cualquiera que se cruce con Gómez en la calle se daría vuelta a mirarlo: podría ir vestido con un fabuloso mameluco con cierre que llega hasta abajo, o una pollera azul eléctrico con fruncidos, diseños de su amigo Marcelo Ortega: “La ropa comunica bocha, más de lo que se cree. Porque es la piel que uno decide ponerse”, piensa: “Yo aparte creo mucho en que hay algo de la información que manejan las cosas que puede trasladarse a cualquier disciplina. La disciplina queda obsoleta en cierto punto, es una herramienta para llevar a cabo una idea, y una idea puede llevar a una canción o a un peinado”. Gómez hace un paralelismo con sus propios shows, que requieren doble ensayo –la parte musical y la performática–: “Si la disciplina desaparece, el iluminador deja de ser sólo el que ilumina para pasar a ser alguien que también tira contenido”. Se refiere específicamente al colectivo de iluminadores no convencionales Fluxlan, que arman una puesta en escena impactante y artesanal, con espejos, lámparas y pedazos de metal.
Come, come, come y me comerá esa cosa que habita en mi cabeza, arranca Bicho, el nuevo disco de Proyecto Gómez (van siete contando uno en conjunto –improvisado– con la banda brasileña Macaco Bong, del que salió uno de los tres videos de Proyecto Gómez que aparecieron en Peter Capusotto y sus videos), que incorpora saxo y trombón al ruido –a la abundancia de información que carga todo este proyecto, en verdad–. “Hablo de los bichos que viven adentro nuestro. Para mí cuanto más de eso interno se haga externo, mejor es”, cree Gómez, que en una canción con más tiempo repite: Ya no puedo parar de hacer cosas. En Bicho la frase fetiche podría ser Golpeate, golpeate, golpeate, algo tiene que salir. Místico y carnal, en “La Mirada” dice: Hoy quiero explotar, usar los pedazos de mi piel para fabricar estrellas. Y en “De nuestro corazón” reflexiona: Cómo es que la humanidad no se desintegra en un segundo sabiendo lo frágil y precario que suele ser ese órgano que mide y regula los niveles y contradicciones de nuestro corazón, de nuestra cabeza. Hay algunos problemas: él habla que son porque el lóbulo derecho lo tapa, lo intimida al izquierdo. Pero la tartamudez es que el lóbulo derecho no para, sigue todo el tiempo y produce esa especie de chisporroteo. Tiene dos orígenes: algo de la niñez y otra parte de la vergüenza de nuestro corazón, de nuestra cabeza.
El registro del reparto de entradas para la presentación de Bicho ya está editado y subido a las redes. Gómez conoció las habitaciones, baños, cocinas y olores de las casas de los primeros 90 asistentes al show, que lo invitaron a comer, tomar cerveza y tocar sus propios instrumentos. Uno de ellos estaba agradecido porque recibirlos lo sacó de una temporada de letargo extendida. Gómez piensa en eso y entabla otro silencio; después dice: “Uno de mis sueños es que después de un show alguien del público llegue a su casa y se ponga a hacer. Ya sea algo artístico o levantar el teléfono y llamar a ese alguien con quien tiene que hablar. Si eso ocurre, todo lo que vengo haciendo en todos estos años cobra sentido. Si eso ocurre ya está”.
Proyecto Gómez Casa presenta Bicho el sábado 28 de marzo en la sala Caras y Caretas (Sarmiento 2037). Entradas anticipadas $ 70, en puerta $ 100.
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