PLASTICA Los cientos de dibujos que expone Walter Alvarez en su muestra Permanente y sentimental –curados por Eduardo Stupía y Luis Felipe Noé– recorren escenas de la infancia del artista en Villa Tesei, sus viajes en tren de provincia a Capital, su trabajo nocturno. Tienen algo de candidez barrial y algo de arquetipos. Pero también esconden cierta urgencia que intenta preservar los recuerdos transformándolos en un particular universo poético.
› Por Eugenia Viña
¿Son soldados o son fantasmas? ¿Es una crónica o un sueño profundo? Aparecen figuras, pero no hay bordes. El blanco de la hoja se metamorfosea en oxígeno y los personajes que irrumpen nos llevan a un estado onírico, puro y erótico, a aquellas siestas en Villa Tesei en las que Walter Alvarez (Buenos Aires, 1972) jugaba mientras fundaba un mundo propio en el que los pequeños incidentes de la vida diaria se transformaban en arquetipos eternos de su psiquis. Permanente y sentimental, nombre de la exposición en la que el artista presenta cientos de dibujos, así parecen ser esos soldaditos, esas mujeres abriendo gozosas sus piernas, esos árboles del frente de la casa con sus baldosas y sus veredas del conurbano bonaerense: permanentes y sentimentales.
Algo misterioso ronda por todas partes, a pesar de la contundencia de la figuras. Como en las pinturas de Cándido López ante las que uno se pregunta extasiado qué sucede dentro de esos bastidores en los que una escena nos convoca pero no sabemos si estamos ante una guerra, si son preciosos e ingenuos soldaditos de plomo poblando paisajes extraordinarios o si es un denso sueño teñido por colores oscuros. Aun suponiendo que acordamos con el general Mitre en que las pinturas de El Manco de Curupaytí resultan un “testimonio de la historia”, aun así hay un hecho indiscutible: Cándido López no pintó la guerra, pintó su recuerdo sobre la guerra. Con un brazo menos y en el taller de su quinta hizo los monumentales cincuenta óleos arbitrariamente horizontales. Salvando la distancias formales, hay algo en las escenas de los dibujos de Walter Alvarez que comparte con las de Cándido Lopez: son recuerdos. Pero son recuerdos que arman un relato y que –paradójicamente– se presentan como la crónica de un ensueño.
La muestra se divide en varios momentos: una sección de dibujos-objeto compuestos por escenas de infancia sobre madera laqueada, tesoros protegidos por vidrio que brillan como azulejos, pulidos obsesivamente con algodón y grasa de zapatos incolora. El artista cuenta que “los dibujos incluyen, traen consigo los sueños y los placeres. Los sueños ya estaban presentes en mi infancia. Los dibujo porque me persiguen. Me libero de fantasías y frustraciones. Dibujo los recuerdos. Dibujo pensamientos”.
¿Cuánto pesan los recuerdos? La pregunta formulada y trabajada en la obra de la artista argentina Karina Farji (Bueno Aires, 1968) tiene en la obra de Alvarez otra consistencia, ya que aquí los recuerdos no están sometidos a la fuerza de gravedad sino que vuelan como hojas. “Son los recuerdos de esa infancia pobre pero feliz” que Alvarez recuerda como pura ventaja, al sintetizar su identidad: “Soy un tipo de barrio”.
Permanente y sentimental es pura grafía, líneas que delimitan el universo poético del artista repleto de leopardos, troncos, soldados, baldosas y patios en un clima onírico: “Dibujo porque técnicamente me gusta lo sutil, el clima de ensueño. La pintura es más agresiva. Más exagerada. Ya no pinto más. Era re pintor. Pero soy muy exigente, muy minúsculo. Entonces con la pintura patiné, me explotaba la cabeza. Me interesa la narrativa, la ilustración”.
Otro fragmento de la muestra, que sigue la misma línea pero cambia el tono, transforma la voluptuosidad fálica del brillo por la cantidad etérea de cientos de hojas A4 clavadas con millones “de alfileres” sobre un pizarrón de telgopor de 6 metros x 3, que presenta un diario íntimo o ensayos –tal como él los nombra– conformado en parte por sus viajes en tren que Alvarez nombra como experiencias. “Vivía en provincia, venía mucho a Capital sobre todo a ver muestras. En el Sarmiento anotaba lo que escuchaba, diálogos ajenos. Después les sumaba los dibujos”, y en parte por el gesto amoroso y necesario del artista de dibujar cada vez que puede, pero sobre todo cada vez que termina el día: “Nacen a la noche. Cuando llego de mi laburo (tengo una pequeña empresa de construcción). Empiezo con mi locura, saco ideas, pensamientos, escenas de la mente”. Y muestra toneladas de cajas y cajas de dibujos y oraciones hechos con biromes y lápiz, utensilios altruistas carentes de toda ambición.
Leemos: “Le eché un polvo”; “Mujer con su caballo, la electricidad, ejes con años”; “Hoy es jueves 3 de junio 2014” acompañados por serpiente, caballos, nubes, mujeres, árboles y camas. Alvarez los llama “ayudamemoria ilustrada”. Es nuevamente su infancia. Los recuerdos de su infancia: “Era el barrio, los amigos, jugar con la gomera, espiar a una piba cambiándose por la claraboya o robar las marquillas de los autos. Eramos salvajes”.
En otro dibujo, se lee: “Era de noche, soñé que había un hombre de las películas en la puerta de mi casa, en 1982”. Es que el sueño y el recuerdo suelen superponerse, para conformar esa nube que por momentos reconocemos como infancia.
La exposición, curada por Eduardo Stupía y Luis Felipe Noé, continúa en papeles de escenografía, cargados de sensualidad, carbonilla, donde aparece alguna tía desnuda –probablemente una de las que el artista espiaba mientras hacía el amor con su novio– con una gran manguera, regando el poderoso erotismo del niño: se llama “Y los parientes se enamoraban”.
Para terminar, o para volver a comenzar, un gigantesco dibujo en la pared de la galería, que desafía al tiempo. Pasado, presente y futuro conviven en el mismo espacio, construyendo el imaginario poético de la niñez, o la memoria de un pibe de Villa Tesei al que le envidiamos sus recuerdos, porque alguna vez fue niño y fue feliz.
Permanente y sentimental se puede visitar en el Centro Cultural Borges, Viamonte y San Martín, dentro del proyecto La línea piensa. Hasta el 4 de abril.
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