CINE En su nueva película, que se estrena la semana que viene, Paul Thomas Anderson, el talentoso director de Magnolia, Boogie Nights, Petróleo sangriento y The Master, se atreve a un desafío a priori descabellado: adaptar una novela de Thomas Pynchon al cine. La elegida es Vicio propio, una de las más “normales” del hermético escritor, y el resultado es una comedia psicodélica protagonizada por Joaquin Phoenix que, además de retratar el momento bisagra del pasaje de los ’60 a los ’70 en la Costa Oeste, toma de Pynchon la atmósfera ensoñada y errática, un efecto que resulta narcótico y fascinante al mismo tiempo.
› Por Fernando Krapp
Como en su anterior película, Paul Thomas Anderson sigue sin pegarla con la Academia. En la última entrega de premios Oscar, su esperada y anunciada Vicio propio, primera adaptación de una novela de Thomas Pynchon al cine, apenas obtuvo dos nominaciones para los módicos rubros de guión adaptado y vestuario. Algo bastante cantado si tenemos en cuenta que es una adaptación de un escritor laureado y que, al ser una película ambientada en el puente entre las décadas de los ’70 y los ’60, hay varias chances de hacer las cosas bien. Comparte, históricamente, el mismo karma de no pegar un Oscar como el primer Scorsese, Kubrick, Hitchcock, es decir, todos esos directores que dentro de la industria norteamericana llevaron el incómodo mote de “auteurs”. Su ausencia en las categorías pesadas se entiende, por otro lado, si se considera que la Academia no tiene una gran afinidad con las películas sobre perdedores, salvo cuando el perdedor en cuestión está buscando una dramática redención social o es un simpático segundón. Pero si el perdedor es un outcast, un tipo a gusto con su lugar de clase, que no pretende nada de nadie ni quiere nada en particular, es raro que la Academia le preste atención.
Sí tuvo atención de la crítica, claro. El status autoral de Anderson le asegura en el panorama cinematográfico norteamericano (y mundial) todo tipo de repercusiones escritas. Y en general, el resultado fue confuso. Desde loas y alabanzas, como en el caso de J. Hoberman en Artforum, que lo comparó con Kubrick como “el hombre que hace lo que quiere en Hollywood” y la ubicó segunda en las mejores películas del 2014, a las críticas más tornasoladas de Logan Hill para The New York Times. Bret Easton Ellis, incluso, se mostró un poco escéptico y desilusionado con el resultado, al esperar más de la combinación Pynchon/Anderson. Pero lo que es innegable, en esa confusión de reacciones precipitadas y, en otros casos, desaforadas, es que resulta imposible escapar de Vicio propio sin intentar verla una vez más (aunque Anderson se haya mostrado enojado con eso). Como si la película quedara rumiando en la cabeza de los espectadores, un susurro narcótico, errático y visualmente imponente similar al primer viaje lisérgico de cualquier ser humano, y a la vez medido y perfectamente orquestado como una misteriosa carta astral.
En el año 2002 los directores Donatello y Fosco Dubini estrenaron un documental sobre lo imposible. Thomas Pynchon: A Journey into The Mind of P. recopila varias entrevistas de gente que conoció a Pynchon y de gente a la que le hubiera gustado conocerlo, narra el proceso de escritura que le llevó El arco iris de la gravedad, el tiempo que vivió en California junto a su ex mujer (quien, gustosa, muestra la casa y el escritorio donde Pynchon trabajaba todos los días) y habla sobre los jóvenes programadores de Internet que subían páginas conspirativas y mantenían delirantes especulaciones acerca de la vida del escritor. En varias de esas entrevistas se puede ver el tipo de vida que Pynchon llevaba en California, mientras estaba escribiendo su descomunal novela que le valió el National Book Award: cómo vivió desde adentro el hippismo de los años ’60 y cómo, después de terminar su novela, se separó de su mujer (parece que ella lo dejó) y se mudó a Nueva York para casarse con su agente literaria, tener hijos y mantener su vida de recluso en la Gran Manzana.
Algo de esa nostalgia se destila de su novela Vicio propio, publicada en el 2009, y que viene a ser una suerte de relectura lisérgica y fumona de Hammet, Ross Macdonald, y sobre todo de El largo adiós, de Raymond Chandler. La historia tiene un disparador perfectamente noir: el detective Doc Sportello recibe la visita de su ex novia Shasta, quien le pide que investigue sobre la desaparición de su actual novio y megaempresario metido en la especulación inmobiliaria de “Gordita Beach”, Mickey Wolfmann. Un poco por intriga, un poco porque todavía sigue enganchado con su ex, un poco porque no tiene nada mejor para hacer, Doc se lanza en la carrera inerte de buscar a este tal Wolfmann que, como dice uno de sus informantes, “es técnicamente un judío, pero quiere ser nazi”. “El agotamiento mental que tuve al atravesar todo ese material –dijo Anderson– fue todo un ejercicio. Definitivamente no creo que haya podido hacerlo cuando estaba empezando, quince años atrás. Fue sólo después de obtener algo de experiencia, paciencia y nervios que pude probar hacerlo.” Para abarcar una novela de más de cuatrocientas páginas, con un sinfín de nombres propios y giros imprevistos en cada capítulo, Anderson se apoyó en un descomunal abanico de actores: Joaquin Phoenix como el detective fumón Larry “Doc” Sportello, otra vez bajo el mando de Anderson, quien aseguró que, actoralmente, es como un perro que siempre te devuelve todos los palos, no importa adónde se los tires; Katherine Winterstone como la melancólica femme fatale Shasta Fay Hepworth; Josh Brolin como el policía mediático Big Foot, fanático de los helados bañados en chocolate y las bromas pesadas; Owen Wilson, un ex saxofonista adicto a la heroína devenido informante; Reese Whiterspoon, actual novia de Doc y secretaria de la fiscalía; el recauchutado Eric Roberts como el magnate Wolfmann, adormecido en un sueño hippie, y una lista interminable de actores renombrados que se lucen en apenas un bolo, como en las viejas películas de Robert Altman al que Anderson le debe tanto. Todos maniobrados y observados desde la voz en off carrasposa de Joanna Newsom, la arpista y compositora que da su primer salto a la pantalla grande como Sortilege, una enigmática astróloga (en la novela apenas tiene una aparición en la playa) que acompaña a Doc para decirle que está haciendo bien las cosas.
Por más que haya convivido con la novela durante tanto tiempo hasta apropiársela, e incluso hayan circulado rumores (cuándo no) de que director y escritor trabajaron juntos en la escritura del guión, Anderson aseguró que no declama por la autoría, sino que se trata de una adaptación ciento por ciento Pynchon, y por lo tanto responde a sus obsesiones y sus temáticas, así como a su estilo narrativo. Cualquier sujeto normal que haya intentado entrar al mundo Pynchon, ya sea en su faceta más extrema de El arco iris de la gravedad, Mason and Dixon, o Contra el día, o bien su costado más, digamos, “clásico” de La subasta del lote 49, Vineland y la propia Vicio propio, sabe que... ¿qué sabe? Bueno, sabe que no va a saber absolutamente nada, sino que el estilo de Pynchon radica en una suspensión del sentido, en esa suerte de lectura “colgada”, una hipnosis que generan sus largas y delirantes subordinadas, sus enigmáticos personajes con nombres estrafalarios y su profundidad de cartoon, en definitiva, todo aquello por lo que los representantes de la letras norteamericanas vienen proclamando su reconocimiento cada año ante las autoridades del Nobel. Y hay algo de ese “extrañamiento”, esa experiencia colgada, que se percibe durante toda la película; imágenes que parecen replicar la experiencia stoner que el rock psicodélico más nostálgico viene desarrollando en los últimos años, y que se ajustan a la manera de filmar que Anderson ha consolidado como un estilo propio.
Como es de esperar en Anderson, resulta inconcebible no pensar su cine en relación con su cinefilia. Y él es el primero en hablar, en todas las entrevistas, de diversas películas que orbitaron por su cabeza hasta iluminarlas como un cóctel explosivo de luces de neón. Desde las más obvias como Robert Aldrich y su Kiss Me Deadly (1955), y el cine anticomunista The Red Scare (que aparece como aleccionamiento de los internos de un instituto mental) pasando por todas esas ya olvidadas películas de los setenta neo noir, The Big Sleep, tanto la de Howard Hawks (1946) como la de Michael Winner (1975), Cisco Pike (1972), de Bill L. Norton, y Night Moves (1975), de Arthur Penn, hasta las más bizarras y contradictorias, como Top Secret y Y... ¿dónde está el piloto?, de los hermanos Zucker. Otra referencia fueron las historietas de la contracultura californiana de los ’60/’70, con Robert Crumb a la cabeza, y sobre todo la saga The Fabulous Furry Freak Brothers, de Gilbert Shelton, que funcionó como una contraseña dentro del rodaje y fue la indicación que Anderson le dio a Joaquin Phoenix para que compusiera su personaje. Y sí: Robert Altman otra vez. Del mismo modo que Magnolia respira a Short Cuts, Anderson vuelve a Altman en su visión más melancólica y desencantada, la versión que en el año 1975 llevó al cine el clásico de Chandler, El largo adiós, con Elliot Gould como un Marlowe menos trabajador y más bebedor, manipulado por la amistad y un amor sin mucho destino, a la deriva en una California cuya moral no se molesta en entender.
“La vieja y triste historia del desarrollo urbano de Los Angeles”, dice Sortilege en off, mientras apenas vemos, desde la ventana del auto de Doc, el comienzo de la voracidad inmobiliaria que arrasaría sobre las disputas entre mexicanos y las tribus nativas en las tierras ganadas al oeste. Ambientada hacia fines de la década de los sesenta, es el tercer intento consecutivo de Anderson por ofrecer una visión, personal y fragmentada, sobre un determinado momento histórico norteamericano. Así como en Petróleo sangriento, plantaba la cámara a principios del siglo XX, para dar no sólo una visión sobre el nacimiento de una nación sino sobre una determinada masculinidad, y en The Master volvía sobre el fanatismo religioso de fines de los ’40 desde el punto de vista distorsionado de un ex combatiente de la Segunda Guerra Mundial; la playa imaginaria de “Gordita Beach” en la California de 1970 también responde a un recorte personal (la crítica más pesada de Estados Unidos le reclamaba que no fuese una película “de época”). Anderson parece moverse en momentos históricos que se articulan como bisagras, productos de una gran agitación política, pero lo hace desde la mirada terrenal y alucinada de sus personajes, en su mayoría hombres como protagonistas.
Había algo en el final de The Master que parecía auspiciar la liberación sexual que viviría Estados Unidos en la década del sesenta. Recordemos: Freddie Quell encuentra una mujer desconocida en un bar y terminan cogiendo de un modo catártico, liberador, bastante real. Al igual que en The Master, el primer plano de Vicio propio es el mar en 1970. Y lo primero que vemos es a Doc recibiendo una visita de una mujer, su ex. Los ’60 se terminan, la fiesta huele a rancio, el momento de liberación pasó por arriba, es el comienzo del fin: adictos que se hacen buchones, policías que se meten en el show business, corporaciones, la paranoia rusa acosando en centros mentales, la nostalgia por un mundo mejor. Todos los hombres en Vicio propio parecen cansados, perdidos en sus idas y vueltas: “Bienvenido a un mundo de inconvenientes”, le dice Big Foot a Doc, mientras duerme al lado de un cadáver (Qué parecida a la frase “un mundo de dolor” de Walter en The Big Lebowski). Sin embargo, es significativo que Anderson, después de ofrecer un retrato de la masculinidad acorralada por la presión del dinero y el poder (Petróleo sangriento), y por la ciencia y la religión (The Master), haga foco en las mujeres. Un poco risueñamente, señaló que su película era una “fantasía masculina hecha realidad” con tantas mujeres semidesnudas. Pero fue el crítico Richard Brody en The New Yorker quien hizo la lectura más interesante de la película, señalando que son las mujeres el verdadero centro de la trama, quienes organizan el relato, Sortilege, o manipulan las cuerdas de las emociones de Doc (haciendo disparar toda una trama de enredos), Shasta, quien ejerce el poder desde un lugar oculto y privado.
Una lectura no tan descabellada si pensamos que el personaje más llamativo y poderoso de The Master era Peggy Dodd, interpretado por Amy Adams. La mujer de Lancaster Dodd (Phillip Seymour Hoffman), en apariencia sumisa, pero que controlaba desde las sombras el aparato mediático y emocional de su marido. Anderson parece retomar ese personaje, y lanzarlo al centro de la trama de Vicio propio, encadenando una película con otra, como si, en su revisión alucinada de la Historia, ofreciera un gran fresco balzaciano, consciente o no, de cómo ese pedazo de desierto al borde del mar se fue construyendo y deformando, a fuerza de dinero, ambición, fanatismo religioso y conspiraciones, en una nación. Aunque lo que queda, dice el epígrafe de la novela tomado de un graffiti francés del ’68, y que Anderson decide poner al final después de los títulos, como si formara una parábola entre la novela y la película, es la playa debajo de los adoquines.
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