Pertenece a la generación de dibujantes e historietistas que comenzó a asomar en la revista Comiqueando en los primeros años ’90 publicando una tira, una viñeta o una página. Desde su ciudad natal, Mar del Plata, la curiosidad lo había empujado a Buenos Aires, donde además de la revista, frecuentaba el Parque Rivadavia, entre otros lugares de encuentro de la cultura comiquera. Recién hace tres años, Gustavo Sala se instaló definitivamente aquí. Quizá sin darse cuenta, en esos años formó parte de toda una cultura de resistencia expresada en un clima punk, de fanzines y humor disolvente. De ahí en más, sus trabajos fueron evolucionando hacia la incorrección política y un humor cada vez más escatológico. Con varios episodios polémicos en su haber alrededor de los tan meneados límites del humor, Gustavo Sala publica hoy sus tiras en diferentes medios, amplió su pulso de humor y arte a la radio y el stand-up y acaba de sacar dos libros cuyos títulos hablan a los gritos por sí solos: Hijitos de puta y ¡Viva la caca!
› Por Mariano Kairuz
Excrementos, excrementos por todos lados. Grandes y pequeños; normales y deformes, largos y serpenteantes o en bolitas; “de sabor horripilante (sic) y con olor insoportable”, producidos en el baño o en la calle o en cualquier otro lado, salidos de culos estándar o gigantes de personas o animales. Que llueven de punta, que se modelan como plastilina, que piensan, que hablan y producen, ellos mismos (los soretes), otros excrementos. Que cobran vida. ¡Que se comen! Hay excrementos de todas las formas y consistencias imaginables (e inenarrables también) en el nuevo, pequeño y pestilente libro de Gustavo Sala, ¡Viva la caca!, que funciona como una auténtica interpelación al lector común porque está hecho de esa cosa orgánica e inmunda que producimos todos, a la que no le escapa nadie: ca-ca.
“¡Qué asco, pisé una persona!”, exclama un sorete de gesto aterrado desde la tapa del librito recién publicado por Editorial Subpoesía, en la que justo abajo del título se indica: “Chistes asquerosos para chicos”. Y es que sí, serán una inmundicia, un montón de mierda pero, como pudo comprobarlo el propio Sala la semana pasada cuando dio el taller Dibujando caca, en el Encuentro Federal de la Palabra, los chistes más salvajes y también los más básicos y tontos sobre materia fecal suelen ser muy festejados por los niños (y no sólo por los niños). De hecho, el librito empezó antes que nada como un intento por acercarse de manera libre y no ortodoxa al público infantil: “Así que dibujé muchos unicornios y piratas, y qué se yo –dice Sala–, pero empezaron a aparecer en la producción varios dibujos con caca, y al ver que se repetía esta situación de mierda me dije: ‘Mejor concentrarme en el universo de los soretes, quedarme con un tema común’”.
Y si bien el nivel de asquerosidad y el espíritu de rompan-todo y nos-fuimos-al-carajo-otra-vez de las viñetas teñidas de mierda de Sala parecen no registrar muchos antecedentes, sí entroncan, sepan disculpar la expresión, en una pequeña pero potente y olorosa tradición de escatología dibujada y animada que abrió las compuertas de los fluidos corporales contaminando para siempre el universo de lo posible y hasta lo políticamente correcto en la cultura popular: como mojones más obvios, desde mediados de los ’90, ahí están Ren & Stimpy –¡Olorín!–, South Park –¡El Señor Mojón!– y los hermanos de Farrelly –que hicieron muchas, pero en Irene y yo y mi otro yo convierten un sorete fresco de perro en un cucurucho de chocolate–. Antes de eso, y con la excepción más o menos marginal de John Waters y Divine, los acercamientos de la cultura popular no eran tan populares que digamos: Pasolini, alguna guarrada buñueliana (cagar en la mesa, comer en el baño), Peter Greenaway. Tuvieron que llegar los terrores de fin de siglo, la certeza de que todo se iba a la mierda, para que todo se fuera a la mierda con humor y desparpajo.
La pregunta, sin ponernos académicos, es por qué es que los chistes sobre caca causan tanta gracia. “Supongo que debe tener que ver con lo culturalmente prohibido”, ensaya Sala, obligado a teorizar sobre uno de los temas centrales (e idea fija, junto con los miembros y efluvios sexuales) de sus dibujos: “Si uno pudiera cagar en los árboles en la calle como los perros, probablemente no causaría gracia. Creo que pasa con cagar y con lo sexual y los fluidos más íntimos y más pesados y olorosos de nuestro mundo privado, que cuando se ven expuestos, mostrados y descontextualizados, producen una tensión que puede llegar a dar risa. Como la idea de sacar la mierda del culo y ponerla en la vidriera del Alto Palermo: o te causa gracia o te causa asco, pero seguramente algo te cause”.
Por supuesto, recuerda que esto ya lo han hecho otros en la historieta, “los genios de lo guarro como Vuillemin o Johnny Ryan, o locales como Ariel López V., Diego Parés, Langer; un montón de dibujantes virtuosos que por alguna razón hacen dibujos de mierda, pero hermosos. Es un tema, un universo que tiene aún espacios o explorados, como el culo, que es un ser aparentemente acotado y limitado pero que probablemente ofrece espacios que aún no han sido explorados por el hombre. La cosa es sacarlo de Pasolini o Greenaway; llevar a la mierda a pasear a Disneylandia”.
Cualquiera que siga las tiras de Gustavo Sala –en el Suple No de este diario, en la revista Barcelona, en la Fierro; antes en Rolling Stone y ahora en Inrockuptibles, en Internet o en sus compilaciones en formato libro– sabe que aunque se trata de uno de sus principales centros gravitatorios, lo suyo no se limita a las mil maneras de dibujar mierda: además de tratar de ganarse a los chicos por la vía menos pensada, desde hace unos meses también está presentando su libro anterior, el que compila Hijitos de puta (la tira que publica regularmente en la Barcelona), editado por la editorial cordobesa Llanto de Mudo; incursiona en el stand-up y la improvisación musical (con el uruguayo Ignacio Alcuri, con Daniel Melero, con su banda Los Dentistas Tristes), ilustra algunas tapas de discos para bandas del indie, y hace todo lo posible por despatarrar las mañanas noticiosas de Casi despiertos, el programa de Nacional Rock conducido por Pablo Marcovsky, Werner Pertot y Florencia Alcaraz. Un verdadero hombre renacentista Sala, estudiando a su manera el cuerpo humano (y sus espacios más recónditos); un Leonardo de la mierda.
2011, cuenta Sala, fue el año de su “despegue internacional”: tenía ya 38 años y aunque pronto descubriría que tenía fans en otros lugares de Latinoamérica y del otro lado del Atlántico, hasta entonces nunca había pisado un aeropuerto. De pronto viajaba, invitado por convenciones de historietistas, a Lima, a Chile, pronto se iría a España, donde también empezaban a publicarlo (en la legendaria El Jueves). Es más: hasta que tuvo casi veinte años, de hecho, Sala no había pisado Buenos Aires, que para ese momento había empezado a adquirir, en su cabeza, cierta dimensión mítica; la de un espacio contracultural estimulante que lo empujaba a huir cada vez más seguido de “la berretez” de su Mar del Plata natal.
“Vine en el ’93 a Buenos Aires, un poco motivado por una chica, a la que conocí ¡por carta! –cuenta Sala, consciente de que estos últimos veinte años, desde la era preinternética, abren un abismo en el tiempo–. Hoy suena ridículo pero era así: yo le mandaba boludeces con dibujitos, iba al correo, esperaba la respuesta. Después de algunas cartas interesantes me vengo para acá un poco para conocer a esta flaca Laura, y también encajetado con conocer la comiquería Entelequia porque publicitaba en la Fierro, que había sido el bastión de la historieta de autor, el lugar donde no solo leía a Mandrafina, Solano López, Manara, Nine, sino también notas sobre la Fura dels Baus, Batato Barea, Tom Waits, Los Melli, cosas sobre Buenos Aires y el mundo a las que no tenía otra forma de acceder. También recuerdo que le pedí a esta chica que me llevara a Flores, quería conocer las calles en las que transcurrían las Crónicas del Angel Gris, de Dolina. Fue una relación linda aunque muy breve para mi gusto, que no llegó a noviazgo; ni a ‘no’ llegó. Pero me volví a Mar del Plata con la calentura de querer volver, de querer ser parte de esa escena medio perdida de la historieta, de las primeras comiquerías y las revistas independientes y la cultura under que había entonces, una escena medio perdida pero, ante la nada marplatense, escena al fin.”
Para entonces Sala había publicado algunos dibujos “muy cirujamente” en el fanzine Mar Negro, que hacía con unos amigos, dibujantes marplatenses. Esto le sirvió para contactarse con la revista Comiqueando. “Uno de los chicos la trajo de Buenos Aires y para nosotros fue una revista central de su época: los primeros números tenían un diseño lamentable que parecía hecho con Voligoma y trincheta por dos pibes, pero era muy romántico todo.” Ahí, recuerda, estaba la sección Charlas en el parque, que desglosaba las conversaciones que cada domingo tenía el staff en el Parque Rivadavia, espacio fundamental de intercambio y reunión de comiqueros. En el ’95, Sala volvió para conocer a Andrés Accorsi, el creador de la Comiqueando, con la excusa de entrevistarlo para Mar Negro. “Pregunto por él en el parque, hablamos, le muestro mis dibujos y empiezo a publicar en su revista, que ya tenía distribución mensual. Ahí empieza a circular mi material y a conectarme con otros dibujantes de los que hoy sigo siendo amigo, como Angel Mosquito, Fede Pazos, Lucas Varela, Liniers: una generación que empezó ahí, haciendo tiras, historietas de una página, lo que sea. Empezó una relación fluida con estos amigos y fue creciendo el laburo hasta que, recién hace tres años, me instalé finalmente acá.”
Cuando hablás de Mar del Plata lo hacés sonar demasiado pueblerino...
–Lo digo en relación con lo cultural: es una ciudad grande, con mucha gente, pero para el resto del país su cultura oficial es Midachi, Carmen Barbieri, Moria y Nito, la revista, los gatos televisivos, Isidoro, el Casino, Sofovich y Los bañeros más locos del mundo. Y todo lo que quería rebelarse, salir de ahí, no le importaba a nadie. Comparándola con esa situación precaria de los ’90, donde había poquitos lugares para publicar y poca gente para hablar de lo que a uno le interesaba, venir a Buenos Aires era encontrarse con algo mucho más salvaje: los centros culturales, el parque, las librerías especializadas. Ahora que vivo acá sé que en Buenos Aires estás todo el tiempo a favor y en contra, es una ciudad en las que estás puteando y sos feliz; te excitan un montón de cosas y te deprimen en otras. Nunca podés estar del todo contento: en cuanto llegás empezás a dormir mal, a arrugarte y envejecer más rápido; el cuerpo te lo dice muy claramente.
Antes de saber que para hacer lo que quería debía escapar de su ciudad, Sala tuvo que saber qué era exactamente lo que quería hacer. Y para mediados de los ’90 ya había formado su gusto e intereses como lector y creador de historietas: leyó a Crumb, claro, pero también había leído a Patoruzú e Isidoro, aunque de las de Quinterno se deshizo (“Un día me di cuenta de que me chupaban un huevo y las llevé a un centro de canje, donde me dieron cuatro australes con los que me compré un casete de Phil Collins, No se necesita llevar saco”) y nunca las extrañó, porque “me parece medio lamentable todo el tema de la nostalgia pop, eso de reivindicar a Adam West, Lou Ferrigno o David Hasselhoff”.
Lo que siempre supo que no le interesaba para nada eran los superhéroes. “Ni la historieta realista. Esas aventuras históricas que en Anteojito y Billiken convivían con las de humor, cosas de piratas o El triunvirato de la armada de no sé qué. Las historias de caballería; todo eso me interesaba un carajo y lo pasaba de largo. De hecho, si había caballos ya era una mala señal. En la Fierro seguía algunas que eran realistas en el dibujo y no eran humorísticas, pero tenían una cosa psicodélica, muy personal, plástica y hasta delirante, como lo que hacían Altuna y Trillo o el Metrocarguero de Mandrafina, o de afuera, lo de Moebius. Lo que me aburría era el dibujo histórico, didáctico, que muchas veces es virtuoso pero muy académico”, dice Sala, quien considera que tiene “muy poca técnica”.
“Por más que estudié en la Escuela de Arte y Diseño de Mar del Plata, las dos o tres cosas que sé las aprendí leyendo y copiando a otros dibujantes y me salieron un poco de casualidad. Hubo un tiempo en el que quise hacer algo a lo Moebius, Corben, Mandrafina; esa cosa más grande, más épica, o esa historieta con cierta pretensión poética, oscura, como adaptar un texto de Bukowski. Pero después me aburrió y me dije no: nada serio, nada grande, nada épico.”
¿Cómo fue ese cambio que definió el estilo Sala que hoy enchastra las páginas de varias publicaciones? “Aparecen varias cosas a la vez: para mí la revista Mad, la versión argentina de los ‘80, fue un descubrimiento y una locura: Don Martin, la sátira social, el dibujo grotesco, el humor pavote de observación, con algunos agregados locales; me hizo decirme: a la mierda la seriedad, toda es una chota, y me pareció mucho más interesante ir por ahí. Me iba a frustrar mucho menos como dibujante tratando de hacer una jirafa que le vomita la pierna a alguien que doscientos caballos corriendo atrás de una nave de guerreros revolucionarios. La Mad, como Ren & Stimpy fueron en el dibujo como la aparición de los Sex Pistols en la música: una cosa de nervio completamente visceral y zarpado. Se vendía como para chicos pero tenía un nivel de locura, distorsión y psicodelia pocas veces vista. Eso fue determinante, junto con la revista Suélteme, que era más que un fanzine aunque nunca tuvo continuidad ni distribución masiva, pero que fue alucinante como experiencia generacional: punk, sucia y violenta, de resistencia.”
Desde que aquellas experiencias abrieron las puertas de la percepción escatológica, Sala fue ensuciando progresivamente sus dibujos, llevando cada vez más lejos la mugre y la incorrección política, la idea de que todo es posible. En una viñeta de Bife angosto –la tira que publica en el NO– puede ser el pibe que viaja en el colectivo escuchando a todo volumen y sin auriculares reggaeton o cumbia villera, y al que los demás pasajeros se le van al humo sin privarse de gritarle “negro de mierda”: en tiras como ésa asoma el costado de su dibujo más directa y salvajemente relacionado con la realidad cotidiana. “En la Bife angosto es donde me gusta hacer entrar la voz de la calle –dice Sala–, muchas tiras empiezan con algo que escuché o vi por ahí.” Sus historietas fueron disparando hacia lugares más imprevisibles y feroces, generando su propia inimputabilidad, mientras se convertía en el dibujante al que invariablemente se le pregunta “cuáles-son-los-límites-del-humor”. Hasta que en 2012 publicó en el NO la tira de David Gueto (“Una aventura de David Gueto, el DJ de los campos de concentración: FieSSta”) y se armó. Chistes sobre el Holocausto, Hitler, jabones: la cosa se puso institucional, con denuncias contra el dibujante y contra el diario; pedido de disculpas, e-mails de amenazas, pequeña pero mareante repercusión mediática. Aquello dejó como resultado que hoy, cada vez que se presenta o lo presentan en vivo, Sala agrega a sus credenciales, con ironía, “antisemita”. Y que desde entonces debió reprimir algún que otro chiste. “Creo que tuve mala suerte; se cruzaron unas coordenadas y yo quedé pegado: era un mes en el que no pasaba nada y los portales de noticias y los noticieros lo levantaron y dijeron vamos con esto, y yo cometí el error de atender todos los teléfonos, el de Chiche Gelblung, Ari Paluch, Franco Bagnato, desde la inocencia de creer que no tengo nada para ocultar; y se terminó embarrando y distorsionando. Las siguientes dos o tres tiras fueron poco menos que Winnie Pooh recogiendo flores y unicornios hablando sobre el amor en primavera. Negocié conmigo mismo, y eso me jodió. Pero mi postura sigue siendo la misma: que desde la absoluta inocencia puedo hacer un chiste con lo que sea, con las Madres de la Plaza, con los desaparecidos, con la pedofilia”.
En una de las primeras tiras de Hijitos de puta, los tres cretinitos purretes titulares le ofrecen el culo al nuevo novio de mamá, porque quieren saber “qué cosas le vas a hacer a nuestra mami, así que cuando quieras”. “Alguna vez publiqué una tira, en Barcelona, sobre un chico Down que le empieza a tocar el culo y las bolas a un personaje. La mamá del nene abusado le dice: ‘Tenele paciencia, está tratando de integrarse, de comunicarse con vos’. Pero mamá, me está metiendo el pito en el culo, se queja el nene, y la madre que No, mi amor, es parte del juego del amor. Al final resulta ser un tipo que se hace pasar por Down para abusar chicos. Al número siguiente hubo quejas de madres de chicos con síndrome de Down a quienes les parecía discriminatorio, pero yo podría argumentar por el contrario, que es que estamos haciendo humor con algo que forma parte de la vida real; y que si no hacés humor con estas cosas y con las demás sí, ahí estás discriminando. De todos modos, que haya gente ofendida me parece razonable y hasta necesario. Creo que las dos situaciones están bien: tanto el que hace la historieta ofensiva y molesta, como el que se ofende y se enoja, que para eso está el correo de lectores y la posibilidad de queja.”
La cuestión de la incorrección y los límites se vio actualizada hace tres meses nomás, con el ataque a la redacción de Charlie Hebdo. ¿Qué hacer ante un caso así? “No me gusta cuando se muere un humorista y el cuadrito al día siguiente en el diario es su personaje mirando al cielo con una lágrima –dice Sala–. Para mí lo mejor que puede hacer uno como humorista es un chiste. Homenajeando, sí, pero un chiste: negro, blanco, amarillo, violeta, lo que quieras. La misma Charlie en su número posterior al ataque fue súper negra consigo misma, nada lacrimógena, sino haciendo chistes con sus propios muertos, acorde con su línea de humor, que es lo más saludable que puede pasar. Esta es una oportunidad para que haya más revistas y más maldad en el humor.”
Y lo dicho antes: hoy más que nunca, y mientras Hijitos de puta y ¡Viva la caca! mantienen sucias las vidrieras de algunas librerías con su purulenta vitalidad, queda claro que lo de Sala no es solo la mierda y la pedofilia. Con algo del espíritu con que encaró Bife angosto, años atrás empezó a hacer sus primeras experiencias radiales, primero en Rock & Pop Mar del Plata, luego en FM La Tribu, hace un par de años llevó en La Colmena (junto con Javier Diz y Pablo Conde, de Inrockuptibles, hizo el programa Soy tu padre: 35 emisiones que aún pueden escucharse en www.soytupadreradio.tumblr.com y en los que él funcionaba como “el descontrol entre los otros dos, haciendo personajes y filosofando sobre cualquier cuestión, desde el dulce de batata al sobrecito de azúcar”) y hoy en Nacional Rock, como encargado de “ablandar la mañana en el programa Casi despiertos, de Marcovsky y compañía, “aportando irrealidad cuando ya pasó la agenda del día”.
De manera paralela y afín a sus incursiones radiales, empezó a meterse en el universo del stand-up. Primero escribiendo y actuando junto al periodista Pablo Vasco el espectáculo Afeitándose en Alemania, y componiendo canciones para su banda Los Dentistas Tristes.
Fue no mucho tiempo atrás que conoció en la muestra Montevideo Comics a quien se convertiría en uno de sus principales compañeros en este tipo de aventuras no dibujadas: el escritor, guionista y conductor televisivo uruguayo Ignacio Alcuri. Con él iniciaron una experiencia teatral llamada Sonido Bragueta, suerte de programa radial pero en vivo, sin radio que transmita, donde Alcuri hace de contrapunto “serio” y Sala se dedica a improvisar canciones con lo que haya a mano. “Con Ignacio estaba la onda de hacer algo juntos y como conseguimos una sala universitaria muy linda para la presentación de nuestros respectivos libros, nos dijimos: Hagamos algo más que una simple presentación. Y fue eso, una suerte de programa de radio con canciones improvisadas, sin tener ninguno de los dos formación teatral ni un director que nos coordine. En Sonido Bragueta jugamos con los estereotipos de cada uno, él como un nerd intelectual, controlado y yo el salvaje excitado. Me gusta y al mismo tiempo me da pánico esto de inventar letras de canciones con gente en vivo sin tener nada predeterminado; tenés que pelar constantemente con lo que hay, y no podés tachar ni reescribir como en una historieta, mientras el público participa sugiriendo nombres, enfermedades o animales. Es un sistema con el que podés ir del pequeño hallazgo pop a la vergüenza total.” La experiencia ya saltó de Montevideo al porteño teatro Mandril superando las expectativas de sus protagonistas, que prometen repetir más adelante.
Por ahora, quien se meta en la cuenta de Facebook de Sala podrá encontrar posteados también videos de sus sesiones símil standuperas junto a Daniel Melero. “Con él fue parecido: lo conocí cruzándome con gente del medio, dibujantes, periodistas y músicos. Me lo presentaron un día en Ciudad Emergente y me enteré de que seguía la Barcelona y conocía Hijitos de puta, así que el año pasado, a la hora de hacer una presentación del libro de Hijitos de puta en el Patio del Liceo, se me ocurrió invitarlo a él, que no tiene nada que ver con la historieta, y terminamos haciendo una improvisación y hubo, parafraseando a la Banda de Turistas, mucha química entre los dos.”
La prensa historietística –y las crecientes muestras y ferias dedicadas a este universo– contribuyeron a crear la sensación de que es un momento bueno para la viñeta argentina, una idea de sólida comunidad creativa. “No sé si hay una comunidad, sí hay una escena –aclara Sala–. Pero sigue habiendo una vieja guardia. Yo tengo casi 42 y se me pone como humorista joven, a lo que habría que ponerle varias comillas. Si ahora mismo vas a la calle y le pedís a la gente que te nombre cinco humoristas gráficos, te dicen Quino, Fontanarrosa, por ahí Liniers o Maitena, pero no llegan a diez; algún viejo te dirá Calé o Divito.” Esta guardia joven dice, integrada por tipos como Parés, López V. o Ernan Cirianni, son casi todos amigos: “Nos juntamos a comer cada tanto, tenemos la misma búsqueda, y en ese sentido sí me considero parte de un movimiento. Pero los que nos conocen son siempre los mismos, los que consumen específicamente este tipo de material. Y hoy hay muchos humoristas gráficos que son exitosos sin haber publicado nada en papel, solo por Facebook”.
Unos años atrás, cuando aún no se había instalado en Buenos Aires, y a pesar de que ya podía verse su producción por todos lados, Sala le decía a Radar que todavía le costaba mucho vivir de esto.
¿Eso cambió?
–Y, ahora tengo más trabajos. Y va funcionando, pero no pienso en el futuro: esto es seguir todo el tiempo al palo, día a día.
Y si es verdad que sus soretes y pedófilos ni parecen ser tan aptos para el merchandising como los monstruos amables y los pingüinos y duendes de Liniers, tal vez exista hoy un nicho de diseño para establecer a Sala como una marca, en el otro extremo estilístico del mundo de Macanudo y Bonjour.
¿No se te ocurrió?
–Soy un pésimo negociante, un pésimo administrador de plata, ¡un pésimo entrevistado! Me parece que los que nos encargamos de cobrar por nuestros trabajos no lidiamos bien con el tema económico y burocrático, que es deprimente. Lo que hizo Liniers fue algo con una estética que en el momento en que apareció no existía para los medios, y conectó con un público que no leía historietas: por ahí lo más cercano que hubo antes fue lo de Rep con Postales. Yo no soy muy ejecutivo a la hora de tratar de hacer algo con mis imágenes por afuera de las tiras. ¡Pero a partir de esta entrevista voy a sacar muñequitos y tazas y remeras y ustedes me van comprar todo, malditos hijos de puta!
Y ante todo una consigna: se trate de bambis envueltos en amores contrariados, como de obtusos fans del más rancio rocanrol, violadores de viejas, perros y niños, o montañas aberrantes de caca de todas las formas imaginables: “Nunca ponerme didáctico, no enseñar nada, no dejar ningún mensaje”.
Y a la mierda con todo.
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